Minotauro. Sergio Ochoa

Minotauro - Sergio Ochoa


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no por ello te detienes! ¡Eres encantador! ¡De verdad que de ninguna manera se me hubiera ocurrido pensar que eras tan divertido! Mira que, visto por fuera, te soy sincera: ¡eres bastante ordinario! Vas a tu oficina todos los días, con una taza de café por desayuno y un cigarrillo en la mano, vestido de traje, tus zapatos lustrados; ¿no sé por qué no utilizas un portafolios?; sales de trabajar y te vas a la cantina, te embruteces en los bares, seduces a diestra y siniestra, no te comprometes…”

      - “¡Diestra era interesante, pero Siniestra resultó ser toda una experiencia!” –se atrevió a interrumpir Jorge haciendo uno de sus acostumbrados chistes para restarle solemnidad al evento.

      La mujer estalló de nueva cuenta en sonoras carcajadas, el brillo de sus ojos opacó el de su cabellera, de ellos se rodaron sendas lágrimas de júbilo, mismas que no tuvo reparo en secar con sus manos, no había maquillaje que estropear, ni toallitas de papel en la mesita.

      Tras recuperar el aliento se detuvo, él esperaba con gusto y relajado lo que la mujer le diría a continuación, era ya una situación casi familiar.

      - “Jorge, Jorge… hacía ya mucho tiempo que no se me salían las lágrimas, mucho en verdad. Aunque en esta ocasión no fue de dolor sino de alegría, aquella vez fue por un hombre, triste y lamentable historia que algún día te contaré si me lo permites. Tengo tantas, pero tantas ganas de platicar contigo que no quisiera irme, pero ya es hora. No te he dicho nada sobre mí y me recibes en tu casa como si perteneciera a ella; el vino fue idea tuya, ¿sabes? Debo irme, no quisiera, pero debo.

      Muy pronto sabrás de mí, mientras ello ocurre, Jorge, ya es hora de despertar”.

      Jorge despierta.

      

      Capítulo 8

      Asalto Frustrado

      Únicamente el Capitán Roberto Velarde sabe cuándo fue la última vez que disparó su arma en contra de otra persona; esto sucedió la fría mañana del 15 de enero de 1972, durante un triple asalto bancario que fue misteriosamente frustrado.

      El asunto se había detallado de la siguiente forma: se trataba de un grupo de jóvenes radicales-anarquistas, que desde hacía varios meses había sido metódicamente infiltrado y de quienes se sabía todo, incluido lo que harían ese día. En esa ocasión Velarde no tenía asignada ninguna responsabilidad en particular, estaba trabajando de lleno con un caso de lo que parecía ser la actuación de un asesino en serie en Ciudad Juárez –en los límites de la importante avenida 15 de septiembre-, pero para esta fecha en particular se encontraba franco en la ciudad de Chihuahua y el entonces gobernador Óscar Flores Sánchez se lo pidió en persona; “de compas” -“Tú nomás ve y deja que los militares hagan su jale, esto viene desde arriba… pero no me quiero quedar fuera de la jugada, además el cabrón de Fernando me quiere convertir la ciudad en un pinche Egipto cualquiera, ¡está bien que le soltaron la rienda, pero que no abuse!”.

      Esa mañana en cuestión tres militares vestidos de civil pasaron por Velarde muy temprano en un VW sedán color blanco -según lo acordado- a uno de los muchos estanquillos que se ubican en el histórico parque Lerdo, por el lado de la Avenida Ocampo; Velarde vestía colores sólidos pero pardos, conforme lo indicaba el manual, no llevaba cartera, únicamente su placa, sujetada a la parte interior del saco, sus gafas Persol 649 y su revólver Nagant m1895, una rareza soviética de siete tiros calibre 7,62 x 38 mm que le era inseparable.

      Esta arma llevaba grabadas en su cañón dos leyendas: por un lado “Cap. R. Velarde”, del otro lado “Obsequio Cmdt. Supremo G.D.O. 1969” trofeo recibido de las propias manos del entonces presidente de la república Gustavo Díaz Ordaz por su “destacada colaboración” durante su sexenio.

      Velarde junto con tres militares vestidos de civil estaban haciendo guardia a las afueras de la sucursal Chuviscar del Banco Comercial Mexicano, pero la impaciencia le ganó y decidió entrar, se formó en la fila como un cliente cualquiera, aunque de entre todos los ahí presentes era el único vestido de civil que portaba un arma corta; al menos hasta ese momento. Adentro del banco ubicó al guardia, un tipo muy joven y al resto de los clientes -demasiados para su gusto- “ojalá no hubiera nadie”, pensó.

      Había avanzado apenas un par de pasos mientras estaba formado en la fila cuando a la puerta llegaron tres personas gritando “esto es un asalto”, a partir de ese momento las cosas sucedieron muy rápido: una joven mujer que estaba adelante de Velarde entró en pánico e intentó salir corriendo; se escuchó entonces el primer disparo, una bala la alcanzó y cayó sin vida; uno de los asaltantes abrió fuego contra el guardia, quien virtualmente voló detrás de una mampara intentando salvar su vida, aunque minutos después moriría desangrado; desde afuera se escuchaban disparos, fue entonces cuando cayó al suelo uno de los clientes herido, al mismo tiempo Velarde, que instintivamente había salido de la línea de fuego, se dejó caer hacia atrás impulsándose contra el muro que tenía a sus espaldas y se recargó en él sin perder de vista lo que sucedía.

      De entre la confusión ubicó a uno de los asaltantes cubierto con un pasamontaña rojiblanco, que disparaba hacía afuera sin ton ni son, se trataba ya de un enfrentamiento. Los militares no esperaron a que los malhechores salieran del inmueble, ¿primer error?; abrieron fuego desde afuera hacía adentro de la sucursal… ¿segundo error? Si los disparos continuaban habría quizás más muertos, ya que algunos de los clientes y empleados se quedaron inmóviles; la sorpresa los dejó al descubierto.

      Con cuidado y sin hacer gran aspaviento Velarde realizó un movimiento que tenía harto practicado: sacó su arma de la fornitura que llevaba fajada por dentro de la cintura del pantalón; de su costado derecho apareció su Nagant, lo amartilló con el pulgar derecho, el cilindro giró y se posó directamente sobre el cañón sellando cualquier salida de gas -peculiar característica de este modelo-, lo sujetó con ambas manos, apuntó con precisión y realizó únicamente un disparo a uno de los tres que habían entrado al banco, -al que le quedaba más franco al tiro-.

      Tras el disparo cayó un cuerpo al piso, el tiro iba dirigido justo a la frente, lugar por donde entró la bala causando un daño mortal.

      Los disparos cesaron dando pie a los gritos y jaloneos de parte de los militares que entraron al banco a tomar nota de lo sucedido, en el aire aún flotaba el humo de los disparos y el olor a fierro de la sangre derramada ya podía percibirse de entre todo.

      Velarde se reincorporó con discreción, parecía que nadie le había notado. Los militares entraron e hicieron lo suyo, dar de gritos y tratar de poner orden, así como lo hacen con ellos: sin tacto y lanzando improperios a todas voces.

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