La muchacha del ajenjo. Cecilia Domínguez Luis

La muchacha del ajenjo - Cecilia Domínguez Luis


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      © de la edición:

      Diego Pun Ediciones, 2016

      © del texto:

      Cecilia Domínguez Luis

      © de las ilustraciones:

      M. Florentina González Rodríguez

      1ª edición versión electrónica: Febrero 2019

      Diego Pun Ediciones

      Factoría de Cuentos S. L.

      Santa Cruz de Tenerife

      www.factoriadecuentos.com

      [email protected]

      Dirección y coordinación:

      Ernesto Rodríguez Abad

      Cayetano J. Cordovés Dorta

      Consejo asesor:

      Benigno León Felipe

      Elvira Novell Iglesias

      Humberto Hernández Hernández

      Diseño y maquetación: Iván Marrero · Distinto Creatividad

      Conversión a libro electrónico: Eduardo Cobo

      Impreso en España

      ISBN formato papel: 978-84-944378-5-4

      ISBN formato ePub: 978-84-949994-6-8

      Depósito legal: TF 438-2016

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

       (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

      Que tal vez el hombre de este tiempo…

      es el hombre movible de la luz,

      del éxodo y del viento

      León Felipe

      A TODOS LOS EMIGRANTES

      ÍNDICE

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       XVI

       XVII

      I

      La despedida empezó con una inclinación de la isla hacia la izquierda. Los macizos que se alzaban a un lado de la ciudad y el puerto parecían recortarse sobre un lecho situado en un punto indefinido entre las nubes y el mar, y la playa era solo una línea dorada y oblicua junto a un océano inmóvil, sin olas. Hasta hacía solo unos días no se me había pasado por la cabeza que pudiera vivir en otro sitio que no fuera la isla y ahora…

      Apenas tuve tiempo para una última mirada. Y de pronto el mar, solo el mar, insólitamente quieto y blanquecino con la incipiente claridad de un amanecer que a mí se me antojaba desolador.

      El ruido de los motores pareció amortiguarse, o tal vez ya me había acostumbrado, a pesar de que hacía solo unos minutos que habíamos despegado. Yo había cerrado los ojos y me había agarrado con fuerza a los brazos de mi asiento. Sentí un cosquilleo en el estómago cuando empezó a elevarse, lo que, por unos instantes, me hizo olvidar lo que dejaba atrás. Luego, aquella última mirada a una isla que se inclinaba en el adiós.

      Era un viaje en una de esas compañías de bajo coste. Ya en el aeropuerto, en la enorme cola de facturación, podíamos distinguir quién lo hacía por turismo y quién, como nosotros, por lo que mi madre llamaba «motivos de fuerza mayor», y yo empecé ya a sentirme una extraña.

      Después de aquella primera sensación de desaliento, sentí un gran cansancio, como si todo aquel ajetreo de la facturación del equipaje, el paso por los controles donde nos habíamos tenido que quitar hasta los zapatos, la subida por las estrechas escalerillas del avión y el entrar en la cabina de los pasajeros donde los asientos estaban tan pegados que apenas podíamos estirar las piernas me hubiese dejado totalmente exhausta y con un solo deseo que por momentos sobrepasaba mi tristeza: el de llegar cuanto antes. Debí expresarlo en voz alta, porque mi hermano, que ya venía contrariado por ese viaje que lo apartaba de todo lo que hasta ese día había formado parte de un mundo del que creía no iba a separarse jamás, me contestó:

      –¡Estás flipando! ¡Si todavía nos queda un buen rato para despegar…! Eso nos pasa por ser unos pringados y… Tenía que haberme escapado, desaparecer y ¡a ver qué hacían entonces…!

      Mi madre lo miró de tal manera que Carlos se cortó y ya no dijo nada más en todo el viaje. Claro que tampoco tuvo ocasión ya que, no sé por qué razón, y a pesar de que las filas eran de tres asientos, a mi hermano le tocó en la de atrás. Yo me puse en la ventanilla y al lado de mi madre se colocó una señora bastante mayor que nada más sentarse le dijo a mi madre que iba a ver a su hija y a sus nietos, que les tenía mucho miedo a los aviones y se pasaba todo el trayecto rezando.

      ¡Pues sí que estamos bien!, pensé, en el momento en el que la buena señora sacó de su bolso un rosario de cuentas negras, de los que hacía años que no veía –de hecho pensaba que ya habían desaparecido–, y empezó a desgranar las bolitas bisbiseando las avemarías.

      Miré a mi madre. Había cerrado los ojos, no sé si para evitar mirarme o para impedir que le invadiera la tristeza. Tal vez conjuraba el miedo a una realidad que se presentaría en toda su crudeza cuando los abriera. No quise mirar a mi hermano. Me lo imaginé serio, desalentado, intentando contener su rabia y su impotencia ante algo que ya no tenía remedio. Yo, a pesar de que apoyé a mi madre, lo comprendía, pero para nadie era fácil y pienso que él no tenía derecho a quejarse de esa forma.

      Pasaron unos minutos del despegue, volábamos sobre el mar y por fin mi madre abrió los ojos y me miró, haciendo un esfuerzo por sonreír. Yo aproveché la ocasión para preguntarle detalles sobre la marcha de mi padre, un tema que, desde su partida, apenas habíamos tocado.

      Era una historia como tantas otras. Los padres de Pablo, un amigo de mi padre,


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