La muchacha del ajenjo. Cecilia Domínguez Luis
empezase con sus bromas y que mis padres imaginasen cosas que realmente no habían ocurrido.
Me llamó la atención que Carlos solo hablara de lo buena que le había parecido la película, de sus efectos especiales, de cómo el malo iba de sobrado pero era un chulito que al final tenía que pagarla… Lo de siempre.
Mis padres lo miraban y yo me di cuenta de que se estaban enterando de poco o de casi nada, y yo me preguntaba qué habría pasado con Ruth, cuando él, tan amigo de una broma para fastidiarme, no mencionó que yo había venido a casa sola con Adel.
Lo miré interrogándole, pero él hizo como que no se enteraba y siguió hablando de la dichosa película.
Aquella noche estuve un buen rato asomada a la ventana, a pesar de que ya se notaba algo de frío. Trataba de poner en orden mi cabeza. No sabía qué pensar. Todo estaba yendo demasiado deprisa, o al menos eso me parecía. Sin embargo, no podía evitar una sensación de bienestar que desde hacía tiempo no experimentaba. Me sentía más segura y el hecho de que el lunes tuviese que empezar en el instituto ya no me causaba la zozobra de días anteriores, a pesar de que reconocía que estaba aún muy verde en lo del idioma.
Sabía que al día siguiente mi hermano saldría después del almuerzo para ir a jugar al fútbol. Esperé a que se marchara. Mis padres también se estaban preparando para ir a lo que ellos llamaban la «casa de los españoles» y yo aproveché para decirles que había quedado con Ruth y con Jamila para dar una vuelta.
Adel me esperaba en la esquina de la calle. Fuimos caminando hasta la estación y cogimos el tranvía. Fue como entrar en otro mundo, en ese que ya conocía a través de las películas, del que tanto me hablaron mis amigas con una mezcla de entusiasmo y envidia.
De la estación cogimos varios metros que nos llevaron hasta el Sena. Es curioso cómo nos imaginamos los ríos de niños, como una cinta azul y quieta, que dibuja curvas a manera de serpiente en los valles. Una ilusión que conservamos, a pesar de ver que no es ese su color, que a veces corren turbulentos y otras se hacen cenagosos. De todas formas, el Sena no me decepcionó, como tampoco el comprobar que el cielo de París no era tan rosa como el que aparece en la viejísima canción de Edith Piaf, «el ruiseñor de París», como decía mi madre –una de sus fans incondicionales– que la llamaban.
–Además, Julia, La vie en rose es de esas canciones que no tienen tiempo.
–Pues para mí sí que lo tiene, aunque imagino que cuando sea tan mayor como tú me parecerá diferente –bromeé mientras mi madre me amenazaba sonriendo.
Nos dirigimos a los muelles y empezamos a caminar despacio. Como me había anunciado Adel, desde le Pont de l’Archevêche era de donde mejor se veía la iglesia de Notre Dame. Aparecía majestuosa, con toda su belleza llena de misterio, recortada en un cielo que aquel día, a pesar de la estación, estaba limpio y parecía cercano.
–Hasta el año pasado esto estaba lleno de los llamado «candados del amor», pero de la noche a la mañana desaparecieron –me dijo–. Yo, a pesar de lo que digan, lo veo mejor así.
Bromeando, le eché en cara su falta de romanticismo.
–No creo que un candado sea, precisamente, un objeto romántico…
Nos detuvimos. Otras parejas atravesaban el estrecho puente, cogidos de la mano, o se detenían, como nosotros, a contemplar el Sena, los árboles y la hermosa catedral; y más de una, sin importarles los testigos, se besaban mientras un sol de ocaso anaranjaba las paredes de Notre Dame. Me acordé de la novela que me habían regalado mis amigas y mi imaginación voló hacia la terraza en la que, entre las gárgolas, como otro ahuyentador más de brujas y demonios, el jorobado Quasimodo vigilaba la invasión de turistas pecadores.
Seguimos caminando y llegamos al Pont Neuf. El Sena, de un color verdoso, parecía quieto, a la espera de un nuevo paquebote que lo agitase.
Miré a Adel y vi en sus ojos oscuros una mezcla de infelicidad y orgullo. Me dijo que una vez había amado a alguien pero que tuvo que dejarla porque se sabía un estorbo. Sus palabras me pusieron en guardia. Me dieron la impresión de que con ellas me estaba intentado decir lo que más adelante iba a confirmar.
Me cogió las manos y las suyas me parecieron cálidas y suaves, lo que nada tenía que ver con la realidad de un muchacho acostumbrado a cargar fardos y a trabajar, los fines de semana, arreglando jardines de otros.
Tal vez el amor pueda hacer ver las cosas de otra manera y nos haga desconocer a la persona a la que hemos dedicado gran parte de nuestro tiempo en descubrir.
–Se hace tarde –le dije–, quiero llegar antes que mi hermano. No me gustaría que…
–No te preocupes. Aquí mismo hay una boca de metro.
En el camino de regreso, me habló de su padre. Él había llegado a Francia, siendo niño, con sus padres, en los años setenta.
–Fue muy difícil la vida aquí. Mi padre tuvo la ventaja de que, al ser pequeño, pudo aprender mejor el idioma, ir a una escuela y conseguir un trabajo de mecánico en una industria. Aquí se casó y, bueno, somos tres hermanos. Yo soy el mayor.
No sé si temía que yo le preguntara sobre ese amor del que me había hablado. La verdad es que, a pesar de que me hubiera gustado saber algo más, no me atreví a preguntarle.
Me acompañó hasta la esquina de mi casa. Estaba anocheciendo.
–Bueno, ya nos veremos –me dijo, antes de besarme.
Fue un beso rápido, apenas un roce en los labios. La noche se fue haciendo densa y un frío ya plenamente otoñal azotó mi cara. Corrí hasta el portal. Cuando miré hacia atrás, Adel ya se había ido.
IV
Acostumbrada a mi antiguo instituto, al que se accedía atravesando un pequeño jardín, este estaba al final de una gran plaza casi cuadrada, flanqueado por árboles que, en aquella época, habían perdido gran parte de sus hojas, y las restantes, amarillas y ocres, parecían estar despidiéndose de nosotros. Solo un gran árbol, plantado frente a la entrada, desafiaba los rigores de la estación. Era –me enteraría más adelante– un pino de Calabria, cuya altura sobrepasaba ya la segunda planta del instituto, un edificio en forma de U, cuya fachada sobresalía un cuerpo y estaba coronada por una armazón de hierro que sostenía una claraboya. Pasada la entrada, un gran vestíbulo de grandes ventanales –aunque a pesar de ello tenía las luces encendidas–, donde se encontraban las oficinas de administración, algunas salas para reuniones, la biblioteca, las aulas de audiovisuales, de tecnología y la de artes aplicadas, un salón de actos y las escaleras y rampas que daban acceso a la primera y a la segunda planta, donde se encontraban las clases. En la parte trasera, un enorme patio en cuyo fondo se alzaba un polideportivo.
Ya las aulas se parecían más a las de cualquier instituto, si exceptuamos las de los cursos superiores, cuyos asientos escalonados recordaban a las aulas universitarias. Yo ya estaba acostumbrada a tener compañeros de diferentes países, pero aquello me sobrepasaba. Me volví a sentir perdida entre aquella algarabía de voces de las que apenas podía entender alguna palabra suelta. Mi hermano parecía mucho más seguro gracias a la presencia de Eduardo y de otros amigos de la pandilla. Busqué a Jamila y a Ruth, casi con desesperación. Al final fue Jamila la que me localizó y entramos en clase.
–¿Ya has elegido las optativas? –me preguntó, después de haberme presentado a otros compañeros.
Le contesté que no porque aún no sabía cuáles se ofertaban. Al final me decidí por artes aplicadas, no porque me atrajera mucho, precisamente, sino porque era la que habían elegido ella y Ruth y era una forma de sentirme más acompañada. Una decisión que también daría un nuevo rumbo a mi vida.
No puedo decir que fuese una jornada feliz. Entendía muy poco, a pesar de que Jamila intentaba explicármelo lo mejor que podía, y tenía la impresión de que todos me miraban intentando averiguar algún posible secreto oculto, algún fallo, algún defecto. Durante el periodo de recreo me dediqué a observar. Allí algunos llevaban enormes transistores,