Las Confesiones De Una Concubina. Roberta Mezzabarba
porque mi marido prefiere echar la siesta en una butaca en el salón en vez de vivir.
Realmente no siempre ha sido así.
Queríamos un hijo, ¡sabe Dios cuánto lo he deseado!
Antes de casarnos parecía casi que escapase de la idea de un compromiso tan grande, luego, con el pasar de los meses, entre nosotros se ha creado un espacio, un vacío me atrevería a decir, que pensaba que podría llenar con un hijo.
Filippo parece que no tenía mis mismas exigencias, a él le bastaba con su trabajo de guardia jurado.
Mi marido era un buen hombre, no me faltaba nada, pero su sensibilidad y su frialdad me dejaban asombrada.
Al final de cada mes llegaba inexorable el ciclo menstrual destruyendo mis suenos, alimentados en aquellos tres, cuatro días de retraso.
Dos, tres, cuatro vueltas.
Era demasiado.
Demasiadas esperanzas defraudadas…
Cada uno de nosotros pensaba que en el otro había probablemente algo que no iba bien, un mecanismo que no funcionaba como debía, una chispa que no saltaba en el momento justo.
Finalmente, de nuevo, el retraso llegó hasta los diez días: no hablaba de ello, como si esto pudiese convertir en irrompible mi sueño, que, sin embargo, no era más que una pompa de jabón, hermosa, de colores, transportada en las alas del viento, pero destinada a desvanecerse con un puf.
Silenciosamente, dejaba correr los minutos, y los días y las semanas se convirtieron en meses.
Durante casi dos meses acuné en mi pensamiento la idea de un niño, una pizca de vida que pudiese dar sentido a la mía, que iluminase la oscuridad de mi existencia.
Durante mucho tiempo, después de esa noche, ya no tuve más lágrimas para llorar.
Fui despertada del sueño por las contracciones del bajo vientre que parecía que me querían desgarrar las vísceras.
En silencio, arrastrándome, conseguí llegar al baño donde, en cuanto encendí la luz, me esperaba un descubrimiento horrendo.
El camisón estaba empapado en sangre a la altura de las ingles.
Sólo recuerdo haber lanzado un grito.
Luego, nada.
A continuación sólo un vago recuerdo de mi marido que intenta que recupere el conocimiento, que me traslada en el coche envuelta en una manta, luego los doctores, las enfermeras como abejas laboriosas a mi alrededor, las luces fuertes sobre la camilla, iluminando mi desnudez.
Mi niño.
Mi niño.
Devolvedme a mi niño.
Devolvédmelo.
¿Dónde lo habéis puesto?
¿Dónde?
¿Dónde?
¿Dónde lo habéis escondido?
¿A dónde lo habéis llevado?
Era demasiado hermoso.
Lo sé, era demasiado hermoso.
Parecía que había enloquecido.
Nada tenía sentido, nada parecía lo bastante importante para seguir viviendo.
Filippo casi siempre estaba sentado al lado de mi cama pero no me miraba, no me hablaba.
En aquellos días de dolor, su presencia no era ningún consuelo, un poco porque creía que sólo estuviese allí porque estaba obligado por la situación, un poco porque me parecía que estaba obligada a soportar su presencia.
Me parecía que, las pocas veces que me devolvía la mirada, con sus ojos negros fijos en mí, me culpase, sin posibilidad de responderle, por no haber sabido salvaguardar la vida de nuestro hijo.
Una mañana me desperté y Filippo ya estaba allí.
«¡Te das cuenta de que ni siquiera has sido capaz de conservar a mi hijo. Qué tipo de mujer eres, pero qué especie de desastre eres que ni siquiera consigues traer un niño al mundo!»
Sus ojos me fulminaron de tal modo que no conseguí mantener su mirada, bajando la mía.
«Ni siquiera tienes el valor de mirarme, ¿verdad?»
Salió, batiendo la puerta, con un ruido tan fuerte que me sobresaltó.
Lágrimas mudas comenzaron a regarme las mejillas y sentí la falta de mi abuela de manera dolorosa.
Cerré los ojos, empapados por las lágrimas e imaginé sus ancianas manos que me acariciaban la nuca y las mejillas. Me parecía sentir su olor y la blandura del pecho donde hubiera podido posar mi cabeza siquiera durante un instante.
En ese momento entró mi madre.
No había pensado llamarla pero quizás lo había hecho Filippo.
«Seguramente te has destrozado con ese trabajo que tienes, ¡mira cómo estás!»
La dulzura de mi abuela no había pasado, ni siquiera en parte, a su hija, mi madre. Era inexplicable como una mujer tan amable pudiese haber engendrado una mujer tan diferente a ella.
¿Quién sabe cómo hubiese sido mi hijo?
«¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Te tratan bien aquí?»
Mi madre era práctica y responsable, una perfecta planificadora de existencias, impecable, pero por lo que se refería a sentimientos era completamente árida.
Le respondí con una sonrisa cansada, sin decir una palabra.
«¡Venga, querida, no eres ni la primera ni la última que ha abortado, alegra esa cara, que no sirve para nada ponerte de morros!»
Volví a abrir los ojos mientras la miraba, para ver si quizás estuviese soñando todo, en cambio ella estaba allí delante de mí, con las manos sobre las caderas.
¿Quién sabe si mi hijo se hubiera parecido a ella o a mí?
***
Los médicos siguieron diciendo que el feto nunca había existido, que el mío había sido un embarazo extrauterino, que no había perdido la vida de un hijo porque nunca había estado, que era muy joven y que todavía tenía muchos años para poder traer un hijo al mundo, que, que, que.
Un anciano doctor, al ver las condiciones en las que me encontraba, intentó explicarme lo que había ocurrido. Me habló con términos técnicos que me trajeron a la mente algunas lecciones de ciencias.
«Querida muchacha», concluyó el médico, apoyando su mano cálida sobre las mías «usted no podía hacer nada para que las cosas sucediesen de otra manera».
Haber escuchado las explicaciones médicas por lo que había sucedido no produjo ningún alivio en el dolor por la pérdida de mi hijo, ni me quitó de los oídos las acusaciones de Filippo de no ser capaz de engendrar un hijo, de ser sólo una mujer a medias.
Volví a casa todavía conmocionada.
Después de unos días quise volver al trabajo: el estar constantemente ocupada me ayudaba a dejar de atormentarme, si bien sólo durante unos segundos, con sentimientos de culpa que me sobrepasaban y hacía que me faltase el aliento.
En el trabajo todos me trataban con condescendencia y esto me hería porque me daba la impresión de que, efectivamente, en mí había algo que realmente no iba bien.
Aquel rincón que había preparado para mi hijo pareció petrificarse y entre Filippo y yo pareció surgir, desde la nada, un muro, una roca infranqueable que nos impedía incluso el más mínimo contacto.
* * *
Durante un par de años intentamos, sin muchas ganas, tener relaciones, ya sin la esperanza de conseguir procrear.
Filippo