La mitad de mi vida. Augusto Granados

La mitad de mi vida - Augusto Granados


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—alborotaron las niñas.

      —Pero que Fernandita os acueste, y vamos a vuestro dormitorio.

      Mientras la criada se ocupaba de las niñas, Adela entrelazó el brazo de su padre y apoyó su cabeza en su hombro. Estaba contenta de poder abrazarle y trasmitirle el enorme querer y gratitud que sentía por él. Sabía lo mucho que había tenido que luchar para llegar hasta donde había llegado y, aunque nadie, ni tan siquiera su madre sabía los detalles más duros y desapacibles de su vida, todos conocían que, desde que nació, el devenir de su existencia había sido más una odisea que el actual lecho de rosas del que, junto a ellos, disfrutaba ahora.

      Hacía unos meses había tenido un primer aviso de apoplejía. Por suerte le había ocurrido en casa, y el Dr. Larrazábal le atendió con prontitud y, como siempre, con gran diligencia. Y aunque le advirtió severamente para que dejara de ir de Navarra a Azuaga y de Azuaga a Navarra, como quien va de Sol a la Carrera de San Jerónimo, Nicolás Echeverría no estaba hecho para el sedentarismo.

      Era cierto que, desde entonces, a Adela y a sus hermanos les había parecido que su padre mostraba indicios de abrirse un poco, de contar cosas que nadie le había oído contar jamás.

      Así, se quedaron de una pieza aquella vez que todos, incluida su madre, le oyeron decir que durante casi treinta años él no había sido Nicolás Echeverría, sino Ramón Iriarte. Lo dijo sin venir a cuento, quedándose como pasmado, con la mirada perdida en algún punto inconcreto, mientras hablaban de la matanza de guarros en las fincas de Azuaga. Y después siguió hablando del buen año de bellotas y algarrobas.

      Esa noche no durmieron. Se quedaron los cuatro hermanos especulando sobre qué había querido decir, y si aquello podía tener algo de verosimilitud, o era fruto de las secuelas de la apoplejía.

      Con temor reverencial, ya que «de la vida de padre no se habla más que lo que él quiera decir; el resto es una falta de respeto muy grande», al día siguiente fueron a interrogar a su madre, todo dulzura, transparencia y honestidad. Esta les dijo que ella no sabía nada, con ese mohín que sabía poner para trasmitir un «ya os enterareis a su debido tiempo» mientras guiñaba un ojo. Constataron entonces que ahí había algo.

      —Vamos padre, venga a despedirse de las niñas, y váyase a descansar —le dijo Adela.

      —Ve yendo tú, que voy a coger del maletín unos chocolates que les he traído de Estella.

      Adela entró en la habitación de las niñas que, debido a que les había desaparecido la fiebre y pese a su corta edad, se encontraban muy excitadas sabiendo que el abuelo iba a verlas.

      —Mercedes, Adela, el abuelo está cansado del viaje, así que sed buenas y no le canséis más. ¿Me lo prometéis?

      —Te lo prometemos, mamá —gritaron al unísono.

      Entró el abuelo con los paquetes del exquisito chocolate que se hacía en Estella y su comarca.

      —Merceditas, Chiqui —como llamaban en la familia al más pequeño en ese momento—, os he traído esto —dijo el abuelo mostrando los dulces en sus cajas.

      —¡Eh, eh! Esperad —dijo Adela—. Hasta mañana no se puede comer, que si no os dolerá la tripa.

      —Vaaaale —dijeron las niñas—, pero a cambio el abuelo nos tiene que contar algo de su pueblo.

      —¿De mi pueblo? De todo eso hace ya muchos años y se me ha olvidado casi todo…

      —No importa, abuelo —dijeron las nietas, confirmando la proverbial tozudez de los pequeños—. ¿Por qué no nos cuentas algo de cuando ibas a la escuela?

      Echeverría se quedó primero pensativo, luego evocador. Sus ojos, se perdieron en algún lugar muy lejano, se enrojecieron y afluyó a ellos una fina capa acuosa. No de tristeza o melancolía, ni de rabia o rencor, sino más pareció que era debido al enorme esfuerzo por el recuerdo de algo que, a base de no pensar en ello, de intentar olvidar, tenía oculto en lo más profundo de su memoria.

      Mientras las niñas, calladas y expectantes, mostraban una felicidad y expectación inusuales, Adela se quedó atónita. Nunca había visto en su padre esa expresión de melancolía y remembranza. Esa mirada ausente.

      —Mi escuela fue mi infancia, y mi maestra fue mi abuela Josefha Echandi…

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