La muchacha del ajenjo. Cecilia Domínguez Luis
Yo recordaba el calor y el azul de otro cielo que ahora me parecían más lejanos. Bajamos las escalerillas y caminamos unos metros hasta la terminal. Era un aeropuerto pequeño, con una cubierta plana y con unas potentes pantallas colgantes que iluminaban la zona donde se encontraban las cintas transportadoras de equipajes. Nos fijamos en los carteles donde se informaba del vuelo. Esperamos un buen rato hasta que la cinta empezó a girar y salieron las primeras maletas. Permanecíamos en un silencio que tenía mucho que ver con la inquietud de saber que estábamos entrando en un lugar desconocido, impersonal y extraño.
Mi madre sacó unos billetes que mi padre le había enviado.
–Ahora tendremos que coger un tren que nos llevará hasta la estación de París Norte. Allí ya nos esperan papá y Pierre. ¿Estás oyendo, Carlos?
Mi hermano contestó con un sí resignado, como si estuviera haciendo un gran sacrificio por nosotras… Yo ni siquiera intenté animarlo. Sabía que su contestación iba a ser que lo dejara en paz o algo por el estilo y eso no contribuiría precisamente a arreglar las cosas.
El tren parecía esperarnos, porque apenas tuvimos tiempo de colocar el equipaje en el vagón y buscar nuestros asientos. Por la megafonía se oyó el aviso de salida hacia la estación del Norte. Lo único que entendí –o quizá simplemente imaginé– fue «salida» y «estación del Norte», lo que no contribuyó precisamente a tranquilizarme. La tensión nos mantuvo en silencio, mirando por la ventanilla un paisaje que se desdibujaba con la velocidad; a veces parecían solo manchas verdes y ocres, con algunas casas que se acercaban o se alejaban obligándonos a girar la cabeza y seguirlas mirando hasta que un nuevo paisaje de árboles difusos, campos y bosques las sustituía, aunque por poco tiempo. De vez en cuando algunas chimeneas gigantescas nos hablaban de fábricas que nos advertían de la cercanía de la ciudad… No sé qué pensarían mi madre y mi hermano; yo intentaba no hacerlo y lo que conseguía era un batiburrillo de preguntas y temores que se entrecruzaban en mi cabeza hasta el punto de hacer que me mareara.
Afortunadamente era un viaje corto y, transcurrida algo más de media hora, el tren empezó a aminorar la marcha. Estábamos llegando. Mi madre trataba de ocultar su nerviosismo y jugueteaba con las asas de su bolso. Mi hermano, esta vez, no podía contenerse. Se levantaba, volvía a sentarse, revolvía en sus bolsillos, sacaba el móvil, se sonaba, y yo permanecía quieta, mirando por la ventanilla, lo que, lejos de conseguir que se creyeran que estaba tranquila, resaltó aún más mi nerviosismo, pero ninguno de los dos dijo nada.
La estación era una enorme nave cubierta por un tejado a dos aguas cuya parte central era translúcida. Las paredes eran arcos acristalados que se apoyaban en muros de hormigón pintados de blanco. En los andenes, grandes farolas con cuatro lámparas esféricas en cada una contribuían a dar más claridad al recinto, que en aquella hora de la tarde bullía de gente que iba y venía. Algunos estaban quietos, expectantes, buscando reconocer entre los pasajeros a la persona que esperaban.
Yo enseguida descubrí a mi padre. Había adelgazado pero tenía buen aspecto. Vestía unos vaqueros y una camisa a cuadros sobre la que se había puesto una chamarra de cuero que lo hacía parecer más joven. A su lado, un hombre algo más joven, alto y un poco grueso, en mangas de camisa, parecía preguntarle si ya nos veía. Era Pierre, no me cabía duda. Mi padre también nos descubrió y se acercó corriendo para ayudarnos a bajar los equipajes. Mi madre y yo nos abrazamos a él; mi hermano se quedó un poco rezagado, como esperando. ¡Qué, muchacho, ¿no vas a abrazar a tu padre?!, le dijo.
Carlos se acercó y se dieron un abrazo que yo llamo «de hombres»; de esos algo bruscos y de palmadas en la espalda.
–Este es mi amigo Pierre, que se ha empeñado en llevarnos a casa en su coche.
Pierre nos saludó sonriendo y luego cogió una de las maletas y pidió que lo siguiéramos. Al salir de la estación vimos su gran fachada de piedra, que contrastaba con la modernidad del interior. Un gran arco central acristalado tenía en su parte central un reloj circular bajo el que se alineaban seis de las veintitrés estatuas de la fachada, que, según nos explicó Pierre, representan a las ciudades que están unidas por esa red ferroviaria.
Mi hermano sacó el móvil e hizo una foto, lo que me extrañó por el estado de ánimo del que había dado muestras durante todo el viaje. No sé si lo hizo para complacer a mis padres o para demostrarle no sé qué a Pierre; de cualquier manera, me alegró porque pensé que lo peor había pasado y que Carlos volvía a ser el de siempre. Lo miré y me sonreí, pero él hizo como que no se enteraba.
Frente a la estación había un parking al aire libre y allí nos dirigimos. Un Renault rojo de cinco puertas nos esperaba. Pierre se adelantó a nuestros pensamientos, pues nos informó de que estábamos cerca, que tardaríamos entre quince y veinte minutos en llegar. ¡Menos mal!, pensé, ya estábamos bastante cansados como para emprender una ruta como la que llevábamos a las espaldas.
Cogimos por una carretera que nos llevaba casi en línea recta a nuestro destino. Atravesamos vías de ferrocarriles y algunas calles amplias, con edificios de poca altura entre los que se veían plazas y jardines. A medida que íbamos avanzando nos dábamos cuenta de que dejábamos atrás los grandes bulevares que se alineaban de forma casi perfecta. Las calles eran ahora diferentes, con edificios mucho más altos que se intercalaban con otros más antiguos que parecían esperar su demolición, aunque también había calles que yo llamaría más amables, anchas y con edificios no demasiado altos, incluso con un estilo que recordaba a los grandes bulevares. De vez en cuando un parque daba descanso a nuestra vista. La verdad es que tampoco podíamos mirar mucho. Nuestro padre no hacía más que preguntarnos por el viaje, por cómo nos sentíamos y, ante nuestras respuestas un tanto forzadas, intervino Pierre, que no paró de hablar del acierto de nuestra decisión, de que ya veríamos como todo iría mejor a partir de ahora, que haríamos nuevas amistades… En fin, todo lo que se dice para animar a unos jóvenes que no las tenían todas consigo.
Ya empezaba a marearme cuando Pierre exclamó:
–¡Bueno, pues ya estamos en la Plaine Saint Denis.
En ese momento entrábamos en una calle ancha. Al lado izquierdo, un muro que rodeaba un solar en obras estaba lleno de grafitis.
–Ya verán, hay muchos grafiteros por aquí, algunos muy buenos, otros no tanto, pero muchos son reivindicativos de cuando las cosas por aquí se pusieron feas…Ya saben.
Realmente no sabíamos casi nada. Solo que hacía unos años hubo revueltas de jóvenes y no tan jóvenes, sobre todo inmigrantes, que protestaban por sus malas condiciones de vida. Pero no sé si fue el cansancio. El caso es que nadie preguntó nada. Las calles se iban sucediendo y ya se notaba que estábamos en un lugar que nada tenía que ver con ese París de las películas.
–Bueno, pues ya hemos llegado –dijo mi padre al tiempo que el coche se paraba frente a un edificio alargado, de seis plantas, con varias entradas. Nosotros estábamos casi en el centro. No parecen demasiado cutres, pensé, intentando animarme un poco. No sé si me alegré o no, solo recuerdo un gran cansancio y cierta sensación de alivio porque ya se había acabado el viaje.
Salí del coche y ayudé con las maletas. Entramos en el portal que sobresalía del edificio; lo hice casi como una autómata. Apenas era consciente del lugar. No pensaba en nada: era una manera más de defenderme, aunque no sabía de qué.
II
Nuestra nueva casa estaba en la segunda planta de un edificio de bloques de seis pisos, que ocupaba una manzana, con un jardín trasero comunal. La planta baja estaba recubierta de ladrillos rojos y el acceso a los pisos se hacía a través de un vestíbulo al que daban una escalera y un ascensor. Las paredes del vestíbulo y las de la escalera estaban pintadas de amarillo, lo que les daba un aspecto algo más alegre. Eran pisos pequeños, de solo dos habitaciones. Una de ellas, la que estaba destinada a mi hermano y a mí, había sido dividida en dos por un tabique de chapa de madera pintada de blanco, al que se le había abierto una puerta interior, de tal manera que, para pasar a mi habitación,