Las Confesiones De Una Concubina. Roberta Mezzabarba
oh, padre, pero no puedo evitar tenerlo en mis pensamientos todos los segundos de todos los minutos de todos los días.
«Perdóname, oh, padre».
Las rodillas comienzan a dolerme, como si la madera sobre la que están apoyadas se hubiesen convertido en algo lleno de asperezas.
Acto de Contrición… me arrepiento y lloro.. por mis pecados… prometo que con tu santa ayuda… y huir de las oportunidades para pecar de nuevo.
No había comprendido lo que recitaba de memoria hasta ahora.
Prometo, prometo.
Prometo.
Una alforja demasiado pesada.
Y mis hombros son demasiado débiles.
A pequeños pasos
Con pequeños pasos me encaminaba hacia horizontes prohibidos aunque sólo en mi imaginación.
Todos los temores de que Filippo me descubriese se desvanecían día a día, ahogados en nuestra vida de pobres diablos, en cada una de sus miradas ausentes, en cada clic de aquel maldito mando a distancia.
Incluso sus picos de ira, sus palabras acusadoras, sus expresiones ofensivas hacia mí, ya no me hacían tanto daño.
Cada día que pasaba ganaba seguridad en que podría conseguir aquel poco de felicidad que me correspondía.
Pietro me acariciaba con la mirada en las largas horas de trabajo, ya estuviese entre las estanterías, ya fuese llamada a la oficina, y actuando de esta manera, inequívocamente, me daba a entender que aquel beso que nos habíamos intercambiado, pudiera tener, es más, debía tener, una continuación.
Un viernes por la tarde, estaba acabando de meter en el programa de gestión de la contabilidad, todas las facturas de los suministradores que habían llegado durante la semana. Eran muchísimas.
Todos los otros colegas se habían ido.
El director se asomó a la puerta de la oficina para despedirse de mí.
Pietro se estaba poniendo la chaqueta para irse a continuación.
«Señorita Misia, ¿está acabando de meter todas las facturas? Perfecto, así podré trabajar con ellas mañana por la mañana… Pietro, ¿quiere esperar a que Misia termine? No me gusta que se quede sola aquí dentro. Yo debo irme corriendo. Pasad una buena noche, muchachos».
Pietro asintió con la cabeza mientras se sacaba otra vez la chaqueta.
La puerta estaba cerrada.
Estábamos solos.
Ante aquel pensamiento me asaltó el pánico.
Por mucho que intentaba concentrarme en el trabajo tenía la cabeza ardiendo y las manos temblorosas.
Él se había sentado delante de mí, las piernas entrelazadas, los brazos cruzados, los ojos grandes y oscuros fijos en mí y los labios mostrando una sonrisa.
Estaba sin aliento y un peso me oprimía el pecho.
«Quieres besarme, ¿verdad?»
«...»
«¿Verdad?»
Ya estaba de pie con una mano apoyada en el escritorio y la otra ocupada en acariciarme bajo el mentón, la carne dócil y temblorosa.
Nariz con nariz, con los ojos fijos en los suyos, sentí sus labios amables, como un toque de alas de mariposa, acariciar los míos.
Era tan delicado, sin prisas, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo.
«¿También tú lo deseabas, pequeña, verdad? Lo he sentido, ¿lo sabes?»
No conseguía decir palabra.
Ahora estábamos de pie y me tenía entre los brazos, con el rostro presionando su pecho.
En silencio me acariciaba los cabellos, me besaba en la nuca, me hacía sentir en el centro del universo.
Y me daban ganas de llorar.
Estaba estrechada entre los brazos del hombre que siempre habría deseado tener.
Y no lo tenía.
Nunca podría ser mío.
A no ser una pequeñísima parte.
Pero en aquel momento no me incomodaba: lo único importante era tener a Pietro a pocos centímetros de mí.
Me ayudó a acabar de introducir las facturas y en la puerta de la oficina nos despedimos.
Con las mejillas rojas de excitación corrí feliz hacia el autobús que me esperaba bajo la farola de la explanada destinada al estacionamiento.
Como si estuviese en trance me senté en el asiento sintiendo todavía su contacto.
En las manos me había quedado su olor: la carretera corría veloz y yo cerré los ojos y lo respiré en las palmas de mis manos.
El cuaderno escarlata
Quizás una parte de mí habría querido que Filippo descubriese mi relación con Pietro.
Habría querido herir su indiferencia, reducirla a harapos, y responder con los hechos a las continuas declaraciones ofensivas, cuando decía que no valía para nada, para por lo menos ver una emoción socavar su rostro.
Pensar en lo que estaba haciendo me hacía sentir mal, reconocía que era una hipócrita pero, mirando la cosa desde mi punto de vista, no podía evitar buscar un poco de aprecio.
Con una sonrisa amarga, recordé cuando acompañaba a mi padre a las reuniones con los profesores y, después de haber escuchado los elogios que ellos decían de mí, él concluía, invariablemente, aconsejándoles que me pidiesen más. Justificaba la vergüenza y la desilusión de nunca haber tenido un reconocimiento, con la convicción de que, actuando de esa manera, me empujaban a hacer siempre lo mejor. Y, en cambio, me doy cuenta de que todo mi deseo de reconocimiento quizás deriva de la carestía que había vivido hasta ahora.
El director, que ahora ya me asignaba más obligaciones en administración, me había mandado a la papelería para comprar algo de material para la oficina.
Entre las estanterías desfilaban paquetes de clips, resmas de papel, cuadernos para apuntes, papel rayado, cuando mi atención fue capturada por un cuaderno con la cubierta rígida, de color rojo escarlata.
Lo cogí, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que haría con esto: fue imposible no comprarlo, como si aquel objeto hubiese tenido voluntad propia, como si quisiese venirse conmigo.
Estrechándolo fuerte entre las manos me vino a la mente el recuerdo de mi abuela y de los cuadernos en los que anotaba sus recetas y las frases que le llamaban la atención, y que usaba también para hacer secar las margaritas que a veces le recogía durante el recreo, en la escuela.
Volví a la oficina con dos bolsas de cosas de la papelería y mi cuaderno en el bolso.
Pietro me salió al paso en la puerta, cogió una de las bolsas y me ayudó a colocar todo lo que había comprado.
Mientras le pasaba un paquete de papeles me dijo:
«Debemos buscar un sitio para nosotros, un puesto sólo para nosotros donde podernos ver sin problemas».
«Pero Pietro, ¿estás loco? ¿Qué quieres hacer, alquilar una habitación en un hotel por horas? ¿Y, además, dónde, en esta ciudad de provincias, donde todos saben todo de todos?»
«No te preocupes, pequeña, lo importante es que tú me quieres. Podemos tomar un tren y alejarnos un poco y encontrar algún lugar cerca de la estación».
Yo no quería alejarme un poco y encontrar un lugar cerca de la estación. Temía que ese momento llegaría pronto, temía que Pietro me pidiese más. A mí podía bastarme su mirada puesta sobre