Hamlet: Drama en cinco actos. William Shakespeare

Hamlet: Drama en cinco actos - William Shakespeare


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      La escena se representa en el palacio y ciudad de Elsingor, en sus cercanías y en las fronteras de Dinamarca.

ACTO PRIMERO

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       Explanada delante del palacio real de Elsingor. Noche obscura FRANCISCO, BERNARDO

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      Francisco estará paseándose haciendo centinela. Bernardo se va acercando hacia él. Estos personajes y los de la escena siguiente estarán armados con espada y lanza.

      Bernardo.—¿Quién está ahí?

      Francisco.—No: respóndame él á mí. Deténgase, y diga quién es...

      Bernardo.—Viva el rey.

      Francisco.—¿Es Bernardo?

      Bernardo.—El mismo.

      Francisco.—Tú eres el más puntual en venir á la hora.

      Bernardo.—Las doce han dado ya; bien puedes ir á recogerte.

      Francisco.—Te doy mil gracias por la mudanza. Hace un frío que penetra, y yo estoy delicado del pecho.

      Bernardo.—¿Has hecho tu guardia tranquilamente?

      Francisco.—Ni un ratón se ha movido.

      Bernardo.—Muy bien. Buenas noches. Si encuentras á Horacio y Marcelo, mis compañeros de guardia, diles que vengan presto.

      Francisco.—Me parece que los oigo... Alto ahí. ¡Eh! ¿Quién va?

       HORACIO, MARCELO y dichos

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      Horacio.—Amigos de este país.

      Marcelo.—Y fieles vasallos del rey de Dinamarca.

      Francisco.—Buenas noches.

      Marcelo.—¡Oh honrado soldado! Pásalo bien. ¿Quién te relevó de la centinela?

      Francisco.—Bernardo, que queda en mi lugar. Buenas noches.

      (Vase Francisco. Marcelo y Horacio se acercan adonde está Bernardo haciendo centinela).

      Marcelo.—¡Hola, Bernardo!

      Bernardo.—¿Quién está ahí? ¿Es Horacio?

      Horacio.—Un pedazo de él.

      Bernardo.—Bien venido, Horacio; Marcelo, bien venido.

      Marcelo.—Y qué, ¿se ha vuelto á aparecer aquella cosa esta noche?

      Bernardo.—Yo nada he visto.

      Marcelo.—Horacio dice que es aprensión nuestra, y nada quiere creer de cuanto le he dicho acerca de ese espantoso fantasma que hemos visto ya en dos ocasiones. Por eso le he rogado que se venga á la guardia con nosotros, para que si esta noche vuelve el aparecido, pueda dar crédito á nuestros ojos, y le hable si quiere.

      Horacio.—¡Qué! No, no vendrá.

      Bernardo.—Sentémonos un rato, y deja que asaltemos de nuevo tus oídos con el suceso que tanto repugnan oir, y que en dos noches seguidas hemos ya presenciado nosotros.

      Horacio.—Muy bien: sentémonos, y oigamos lo que Bernardo nos cuente. (Siéntanse los tres).

      Bernardo.—La noche pasada, cuando esa misma estrella que está al occidente del polo había hecho ya su carrera para iluminar aquel espacio del cielo donde ahora resplandece, Marcelo y yo, á tiempo que el reloj daba la una...

      Marcelo.—Chit. Calla; mírale por dónde viene otra vez.

      (Se aparece á un extremo del teatro la sombra del rey Hamlet armado de todas armas, con un manto real, yelmo en la cabeza, y la visera alzada. Los soldados y Horacio se levantan despavoridos).

      Bernardo.—Con la misma figura que tenía el difunto rey.

      Marcelo.—Horacio, tú que eres hombre de estudios, háblale.

      Bernardo.—¿No se parece todo al rey? Mírale, Horacio.

      Horacio.—Muy parecido es... Su vista me conturba con miedo y asombro.

      Bernardo.—Querrá que le hablen.

      Marcelo.—Háblale, Horacio.

      Horacio (se encamina hacia donde está la sombra).—¿Quién eres tú, que así usurpas este tiempo á la noche, y esa presencia noble y guerrera que tuvo un día la majestad del soberano dinamarqués que yace en el sepulcro? Habla: por el cielo te lo pido.

      (Vase la sombra á paso lento).

      Marcelo.—Parece que está irritado.

      Bernardo.—¿Ves? Se va como despreciándonos.

      Horacio.—Deténte, habla. Yo te lo mando, habla.

      Marcelo.—Ya se fué. No quiere responderos.

      Bernardo.—¿Qué tal, Horacio? Tú tiemblas, y has perdido el color. ¿No es esto algo más que aprensión? ¿Qué te parece?

      Horacio.—Por Dios, que nunca lo hubiera creído sin la sensible y cierta demostración de mis propios ojos.

      Marcelo.—¿No es enteramente parecido al rey?

      Horacio.—Como tú á ti mismo. Y tal era el arnés de que iba ceñido cuando peleó con el ambicioso rey de Noruega; y así le ví arrugar ceñudo la frente cuando en una alteración colérica hizo caer al de Polonia sobre el hielo, de un solo golpe... ¡Extraña aparición es ésta!

      Marcelo.—Pues de esa manera, y á esta misma hora de la noche, se ha paseado dos veces con ademán guerrero delante de nuestra guardia.

      Horacio.—Yo no comprendo el fin particular con que esto sucede; pero en mi ruda manera de pensar, pronostica alguna extraordinaria mudanza á nuestra nación.

      Marcelo.—Ahora bien, sentémonos (siéntanse); y decidme, cualquiera de vosotros que lo sepa, ¿por qué fatigan todas las noches á los vasallos con estas guardias tan penosas y vigilantes? ¿Para qué es esta fundición de cañones de bronce, y este acopio extranjero de máquinas de guerra? ¿A qué fin esa multitud de carpinteros de marina, precisados á un afán molesto, que no distingue el domingo de lo restante de la semana? ¿Qué causas puede haber para que sudando el trabajador apresurado junte las noches á los días? ¿Quién de vosotros podrá decírmelo?

      Horacio.—Yo te lo diré, ó á lo menos los rumores que sobre esto corren. Nuestro último rey (cuya imagen acaba de aparecérsenos) fué provocado a combate, como ya sabéis, por Fortimbrás de Noruega, estimulado éste de la más orgullosa emulación. En aquel desafío, nuestro valeroso Hamlet (que tal renombre alcanzó en la parte del mundo que nos es conocida) mató á Fortimbrás, el cual por un contrato sellado y ratificado según el fuero de las armas, cedía al vencedor (dado caso que muriese en la pelea) todos aquellos países que estaban bajo su dominio. Nuestro rey se obligó también á cederle una porción equivalente,


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