Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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José respondió tácitamente, con la expresión de una incredulidad profunda. Cada vez parecía más extraño su mirar y más acentuado el temblor del párpado y la mejilla.

      —Perdóneme usted, señora... Como la cabeza se me va, no puedo hacerme cargo de nada. Usted ha dicho que si me comería yo una...

      —Una chuletita. —Mi cabeza no puede apreciar bien... Padezco de olvidos de nombres y cosas. ¿A qué llama usted una chuleta?—añadió llevándose la mano a las erizadas crines, por donde se le escapaba la memoria y le entraba la electricidad—. ¿Por ventura, lo que usted llama... no sé cómo, es un pedazo de carne con un rabito que es de hueso?

      —Justo. Llamaré para que se la traigan.

      —No se moleste, señora. Yo llamaré.

      —Que le traigan dos—dijo el señorito gozando con la idea de ver comer a un hambriento.

      Jacinta salió, y mientras estuvo fuera Ido hablaba de su mala suerte.

      «En este país, Sr. D. Juanito, no se protege a las letras. Yo que he sido profesor de primera enseñanza, yo que he escrito obras de amena literatura tengo que dedicarme a correr publicaciones para llevar un pedazo de pan a mis hijos... Todos me lo dicen: si yo hubiera nacido en Francia, ya tendría hotel...».

      —Eso es indudable. ¿No ve usted que aquí no hay quien lea, y los pocos que leen no tienen dinero?...

      —Naturalmente—decía Ido a cada instante, echando ansiosas miradas en redondo por ver si aparecía la chuleta.

      Jacinta entró con un plato en la mano. Tras ella vino Blas con el mismo velador en que había almorzado el señorito, un cubierto, servilleta, panecillo, copa y botella de vino. Miró estas cosas Ido con estupor famélico, no bien disimulado por la cortesía, y le entró una risa nerviosa, señal de hallarse próximo a la plenitud de aquel estado que llamaba eléctrico. La Delfina se volvió a sentar junto a su marido y miraba entre espantada y compasiva al desgraciado D. José. Este dejó en el suelo las carteras y el claque, que no se cerraba nunca, y cayó sobre las chuletas como un tigre... Entre los mascullones salían de su boca palabras y frases desordenadas: «Agradecidísimo... Francamente, habría sido falta de educación desairar... No es que tenga apetito, naturalmente... He almorzado fuerte... ¿pero cómo desairar? Agradecidísimo...».

      —Observo una cosa, querido D. José—dijo Santa Cruz.

      —¿Qué? —Que no masca usted lo que come. —¡Oh!, ¿le interesa a usted que masque?

      —No, a mí no. —Es que no tengo muelas... Como como los pavos. Naturalmente... así me sienta mejor.

      —¿Y no bebe usted? —Media copita nada más... El vino no me hace provecho; pero muy agradecido, muy agradecido...—y a medida que iba comiendo, le bailaban más el párpado y el músculo, que parecían ya completamente declarados en huelga. Notábase en sus brazos y cuerpo estremecimientos muy bruscos, como si le estuvieran haciendo cosquillas.

      «Aquí donde le ves—dijo Santa Cruz—, se tiene una de las mujeres más guapas de Madrid».

      Hizo un signo a Jacinta que quería decir: «Espérate, que ahora viene lo bueno».

      —¿Es de veras? —Sí. No se la merece. Ya ves que él es feo adrede.

      —Mi mujer... Nicanora... —murmuró Ido sordamente, ya en el último bocado—, la Venus de Médicis... carnes de raso...

      —¡Tengo unas ganas de conocer a esa célebre hermosura...!—afirmó Juan.

      Don José no había dejado nada en el plato más que el hueso. Después exhaló un hondísimo suspiro, y llevándose la mano al pecho, dejó escapar con bronca voz estas palabras:

      —La hermosura exterior nada más... sepulcro blanqueado... corazón lleno de víboras.

      Su mirada infundió tanto terror a Jacinta, que dijo por señas a su marido que le dejara salir. Pero el otro, queriendo divertirse un rato, hostigó la demencia de aquel pobre hombre para que saltara.

      «Venga acá, querido D. José. ¿Qué tiene usted que decir de su esposa, si es una santa?».

      —¡Una santa!, ¡una santa! —repitió Ido, con la barba pegada al pecho y echando al Delfín una mirada que en otra cara habría sido feroz—. Muy bien, señor mío. ¿Y usted en qué se funda para asegurarlo sin pruebas?

      —La voz pública lo dice. —Pues la voz pública se engaña—gritó Ido alargando el cuello y accionando con energía—. La voz pública no sabe lo que se pesca.

      —Pero cálmese usted, pobre hombre—se atrevió a expresar Jacinta—. A nosotros no nos importa que su mujer de usted sea lo que quiera.

      —¡Que no les importa!... —replicó Ido con entonación trágica de actor de la legua—. Ya sé que estas cosas a nadie le importan más que a mí, al esposo ultrajado, al hombre que sabe poner su honor por encima de todas las cosas.

      —Es claro que a él le importa principalmente—dijo Santa Cruz hostigándole más—. Y que tiene el genio blando este señor Ido.

      —Y para que usted, señora —añadió el desgraciado mirando a Jacinta de un modo que la hizo estremecer—, pueda apreciar la justa indignación de un hombre de honor, sepa que mi esposa es... ¡adúuultera!

      Dijo esta palabra con un alarido espantoso, levantándose del asiento y extendiendo ambos brazos como suelen hacer los bajos de ópera cuando echan una maldición. Jacinta se llevó las manos a la cabeza. Ya no podía resistir más aquel desagradable espectáculo. Llamó al criado para que acompañara al desventurado corredor de obras literarias. Pero Juan, queriendo divertirse más, procuraba calmarle.

      «Siéntese, Sr. D. José, y no se excite tanto. Hay que llevar estas cosas con paciencia».

      —¡Con paciencia, con paciencia! —exclamó Ido, que en su estado eléctrico repetía siempre la última frase que se le decía, como si la mascase, a pesar de no tener muelas.

      —Sí, hombre; estos tragos no hay más remedio que irlos pasando. Amargan un poco; pero al fin el hombre, como dijo el otro, se va jaciendo.

      —¡Se va jaciendo! ¿Y el honor, señor de Santa Cruz?...

      Y otra vez hincaba la barba en el pecho, mirando con los ojos medio escondidos en el casco, y cerrándolos de súbito, como los toros que bajan el testuz para acometer. Las carúnculas del cuello se le inyectaban de tal modo, que casi eclipsaban el rojo de la corbata. Parecía un pavo cuando la excitación de la pelea con otro pavo le convierte en animal feroz.

      —El honor—expresó Juan—. ¡Bah!, el honor es un sentimiento convencional...

      Ido se acercó paso a paso a Santa Cruz y le tocó en el hombro muy suavemente, clavándole sus ojos de pavo espantado. Después de una larga pausa, durante la cual Jacinta se pegó a su marido como para defenderle de una agresión, el infeliz dijo esto, empezando muy bajito como si secreteara, y elevando gradualmente la voz hasta terminar de una manera estentórea: «Y si usted descubre que su mujer, la Venus de Médicis, la de las carnes de raso, la del cuello de cisne, la de los ojos cual estrellas... si usted descubre que esa divinidad, a quien usted ama con frenesí, esa dama que fue tan pura; si usted descubre, repito, que falta a sus deberes y acude a misteriosas citas con un duque, con un grande de España, sí señor, con el mismísimo duque de Tal».

      —Hombre, eso es muy grave, pero muy grave—afirmó Juan, poniéndose más serio que un juez—. ¿Está usted seguro de lo que dice?

      —¡Que si estoy seguro!... Lo he visto, lo he visto.

      Pronunció esto con oprimido acento, como quien va a romper en llanto.

      —Y usted, Sr. D. José de mi alma—dijo Santa Cruz fingiéndose, no ya serio sino consternado—, ¿qué hace que no pide una satisfacción al duque?


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