Minotauro. Sergio Ochoa
había quitado de su dedo esa pieza para mostrarla a nadie, súbitamente cayó en la cuenta de ello, pero no se incomodó, por el contrario, su reacción fue tan natural y cómoda que hasta sintió algo de familiaridad.
- ¿Es usted masón?, preguntó Mariana, o ¿cómo lo supo?
+ Jorge mintió: ¡no!, pero trabajo desde siempre con muchos de ellos. Mariana sabía que la primera parte de la respuesta era mentira:
- “Ah, sí, y ¿a qué se dedica usted’?
+ Soy empleado de gobierno, de profesión “leguleyo”
- ¿Cómo?
+ Abogado, ¡pero no litigante!
- ¿Ah no?, ¿entonces de cuáles?
+ De los que asesoran únicamente… ¿Y qué sigue como parte del festejo?
Mariana se incomodó de nuevo, no estaba acostumbrada a tantas preguntas y en sólo un momento Jorge ya sabía más de ella de lo que mucha gente le conocía en años de tratarle.
- Pues nos reuniremos en casa, será algo familiar… sintió que su respuesta carecía de cortesía y reculó titubeante para después pensar en voz alta. “la verdad es que no sabría si fuese buena idea invitarle, no deseo ser pedante, pero mis amigas y mi familia… ay, qué contrariedad!”-se sintió entre la espada y la pared-
+ Descuide, no se sienta incómoda, comprendo. Ya habrá oportunidad de coincidir, yo frecuento este lugar con bastante regularidad. El buen Mike puede dar testimonio de ello, ¿Cierto Mike?
Ahora el mesero era quien se ponía de colores, aunque estaba de pie a una distancia prudente nunca pensó que Jorge lo fuera a incluir en la charla, muy contento asintió a la mención de su persona con un gesto de aprobación silente, Jorge levantó su vaso ligeramente para saludarle y después de ello darle un trago al final de su segunda cerveza.
-Mire Jorge, ya estamos aquí y si lo dejamos a la suerte será difícil coincidir, permítame darle mis datos, únicamente deme oportunidad de llegar primero a casa; mi madre debe estar como loca ya; lo espero, ¡no me vaya a fallar!
+ “¡Nuncamente lo haría!” tomó la tarjeta de presentación y la llevó al bolsillo interior de su saco.
Comúnmente Jorge no atiende a este tipo de invitaciones, asume que representan ya en sí un compromiso y es lo que menos desea, bebió un par de cervezas más y estaba decidido a quedarse ahí pero había algo extraordinario en esta ocasión y repentinamente deseaba investigar este impulso, no eran únicamente las largas piernas de Mariana, era algo que necesitaba abordar con -riguroso escrutinio académico-, se decía a sí mismo sonriendo, como justificando la decisión de atender la invitación de Mariana.
Capítulo 5
Maestro Jacobo
El amigo más cercano del Ingeniero Salgado era el Maestro Jacobo Aguilar, además de ser compañeros de Logia y tener el mismo grado, compartían un rancio gusto por la lectura, eran un par de eruditos que solían pasar largas horas revisando libros y compartiendo datos, ya fuese como parte de las tareas propias de la custodia de los libros de la Logia o como jornada personal; parecían un par de chiquillos cada vez que llegaba un embarque de alguna casa editorial, o un pedido especial. El maestro Jacobo Aguilar era el propietario de la Librería El Compás, ubicada en la esquina de la Calle Libertad con la Calle 15ª, en el centro de la Ciudad.
Cuando Jacobo recibía por mensajería una de esas cajas con libros de inmediato notificaba vía telefónica al Ingeniero Salgado, quien cancelaba todos sus compromisos para ese día, iba a su casa, comía con prisa y se acompañaba de su pequeña hija para ir a la librería del Tío Jacobo. De camino se detenían a comprar helado, o cacahuates o alguna golosina para aderezar el evento.
La pequeña Mariana solía además llevar sus libros para colorear y su surtidísima lapicera, bueno, al menos así eran esas visitas mientras Mariana era aún una niña. Una vez que creció perdió el interés por acompañar a su padre a donde fuera y ya siendo una adolescente no toleraba siquiera estar cerca de él.
El último volumen del diario de Jacobo Aguilar era el Tomo XVI, comenzaba a finales del mes de julio de 1971 y llegaba hasta el mes de febrero de 1972, en él se relataba a veces con detalle, a veces de manera superficial el día a día personal, reuniones, temas tratados, compras y ventas de sus libros, citas, pendientes y hasta las visitas al médico eran citadas en ese texto.
Este volumen estaba bajo el celoso resguardo de Doña Julia viuda de Aguilar, quien recorría con doloroso detalle los últimos meses de la vida de su compañero, de su amigo, tratando de entender qué había sucedido.
El empastado tenía ya las marcas de la lectura obsesiva; frenética. La tía Julia se hacía acompañar por las tardes y las noches de insomnio de ese diario, al que deshojaba incesante, buscando respuestas, en anhelo de consuelo, fortificando su postura, convencida de su pienso. Jacobo no había muerto en un accidente, había algo más, ¡no se trataba de algo fortuito!
Jacobo ya no estaba, no físicamente, pero dejó una seria de pistas -al menos eso pensaba su viuda- una ruta señalada con migajas de pan que debían de ser seguidas, que conducían a algún lugar; que podrían revelar mucho. La orilla del hilo que ató Teseo a la puerta del laberinto para encontrar de nueva cuenta la salida.
Únicamente hacía falta encontrar la primera pista; la primera señal.
Julia estaba segura de que el diario era un distractor, ni siquiera un referente, el mensaje debería estar oculto en la vieja librería, propiedad de Jacobo.
La Tía Julia no tomaba como literal mucho del diario, sabía de Jacobo y sus metáforas; se divertía con ello. Podía referirse a una visita al mercado de la calle cuarta vieja como un viaje a tierra santa, los trabajos de contabilidad de sus amigos estaban citados como el zoológico y los changos; así era Jacobo Aguilar, todo un enigma; un divertido enigma.
Capítulo 6
Fantasmas
El trabajo de Velarde ya es más que nada rutinario, monótono. Hace muchos años que dejó de ser tedioso; cuando le importaba invertir el tiempo en algo más pudo haberlo sido, pero ya no.
Hacía pasado ya algún tiempo en que decidió abandonar las calles para refugiarse en el área de archivos, las rodillas ya no le daban el mejor de los servicios; el sótano del edificio que albergaba las oficinas de la policía judicial federal se había convertido en su refugio, en su santuario. Cientos de cajas apiladas y enmohecidas le brindaban su mejor compañía.
Aunque Velare ya no patrullaba conservaba su arma de cargo, la lleva siempre consigo, abastecida. Dista mucho de ser nueva, pero le conservaba en buen estado. Haberla recibido de manos del propio Gustavo Díaz Ordaz le concedía, por decir lo menos, permiso de portación vitalicio.
A Velarde le inquieta permanecer relegado, si bien podría admitir que al principio le resultaba cómodo tener una participación poco activa dentro del cuerpo policiaco, últimamente se desespera por sentirse oxidado, son escasas las ocasiones en que es considerado para participar en un operativo, ya no se diga en un allanamiento, no cuenta con la confianza expresa de sus jefes; conserva su puesto por sus contactos en el Distrito Federal (que cada vez son menos) y por ser el único elemento que cubre vacaciones, ausencias y tiempo extra sin chistar.
Tanto tiempo en este autoexilio en el área de archivo le ha trastornado sin darse cuenta, los ruidos que logran filtrarse desde el exterior poco a poco se han ido transformando en una incómoda voz interior que lo molesta, que se burla de su vejez prematura, de su falta de méritos, de su soledad; le atormenta.
Los murmullos, el barullo de oficina, las miradas que no van acompañadas de sonido alguno; todo le resulta sospechoso.
Lo que alguna vez fuera el refugio