La mitad de mi vida. Augusto Granados

La mitad de mi vida - Augusto Granados


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que estar.

      —El cantón de Granada ha declarado la guerra al cantón de Jaén y el caudillo del cantón de Cartagena, Toñete, intentó conquistar el cantón de Alicante, el de Motril, y cuando avanzaba sobre Madrid, fue detenido en Chinchilla —añadió con su habitual sorna Montero Ríos—. Esto es cierto, ¿eh, señores?

      De la guerra de Cuba:

      —Perdida, sin duda desde que se empezó, hace ya siete años. Nuestro país asfixia con impuestos a esa pobre gente, y todo para desarrollar la colonia de Fernando Poo —aseguró el conde de Mós, siempre el más enterado en asuntos de política internacional.

      Y de la información que el señor Echeverría aportara a sus amigos, sobre la evolución de la tercera guerra carlista, allá por Navarra:

      —Cánovas del Castillo ha ofrecido a don Carlos María Isidro que Alfonso XII se case con su hija Elvira. Sé de buena tinta que don Carlos ha echado sapos y culebras. Está perdido. Lo que más me duele es que mi tierra, toda la merindad de Estella, es la que más sufre todos estos desvaríos de megalómanos sin redención —y don Nicolás Echeverría decidió que era hora de recogerse.

      Sin éxito intentaron que, antes de irse, les contara algún chisme del General Serrano, actual presidente del gobierno y al que conocía bien porque estuvo al mando de Espoz y Mina. Y todos sabían, aunque nadie a ciencia cierta, porque a nadie se lo mencionó nunca, que Echeverría y Espoz y Mina habían sido íntimos colaboradores. En esto también, Echeverría era una tumba.

      Pidió un coche, un simón, y le dio su dirección en la calle Jacometrezo.

      Durante el corto recorrido rememoró cómo su querida Navarra, y por ende España, llevaba cien años en guerra: la de la Convención, la de la Independencia, la primera guerra carlista, la de los cien mil hijos de S. Luis, la segunda y la tercera guerras carlistas. Y todo esto sin contar con las disputas internas que tanto odio, muerte y desolación creaban.

      Se sintió afortunado al pensar que, en sus mil y una andanzas, y pese a no haber tenido una infancia y juventud al uso, no tenía motivo de queja porque no conocía que hubieran existido otras alternativas. En su ya larga vida había terminado disfrutando de gran éxito personal y, con una familia, inicio de una estirpe, a la que adoraba, aunque no le gustara exagerar sus gestos de cariño. Él era serio, reservado, discreto y, sobre todo, muy reflexivo.

      Adormilado en su chiscón, el portero oyó que se acercaba el birlocho que traía a su patrón. Se abrochó el gabán y cogiendo su sombrero de galera salió a recibirle.

      —Buenas noches, Sr. Echeverría —dijo, mientras abría la portezuela.

      —Buenas noches, Narciso. ¿Ha vuelto la señora?

      —No señor. Tengo entendido que llegará mañana.

      —No sé qué encuentra tan atractivo en París. La ropa, la moda…, supongo —dijo con cierto desdén, mientras bajaba del simón y pagaba al chófer.

      —Su madre, señor, su madre —le reconvino el buen portero.

      Entraron en el zaguán, fresco y limpio por la ligera lluvia que había caído esa tarde. Las flores y plantas, que recientemente les habían llegado de Valparaíso, empezaban a vestirse con la alegría y el color de la primavera.

      —Están muy bonitas, Narciso —exclamó con aire satisfecho.

      —Gracias, señor, se lo diré a Jacinta.

      La casa de Jacometrezo, con zaguán y tres pisos altos, había sido reformada hacía veinticinco años por su gran amigo y paisano, de Arróniz, y de su misma edad y pensamiento liberal, el arquitecto Juan Pedro Ayegui y Torralba. Para dicha del Sr. Echeverría, siempre orgulloso de sus amigos, llegó a ser arquitecto mayor de los reales sitios y durante algún tiempo, arquitecto real de Madrid.

      —Señor, permítame que le ayude a subir las escaleras —se ofreció solícito Narciso.

      —Gracias, desde que me dio el achaque no termino de mover bien esta pierna.

      «…Ni esta mano, ni este brazo, ni este ojo medio cerrado…», pensó el fiel portero librándose mucho de decirlo en voz alta.

      —¿Están mis hijos en casa?

      —La señorita Adela, sí. Cuidando a sus hijas. Esta tarde vino a verlas el Dr. Larrazábal y dice que es un simple constipado, y que les den leche con limón, miel y canela.

      —¿Y los demás?

      —El marido de la señorita, el señor Garnica se fue hace una semana al Valle de Cabuérniga por asuntos de Las Cortes, tengo entendido. A sus hijos, los señoritos Manuel y Augusto, vino a buscarles una tartana con más jóvenes, y me dijeron que no les esperara. La señorita Rita y el Sr. Gómez Acebo se fueron a Málaga…, o Sevilla… o Cádiz… hace unos días.

      «…o Tomelloso, o Plasencia, o Las Filipinas…», rio para sus adentros el señor.

      Además de cumplir a la perfección con sus funciones de portero, administrando la casa y llevando con disciplina y humanidad a las cocineras, criadas, doncellas, cochero y mozo, Narciso era conciso, claro, honrado, fiel y discreto. Don Nicolás Echeverría sabía que podía estar tranquilo y descansado en él.

      Narciso era viudo, su mujer había muerto «de felicidad» —según él mismo— al mes de casarse, y no tenía hijos. De El Busto, un pueblecito al lado del suyo, se ofreció al Sr. Echeverría «para lo que aiga falta», cuando este recorría a caballo la Navarra media buscando tierras para comprar, hacía ya treinta años. Pasado el tiempo, y por alguna frase suelta, «¿qué sabe usted de Mina, “el Mozo” quiero decir?», «¿volvió a saber algo de la Bea?», «¿ya nadie le llama el Chiqui?», don Nicolás entendió que Narciso no le era del todo ajeno. Pero como nunca le dio pábulo a seguir indagando, Narciso entendió que, por ahí, no.

      En el entresuelo vivían Adela con su marido y las niñas. El principal estaba reservado para los señores, don Nicolás y doña Emilia, quedando el tercer piso para Manuel y Augusto. Cuando le dio el achaque, pensó que tendrían que cambiar su residencia del principal al entresuelo, pero había creído oír, a él nunca le contaban nada de asuntos de orden doméstico, que Adela y su marido estaban pensando en irse un poco más lejos del centro, probablemente a uno de esos barrios que estaba haciendo el Marqués de Salamanca.

      —Me quedo un rato aquí, Narciso. Quiero ver a mi hija y las niñas. Váyase a descansar, si le necesito tocaré la campanilla.

      —Como ordene el señor. Buenas noches.

      Tocó la aldaba y le abrió una criada.

      —Buenas noches, señor —saludó Fernandita, una pobre huérfana de Lavapiés, que llegó a la casa hacía 8 años, recomendada por la Marquesa de Vallemediano. Enjuta de carnes, era todo pellejo y huesos, con la piel amarillenta y pequeñaja de estatura, con sus doce añitos y sus pelos llenos de piojos, pulgas y hasta alguna larva le sacaron. El primer año en la casa sólo se la oía toser, pero llena de actividad, alegría y ganas de hacer las cosas bien, aprendió rápido y se ganó la confianza de todos. De su padre nunca supo, y su madre había estado muerta en su cama tres días hasta que, a una vecina le pareció que olía más fuerte de lo normal, y dio aviso—. Pase al velador, la señorita está leyendo un cuento a las niñas.

      Cuando entró y cerró la puerta, se dio la vuelta y echando un ojo por la mirilla de cobre comprobó cómo Narciso se había sentado en un banquito del descansillo. «Diablo de hombre, no se va a acostar hasta que no me vea a mí acostado», se dijo satisfecho y orgulloso de su empleado.

      —Señorita, su señor padre —anunció la criada.

      —¡Padre!, ¡qué alegría! Pensaba que hasta mañana no le veríamos.

      —¡¡Abuelo, abuelo!! ¿Qué nos has traído?

      —¿Desean tomar algo los señores? —pregunto solícita Jacinta.

      —No, gracias. Te puedes retirar Fernandita, pero antes


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