Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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de tal joya, pues su amor propio iba siempre por delante de todo, y teníase por merecedor de cuantos bienes disfrutaba o pudiera disfrutar en este bajo mundo. Vicioso y discreto, sibarita y hombre de talento, aspirando a la erudición de todos los goces y con bastante buen gusto para espiritualizar las cosas materiales, no podía contentarse con gustar la belleza comprada o conquistada, la gracia, el donaire, la extravagancia; quería gustar también la virtud, no precisamente vencida, que deja de serlo, sino la pura, que en su pureza misma tenía para él su picante.

       Índice

      Por lo dicho se habrá comprendido que el Delfín era un hombre enteramente desocupado. Cuando se casó, hízole proposiciones don Baldomero para que tomase algunos miles y negociara con ellos, ya jugando a la Bolsa, ya en otra especulación cualquiera. Aceptó el joven, mas no le satisfizo el ensayo, y renunció en absoluto a meterse en negocios que traen muchas incertidumbres y desvelos. D. Baldomero no había podido sustraerse a esa preocupación tan española de que los padres trabajen para que los hijos descansen y gocen. Recreábase aquel buen señor en la ociosidad de su hijo como un artesano se recrea en su obra, y más la admira cuanto más doloridas y fatigadas se le quedan las manos con que la ha hecho.

      Conviene decir también que el joven aquel no era derrochador. Gastaba, sí, pero con pulso y medida, y sus placeres dejaban de serlo cuando empezaban a exigirle algo de disipación. En tales casos era cuando la virtud le mostraba su rostro apacible y seductor. Tenía cierto respeto ingénito al bolsillo, y si podía comprar una cosa con dos pesetas, no era él seguramente quien daba tres. En todas las ocasiones, el desprenderse de una cantidad fuerte le costaba siempre algún trabajo, al contrario de los dadivosos que cuando dan parece que se les quita un peso de encima. Y como conocía tan bien el valor de la moneda, sabía emplearla en la adquisición de sus goces de una manera prudente y casi mercantil. Ninguno sabía como él sacar el jugo a un billete de cinco duros o de veinte. De la cantidad con que cualquier manirroto se proporciona un placer, Juanito Santa Cruz sacaba siempre dos.

      A fuer de hábil financiero, sabía pasar por generoso cuando el caso lo exigía. Jamás hizo locuras, y si alguna vez sus apetitos le llevaron a ciertas pendientes, supo agarrarse a tiempo para evitar un resbalón. Una de las más puras satisfacciones de los señores de Santa Cruz era saber a ciencia cierta que su hijo no tenía trampas, como la mayoría de los hijos de familia en estos depravados tiempos.

      Algo le habría gustado a D. Baldomero que el Delfín diera a conocer sus eximios talentos en la política. ¡Oh!, si él se lanzara, seguramente descollaría. Pero Barbarita le desanimaba. «¡La política, la política! ¿Pues no estamos viendo lo que es? Una comedia. Todo se vuelve habladurías y no hacer nada de provecho...». Lo que hacía cavilar algo a D. Baldomero II era que su hijo no tuviese la firmeza de ideas que él tenía, pues él pensaba el 73 lo mismo que había pensado el 45; es decir, que debe haber mucha libertad y mucho palo, que la libertad hace muy buenas migas con la religión, y que conviene perseguir y escarmentar a todos los que van a la política a hacer chanchullos.

      Porque Juan era la inconsecuencia misma. En los tiempos de Prim, manifestose entusiasta por la candidatura del duque de Montpensier. «Es el hombre que conviene, desengañaos, un hombre que lleva al dedillo las cuentas de su casa, un modelo de padre de familia». Vino D. Amadeo, y el Delfín se hizo tan republicano que daba miedo oírle. «La Monarquía es imposible; hay que convencerse de ello. Dicen que el país no está preparado para la República; pues que lo preparen. Es como si se pretendiera que un hombre supiera nadar sin decidirse a entrar en el agua. No hay más remedio que pasar algún mal trago... La desgracia enseña... y si no, vean esa Francia, esa prosperidad, esa inteligencia, ese patriotismo... esa manera de pagar los cinco mil millones...». Pues señor, vino el 11 de Febrero y al principio le pareció a Juan que todo iba a qué quieres boca. «Es admirable. La Europa está atónita. Digan lo que quieran, el pueblo español tiene un gran sentido». Pero a los dos meses, las ideas pesimistas habían ganado ya por completo su ánimo. «Esto es una pillería, esto es una vergüenza. Cada país tiene el Gobierno que merece, y aquí no puede gobernar más que un hombre que esté siempre con una estaca en la mano». Por gradaciones lentas, Juanito llegó a defender con calor la idea alfonsina. «Por Dios, hijo—decía D. Baldomero con inocencia—, si eso no puede ser» y sacaba a relucir los jamases de Prim. Poníase Barbarita de parte del desterrado príncipe, y como el sentimiento tiene tanta parte en la suerte de los pueblos, todas las mujeres apoyaban al príncipe y le defendían con argumentos sacados del corazón. Jacinta dejaba muy atrás a las más entusiastas por D. Alfonso. «¡Es un niño!»... Y no daba más razón.

      Teníase a sí mismo el heredero de Santa Cruz por una gran persona. Estaba satisfecho, cual si se hubiera creado y visto que era bueno. «Porque yo—decía esforzándose en aliar la verdad con la modestia—, no soy de lo peorcito de la humanidad. Reconozco que hay seres superiores a mí, por ejemplo, mi mujer; pero ¡cuántos hay inferiores, cuántos!». Sus atractivos físicos eran realmente grandes, y él mismo lo declaraba en sus soliloquios íntimos: «¡Qué guapo soy! Bien dice mi mujer que no hay otro más salado. La pobrecilla me quiere con delirio... y yo a ella lo mismo, como es justo. Tengo la gran figura, visto bien, y en modales y en trato me parece... que somos algo». En la casa no había más opinión que la suya; era el oráculo de la familia y les cautivaba a todos no sólo por lo mucho que le querían y mimaban, sino por el sortilegio de su imaginación, por aquella bendita labia suya y su manera de insinuarse. La más subyugada era Jacinta, quien no se hubiera atrevido a sostener delante de la familia que lo blanco es blanco, si su querido esposo sostenía que es negro. Amábale con verdadera pasión, no teniendo poca parte en este sentimiento la buena facha de él y sus relumbrones intelectuales. Respecto a las perfecciones morales que toda la familia declaraba en Juan, Jacinta tenía sus dudas. Vaya si las tenía. Pero viéndose sola en aquel terreno de la incertidumbre, llenábase de tristeza y decía: «¿Me estaré quejando de vicio? ¿Seré yo, como aseguran, la más feliz de las mujeres, y no habré caído en ello?».

      Con estas consideraciones azotaba y mortificaba su inquietud para aplacarla como los penitentes vapulean la carne para reducirla a la obediencia del espíritu. Con lo que no se conformaba era con no tener chiquillos, «porque todo se puede ir conllevando —decía—, menos eso. Si yo tuviera un niño, me entretendría mucho con él, y no pensaría en ciertas cosas». De tanto cavilar en esto, su mente padecía alucinaciones y desvaríos. Algunas noches, en el primer periodo del sueño, sentía sobre su seno un contacto caliente y una boca que la chupaba. Los lengüetazos la despertaban sobresaltada, y con la tristísima impresión de que todo aquello era mentira, lanzaba un ¡ay!, y su marido le decía desde la otra cama: «¿Qué es eso, nenita?... ¿pesadilla?».—«Sí, hijo, un sueño muy malo». Pero no quería decir la verdad por temor de que Juan lo tomara a risa.

      Los pasillos de su gran casa le parecían lúgubres, sólo porque no sonaba en ellos el estrépito de las pataditas infantiles. Las habitaciones inservibles destinadas a la chiquillería, cuando la hubiera, infundíanle tal tristeza, que los días en que se sentía muy tocada de la manía, no pasaba por ellas. Cuando por las noches veía entrar de la calle a D. Baldomero, tan bondadoso y jovial, siempre con su cara de Pascua, vestido de finísimo paño negro y tan limpio y sonrosado, no podía menos de pensar en los nietos que aquel señor debía tener para que hubiera lógica en el mundo, y decía para sí: «¡Qué abuelito se están perdiendo!».

      Una noche fue al teatro Real de muy mala gana. Había estado todo el día y la noche anterior en casa de Candelaria que tenía enferma a la niña pequeña. Mal humorada y soñolienta, deseaba que la ópera se acabase pronto; pero desgraciadamente la obra, como de Wagner, era muy larga, música excelente según Juan y todas las personas de gusto, pero que a ella no le hacía maldita gracia. No lo entendía, vamos. Para ella no había más música que la italiana, mientras más clarita y más de organillo mejor. Puso su muestrario en primera fila, y se colocó en la última silla de atrás. Las tres pollas, Barbarita II, Isabel y Andrea, estaban muy gozosas, sintiéndose flechadas por mozalbetes del paraíso y de palcos por asiento. También de butacas venía algún anteojazo


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