Carlos Broschi. Eugène Scribe

Carlos Broschi - Eugène Scribe


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amigos no me abandonaron un momento, prodigábanme día y noche los más asiduos cuidados, viviendo en aquella atmósphera de muerte; y por premio de todos sus cuidados, de tanta solicitud, no pedían al Cielo más que mi vida. En el instante en que me recobré, sus ojos estaban fijos en los míos con celestial expresión, con la alegría de una madre que acaba de encontrar a su hijo.

      »Me pareció que de repente había conmovido sus corazones alguna viva inquietud, pues interrogaban con angustia mis facciones, espiando mis más pequeños movimientos; pero pronto se tranquilizaron y sus miradas brillaron de satisfacción y de contento; los transportes de alegría de aquellos dos seres, consagrados únicamente a mi cuidado, me recompensaron ampliamente de mi aislamiento y de todas las defecciones que había sufrido.

      »Ambos estaban arrodillados junto a mi lecho y besaban mis manos, que yo retiré bruscamente y como asustada. ¡Ay de mí! Recobraba la razón, y con ella el conocimiento y una especie de terror. Temía que mis generosos amigos fuesen víctimas de su abnegación, y mis presentimientos se vieron realizados, al menos para Teobaldo, pues algunos días después, enfermo de bastante gravedad, padecía la misma dolencia que me aquejaba; Carlos entonces se alejó de mí, me abandonó; Teobaldo estaba peligrosamente enfermo, y era el amigo a quien amaba más en el mundo. Encontrando nuevas fuerzas en su juventud, a medida que eran necesarios sus cuidados, su cuerpo hízose infatigable como su alma, y Carlos pasaba los días y las noches al lado de su amigo; teníalo en sus brazos, y cuando, por mi parte, le hablaba del riesgo a que se exponía, me contestaba:

      —»No, no corro peligro alguno; el Cielo me protege, y Dios no me abandonará.

      »Pensando y obrando de este modo, no perdió la confianza y el valor que le animaban ni por un solo instante; sólo él daba alientos a nuestro abatido espíritu, y hacíanos concebir las más halagüeñas esperanzas.

      »Algunas veces le veía ceder, a su pesar, a la inquietud, al dolor; pero estos momentos eran pasajeros, y en breve recobraba su serenidad y sonreía ocultando su pena.

      —»Los días de peligro han pasado—decía;—Teobaldo se encuentra mejor, la Providencia nos protege.

      »Tenía razón. Dios se había compadecido de nosotros.

      »Carlos se libró del contagio, y Teobaldo convalecía; pero el mal había dejado impresa en él su terrible huella, y, menos afortunado que yo, quedó desfigurado.

      —»No estaré hermoso—me decía sonriendo;—pero por feo que esté, espero que usted no me desconocerá.

      »Nuestra amistad no sólo se conservaba, sino que se hizo más íntima y firme, y las pruebas que mutuamente nos habíamos dado nos probaron que siempre sería la misma.

      »Volvimos a nuestra existencia tranquila, a nuestros estudios, a nuestras acostumbradas conversaciones; y más felices y dichosos que antes de la tempestad, nos parecíamos a los marineros salvados milagrosamente de un naufragio.

      »Carlos estaba cada día más contento, más satisfecho, más decidor; su gracia y su ingenio animaban todas nuestras reuniones, y cuando nos encontraba juntas a las dos personas a quien su solicitud y cuidado había salvado, su rostro tomaba una expresión de alegría y de contento difícil de explicar.

      »Sólo pensaba en nosotros, y se ocupaba asiduamente en procurar distracciones al pobre Teobaldo, que desde su enfermedad y durante su convalecencia estaba demasiado triste y abatido.

      »En más de una ocasión me hizo notar su estado; cuando le sorprendía en sus paseos por el parque, le encontraba solo, la cabeza baja, y sus ojos contenían con dificultad sus lágrimas; inquietos al verle de este modo, le preguntamos el motivo que tanto le afligía.

      —»Mi pobre madre—nos dijo—está en peligro de muerte.

      »Compartimos su dolor y procuramos consolarle; pero, ¡ay de mí! bien pronto la perdió, y lloramos con él sin poder calmar su tristeza, que aumentaba cada día. Obligado por nuestras continuas preguntas, nos declaró, por último, que hacía tiempo meditaba un proyecto que nos participaría al día siguiente.

      »En efecto: la mañana de dicho día encontrábame en el salón de música, sentada cerca de Carlos, cuyos dedos corrían sobre el clavicordio, sin ocuparnos de la obra que teníamos delante. Yo le hablaba de la herida que había recibido defendiéndome, que sólo él había olvidado, y de que nunca le oí quejarse; le recordaba su entrada en el salón en el momento que Eduardo me rechazaba brutalmente cuando intentaba huir de su lado.

      —»¡Ah!—me dijo.—Fue el día más horrible de mi vida; no había experimentado nunca un dolor semejante.

      —»¿Cuándo hirió a usted con su cuchillo?

      —»No, cuando creí que iba a abrazar a usted.

      »Al pronunciar estas palabras, que parecían escapadas de sus labios, había en su voz, en su mirada, una expresión que no había notado nunca en él, y que me causó profundo asombro.

      —»¡Carlos!—exclamé inclinándome hacia él.

      »Lanzó un grito de dolor y su rostro se cubrió de una palidez intensa. Acababa, sin saberlo, de oprimir con fuerza el brazo en que su herida estaba abierta todavía, y fuera de mí, caí a sus pies para pedirle perdón por el daño que sin querer le había causado; quiso levantarme, y su cabeza tocó la mía, sus labios rozaron ligeramente los míos, y, en aquel momento, apareció Teobaldo. Nos vio, y una palidez mortal invadió su rostro, mientras que Carlos y yo nos sonrojamos al darnos cuenta de su presencia.

      »Teobaldo se repuso, y nos sonrió con la tristeza que acostumbraba.

      —»Amigos míos—nos dijo, sentándose cerca de nosotros.—Se acordarán ustedes de la sorpresa que me causó, hace algunos meses, el sueño que Carlos nos contó había tenido. Y esa sorpresa fue tanto mayor, cuanto que hacía muchísimo tiempo que esas mismas ideas eran las mías; fueron las primeras que yo concebí, y que el tiempo y mi enfermedad han fortificado. Cuando estaba usted, señora, en peligro de muerte, prometí a Dios que si la salvaba, me consagraría a él, abrazaría el estado eclesiástico.

      —»¿Hacerse religioso?—exclamé.

      —»¿Y por qué no? ¿Qué destino me espera en el mundo? ¿puedo aspirar acaso a la dicha de tener una familia? ¿qué mujer me aceptaría por esposo? ¿de quién puedo esperar ser amado? La vida religiosa me brinda el reposo y la calma; conviene a mi carácter tranquilo y dado al estudio; ella no nos separará. Dios no prohíbe amar a sus amigos; al contrario, nos manda rogar por ellos, y yo no me ocuparé de otra cosa sino de la felicidad de ustedes.

      »Carlos, con toda la efusión y el calor de una verdadera amistad, combatió semejante proyecto; pero Teobaldo rechazaba todas sus objeciones con la calma y sangre fría de un hombre cuya resolución es inquebrantable; pero como nosotros insistiésemos, exclamó:

      —»¿Dirán ustedes, acaso, que no tomo ese partido por ambición? Carlos, ¿no soñaste que yo llegaría a las primeras dignidades de la Iglesia? Déjenme que haga mi fortuna, y entonces se manifestarán celosos más bien que opuestos a mi proyecto.

      —»¡No lo consentiremos, de ningún modo!

      —»Preciso será que consientan ustedes, pues ya está hecho.

      »Ambos lanzamos un grito de dolor y de sorpresa.

      —»Sí—prosiguió él;—he pronunciado mis votos.

      —»¿Cuándo?

      —»Hace pocos días. Había previsto lo difícil que me sería resistir a sus instancias, y he querido evitar esta debilidad anteponiéndome a ella. No me compadezcan ustedes, amigos míos: estoy contento, soy dichoso.

      »En efecto, a partir de este día la calma sucedió a las inquietudes que agitaban su alma. La serenidad apareció en su frente, la sonrisa en sus labios; su amistad parecía más intensa, más pura. Aislado del mundo, parecía no tener sobre la tierra más objeto que nosotros, y consagraba al Cielo y al estudio


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