La muchacha del ajenjo. Cecilia Domínguez Luis

La muchacha del ajenjo - Cecilia Domínguez Luis


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Cuando se curó ya no quiso marcharse, aunque siempre siguió en contacto con su familia y alguna vez fue a verlos.

      Pablo le había escrito a su hermano Pierre, y este le había conseguido a mi padre un contrato en una industria de embalaje de piezas mecánicas. Además, le había buscado alojamiento provisional en una pensión.

      Con el tiempo y «muchos sacrificios», acentuó mi madre, se buscó otro trabajo, que alternaba con otro compañero, de vigilante nocturno en una fábrica de equipos para automóviles, y así había conseguido ahorrar para conseguir un piso en alquiler en un barrio obrero, en Saint-Denis. Y allí nos dirigíamos aquel miércoles, diez de agosto, para empezar una nueva vida, a ver si teníamos algo más de suerte y al menos nuestro futuro –se refería, sobre todo, al de mi hermano y al mío– se volvía más prometedor.

      Luego se quedó callada y yo no hice más preguntas. Empecé a pensar en nuestro destino. Lo que yo conocía de París era lo que había visto en las películas o en la TV. La torre Eiffel, el Sena, con sus paquebotes y barcazas. Un famoso río en alguna de cuyas orillas se habían inventado unas playas para los parisinos; Notre-Dame, Montmartre, su Sacre Coeur y la famosa plaza llena de artistas de todo tipo. No se me había ocurrido informarme de nada más cuando nuestro padre se marchó, aunque sabía que no era ese el París que nos estaba destinado y muy pronto lo comprobaría.

      Volví a pensar en mi hermano –a saber qué pasaría en estos momentos por su cabeza– y lo recordé aquella tarde, cuando nos miró en un silencio tenso, como si nos odiara. Se fue a su habitación y cerró de un portazo. Yo sabía que era inútil hablarle. Nada de lo que dijera tendría sentido para él, como tampoco lo tuvieron las palabras de mi madre cuando trató de que comprendiese las razones de nuestra marcha.

      No entendía por qué no podíamos seguir como hasta entonces; sería cuestión de aguantar un poco más. Con el dinero que enviaba nuestro padre y el que ganaba mi madre podíamos…

      En el fondo sabía que aquella situación no podía prolongarse, pero se rebelaba a la idea de dejarlo todo, sobre todo a sus amigos; y yo, en cierta forma, compartía su resistencia.

      –Vamos a irnos a Francia, con papá, y no hay nada más que discutir, ¿entendido? –volvió a repetir mi madre, como si con ello se afirmase en su convicción.

      La imagen de una noche de hacía un año se me presentó tan clara que pensé que volvía de nuevo a vivirla. Yo estaba en mi habitación y fingía estudiar. Había dejado la puerta entreabierta para intentar oír lo que hablaban.

      Lo hacían en voz baja.

      –Pero ¿estás seguro, José?

      –¿Qué otra cosa puedo hacer? Ya se me ha acabado el paro y apenas nos queda algo de dinero. No hay manera de encontrar trabajo… La situación…

      –Sí, si ya lo sé. Pero a Francia…, tan lejos.

      –Y gracias… Si no llega a ser por Pablo, el hermano de Pierre, que a saber por qué demontre se cambió el nombre…

      –Bueno, él nació allá y allá sigue, así que me imagino que será mejor para él tener un nombre francés…

      Algo –no sé si fue que se dieron cuenta de que tenía la puerta entreabierta– les hizo bajar más la voz y solo pude enterarme a medias de lo que decían. Hablaron de un contrato, de que solo sería una temporada hasta que la situación se fuera arreglando.

      Me fui preparando para una primera despedida, para una ausencia que nada tenía que ver con las horas de soledad que pasaba cuando regresaba a casa del instituto. En esos momentos y hasta que llegaba mi hermano, que siempre se entretenía con los amigos, era dueña de todo, llamaba por el móvil a los amigos, ponía la TV o, simplemente, no hacía nada.

      Pero ahora todo dolía como un vacío.

      Me deslicé hasta el cuarto de mi hermano. Tenía que contárselo. No podía quedarme toda la noche con esa congoja. Pero al abrir la puerta vi que dormía profundamente, como de costumbre, sin el menor asomo de preocupación. En cierta forma lo envidié. Estuve a punto de despertarlo y gritarle que era un enano que pasaba de todo, que le daba lo mismo ocho que ochenta, pero me contuve porque, al fin y al cabo, él no tenía culpa y, además, no creo que supiera ni sospechara nada. Luego sentí rabia, pero contra mí misma. Volví a mi habitación y me acosté, aunque supe que no podría dormir.

      Recuerdo que a partir de esa noche hablamos poco.

      Al día siguiente, durante el desayuno, nos lo dijeron. Esta vez mi madre me miraba con más intensidad, como si quisiera decirme que sabía que yo había estado escuchando, y yo no supe interpretar si era una mirada de reproche o deseo de que los perdonase.

      Parecían cansados, sobre todo mi padre, pero aun así contestaban a nuestras preguntas, aunque de forma muy escueta. Bueno, podría decir que a mis preguntas, pues mi hermano, que en un primer momento pareció sorprenderse con la noticia, después cayó en una especie de enfurruñado mutismo que solo rompió para preguntar si podría seguir usando su móvil y salir con los colegas.

      –¿A qué viene eso ahora, Carlos? –Mi madre lo miró con una mezcla de tristeza e indignación y yo ya no me pude contener.

      –¡Este, que no piensa más que en él y…

      –¡Oye, no me rayes, ¿te enteras?! ¿Qué le pasa a la pijotera esta? Yo por lo menos no soy tan hipócrita y digo…

      –¡Tengamos la fiesta en paz! –Mi padre dio un puñetazo sobre la mesa. Nunca lo había visto tan derrotado.

      Así acabó aquella conversación, de la que pude sacar muy poco más de lo que había oído la noche anterior.

      Solo que mi padre viajaba ya con un contrato, lo que era imprescindible para poder quedarse allí, y que se lo había conseguido su amigo Pablo.

      Me hubiera gustado seguir preguntando, pero después de la discusión con mi hermano, opté por callarme. En el fondo pensé que lo había juzgado mal, que esa pregunta sobre el móvil y los colegas era una manera de defenderse, de convencerse de que todo iba a seguir igual, que mi padre iba a regresar pronto y todo volvería a ser como antes.

      El día de la despedida mi madre tenía el rostro tenso y los ojos brillantes. Sabía que estaba haciendo esfuerzos para no llorar y por eso evité mirarla. Mi hermano y yo experimentábamos ese aturdimiento que nos salva a veces del dolor, y ni siquiera hubiéramos podido decir cómo estaba vestido mi padre. Imagino que con el traje de las grandes ocasiones y, colgado de su brazo, un abrigo que se había comprado aprovechando la liquidación de una tienda de ropa de las muchas que han tenido que cerrar con esto de la crisis. Tampoco recuerdo sus palabras de despedida. Seguro que no faltaron las recomendaciones: que ayudásemos en casa, que no perdiéramos el tiempo y sacáramos el curso, que menos salidas y llamadas a los amigos, que teníamos que ahorrar…

      Luego el abrazo, en el que sí pude notar un cierto temblor que quiso paliar apretándonos con fuerza, hasta casi hacernos daño.

      Intenté no pensar. Mi madre había vuelto a cerrar los ojos, aunque dudo que durmiera. No quise e hice lo posible por distraerme haciendo los crucigramas de una revista que habíamos comprado en el aeropuerto. No lo conseguí. La certeza de que todo iba a cambiar, la incertidumbre de lo que sería de nosotros a partir de ahora no hacían más que aumentar mi desasosiego. Sí, habíamos entrado en malos tiempos, pensaba, y no podía apartar esa idea de mi cabeza. Las nubes rodeaban el avión. Las conversaciones de los pasajeros y el murmullo de la señora que daba vueltas y vueltas a su rosario se confundían en un solo sonido ininteligible que yo intentaba descifrar para ver si así conseguía olvidarme de mi primera sensación de desarraigo. Al final, conseguí adormecerme.

      Me despertó la voz de la azafata pidiendo que nos abrocháramos los cinturones, que dentro de unos minutos íbamos a aterrizar en el aeropuerto de Beauvais Tillé, que nos agradecía… Bueno, lo que siempre dicen en todos los vuelos. El avión volvía a inclinarse a un lado y a otro. Yo miré por la ventanilla, pero las nubes apenas me dejaban ver, entre los pequeños claros, algunos tramos de un país que se ofrecía,


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