La muchacha del ajenjo. Cecilia Domínguez Luis

La muchacha del ajenjo - Cecilia Domínguez Luis


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      Mi hermano no se mostraba muy conforme. Miraba de reojo a Adel y parecía estar a punto de meter la pata, pero pronto se rindió ante un muchacho que empezó a hablarle de fútbol y de carreras de coches, como si hubiese adivinado que eran sus deportes favoritos.

      Durante el paseo nos dijo que él vivía en un barrio más al norte y que estaba terminando sus estudios profesionales de programador de ordenadores.

      –Pues hablas bastante bien español –dijo mi madre, que en ese momento parecía más tranquila.

      –Bueno, es que al centro están viniendo bastantes españoles…

      En poco tiempo, mi hermano pareció rendirse ante la buena disposición de Adel. Incluso me di cuenta de que empezó a sentir cierta admiración por ese chico que tanto sabía de coches y, además, le iba a presentar a algunos muchachos que conocía.

      –Así te será más fácil pasar estos días antes de que empieces al instituto.

      Luego me miró.

      –Por mí no te preocupes –me adelanté a decirle–. Estaré bastante ocupada ayudando a mi madre a colocar lo que hemos traído, a poner en orden la casa y, además, en el centro seguro que encontraré gente de mi edad.

      Lo dije todo con una rapidez que puso en evidencia mi nerviosismo.

      Adel me miró algo sorprendido. Luego sonrió y eso me puso aún más nerviosa.

      Cuando llegamos al portal de nuestra casa mi madre lo invitó a café, pero él rehusó diciendo que tenía que llegar a su casa a la hora del almuerzo y que ya se había hecho algo tarde.

      Nos dio la mano y estoy segura de que notó mi temblor.

      Me enfadé conmigo misma. ¿Qué me había ocurrido? Desde luego, no era el primer chico que había conocido y este, sí, era muy agradable, pero en eso consistía parte de su trabajo en el centro. Decididamente, me había comportado como una verdadera idiota.

      –¡Qué, te gustó el morito, a que sí!

      –¡Niño, haz el favor de tener un poco más de respeto con ese muchacho! –terció mi madre adelantándose a mi ya imaginada agria respuesta–. ¿Y por qué no le iba a gustar? Es un chico muy agradable y nos ha ayudado mucho, sin que nadie se lo haya pedido.

      –Sí, ya, ya…, pero yo no me refiero a eso.

      –Entonces, ¿a qué te refieres? –me atreví a contestarle con un tono de desafío que no pasó desapercibido a mi madre.

      –Bueno, ya está bien. No empecemos. A ver, Julia, ven a la cocina y ayúdame con el almuerzo, y tú, Carlos, ordena tu habitación, saca tus cosas de la maleta y colócalas en el armario.

      Carlos obedeció con una risita que a mí casi me saca de quicio.

      A todos nos llamó la atención el ver cómo mi hermano iba todos los días al centro sin chistar y, aunque no pusiera demasiado interés en aprender francés, al menos allí estaba y parecía que su adaptación iba a ser más rápida de lo que pensábamos. A esto ayudaba el que ya tenía un grupo de amigos. Unos «colegas» que le había presentado Adel y a cuya pandilla se había unido con una facilidad asombrosa –claro que a él siempre le había sido fácil hacer amigos–. Incluso entró a formar parte de su equipo de fútbol, que competía con otros de los barrios vecinos. Entre aquellos amigos había solo un español, Eduardo, que muchas veces le servía de intérprete, porque mi hermano no era lo que se dice un entusiasta en eso de aprender otro idioma, a pesar de que sabía lo imprescindible que era.

      –Todo se andará –decía mi padre–. El muchacho es listo pero necesita un tiempo para...

      –Un tiempo, un tiempo –respondía mi madre–. Si dentro de nada empieza el instituto.

      –Precisamente, Berta, allí no tendrá más remedio que espabilarse.

      En cuanto a mí, en el centro conocí a Ruth, hija de un emigrante español casado con una marsellesa, y que tenía un año menos que yo. Me pareció muy alegre y segura de sí misma.

      –Ya verás qué bien lo vamos a pasar en el lycée –me dijo.

      También conocí a Jamila, que procedía de Marrakech y a la que, como a Ruth, tendría de compañera en el instituto.

      Pero, aunque me invitaban a salir con ellas después de las clases de francés, yo prefería quedarme en casa y repasar las lecciones. Era la única manera de sentirme más segura cuando empezara el instituto e incluso con mis nuevas amistades, a pesar de que ellas me ayudaban bastante.

      Mi madre empezó a trabajar y no sé si su ausencia y el hecho de que mi hermano se quedara con sus amigos a la salida del centro fue la excusa para que un día Adel se ofreciera a acompañarme a mi casa.

      En ese momento no supe qué contestarle. Me molestaba pensar que lo hacía solo por esa amabilidad de la que tanto hablaba mi madre.

      Reaccioné y le dije que no tenía por qué molestarse, que estaba muy cerca y no iba a perderme.

      –Ya lo sé. Pero me gustaría hacerlo. Considéralo como una prolongación de la clase.

      Le contesté que no era muy bueno poniendo excusas. Él sonrió. Fue el comienzo.

      Llegó septiembre. Los días se fueron haciendo más cortos y un aire fresco, anunciador del próximo otoño, empezó a dejarse sentir. Carlos parecía no enterarse y seguía vistiendo con camisetas y alpargatas. Más de una vez entró chorreando en casa, aunque eso no es extraño porque aquí puede llover en agosto.

      Aquel fin de semana, el último antes del comienzo del curso, Adel nos propuso a mi hermano y a mí ir a un cine en que daban una película en 3D. Le habían regalado cinco entradas para una de las salas de cine que había en un centro comercial. Así que pueden venir dos amigos más, añadió.

      Mi hermano quedó en decírselo a Eduardo y yo invité a Ruth. Más adelante me daría cuenta de lo equivocado de mi elección.

      –Ya sé que Adel va por ti –me dijo–, es un chico estupendo; parece tan maduro… Además, pronto acabará sus estudios y seguro que no tarda nada en encontrar un buen trabajo y…

      Su entusiasmo me sorprendió, pero no lo suficiente para pensar que eran otros sus intereses y ponerme en guardia, sobre todo cuando me dio la impresión de que Carlos le gustaba, lo que, en cierta forma, me tranquilizó.

      La película era la típica de acción, por lo que tampoco hacía falta saber mucho francés. El diálogo era escaso y lo sustituía una abundancia de efectos especiales: coches que nos pasaban por encima a velocidades endiabladas, balas que parecían dirigidas a nuestras cabezas…

      Eduardo y mi hermano flipaban con todo aquello y Carlos no se daba cuenta de las miradas de Ruth. A mí lo único que me compensaba era estar sentada junto a Adel, sentir el calor de su brazo cercano al mío, cruzar de vez en cuando una mirada cómplice.

      Acabó la película. Estaba anocheciendo. Carlos y su amigo se ofrecieron para acompañar a Ruth a su casa.

      –Adel, acompaña tú a mi hermana, pero cuidadito con lo que se hace, ¿eh? –bromeó y a mí no me gustó nada la broma, lo que le hice saber con una mirada que él luego calificaría de asesina.

      Durante el camino yo no sabía qué decir y empecé a comentar la película. Al final le dije que no me había gustado nada, de lo que me arrepentí casi al instante. No quería parecer una desagradecida.

      –No, si tienes toda la razón –me dijo al darse cuenta de mi apuro–, así que quiero compensarte… Te invito mañana a dar un paseo por el centro. Todavía no lo conoces y…

      –Pero yo… –le interrumpí–. Quiero decir que yo no puedo. Solo tengo diez euros y eso no da ni para el tranvía y no voy a permitir que tú…

      –¿Por


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