La muchacha del ajenjo. Cecilia Domínguez Luis

La muchacha del ajenjo - Cecilia Domínguez Luis


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hasta el desfallecimiento.

      Ruth notó mi aturdimiento y se acercó.

      –¡Tonterías! No tienes por qué preocuparte por «encajar». Aquí, la mayoría somos inmigrantes, así que los franceses «auténticos» se tienen que portar bien, por la cuenta que les trae. Y se rio.

      Luego me dijo que se sentía feliz porque mi hermano se había acercado a hablar con ella. ¡Fíjate, hasta ha dejado a sus amigos y el partido…!

      Tenía la esperanza de que Adel estuviese esperándome a la salida del instituto, pero no fue así. Estaba en el último curso de una carrera profesional y salía una hora más tarde, según me dijo unos días después, cuando lo vi en el centro.

      Fingí que no me había importado, que me había ido muy bien y había conocido a varios compañeros cuya amistad me ayudaría mucho a terminar de adaptarme. Así que, si te apetece –continué–, este fin de semana puedes unirte a nosotros. Creo que también irá mi hermano, sus amigos y Ruth. Formaremos un buen grupo, aunque tal vez demasiado numeroso. Bueno, ya veremos.

      Él no dijo nada. Solo sonrió y, esta vez, me molestó su sonrisa. Sospechaba que había adivinado que mi euforia no era del todo real.

      Pasaron los días y, aunque en mi casa me esforzaba por aparentar que todo iba bien, sobre todo al ver en el rostro de mi madre el esfuerzo que le suponía aquella nueva vida, ya en mi habitación el ambiente pesaba como una losa. Mi hermano se está adaptando de forma asombrosa. ¿Por qué a mí, sin embargo, me cuesta tanto? Me defiendo mejor en francés que él, tengo amigos que me apoyan, pero creo que existe algo en mí que falla y aún no sé lo que es. No es Adel, aunque es verdad que me desconcierta, que su actitud me resulta a veces extraña. Me digo a mí misma que es normal que se comporte así, que su mundo es muy diferente al mío, por más que diga que tanto él como su familia, aunque no olvidan sus tradiciones, se han adaptado a las nuevas costumbres. Además, el haber nacido aquí lo hace sentirse integrado a los demás, «casi un francés auténtico», dice bromeando. Yo no estoy tan segura.

      Quiero convencerme de que el problema está en mí, que me siento una advenediza, que no encajo, que echo demasiado de menos lo que dejé atrás y eso me impide llevar una vida, al menos, tranquila.

      Me cuesta dormir, como casi todas las noches. Enciendo mi móvil y pongo música. Procuro dejar mi mente en blanco. Imágenes de la isla se mezclan con las gárgolas de Notre Dame y el rostro de Adel.

      Desde el primer día en que entré en el aula donde se nos iba a impartir artes plásticas, me di cuenta de que Danielle, nuestra profesora, tenía claras preferencias por los pintores impresionistas. Las paredes del aula estaban decoradas con láminas que reproducían cuadros de Manet, Renoir, Degas y sus bailarinas –debo confesar que este fue el único cuadro que identifiqué–, Van Gogh… Y pronto mis ya pocas dudas se disiparon cuando ella misma nos lo confirmó, al mismo tiempo que nos dijo que había programado, para el mes de noviembre, una visita al Museo de Orsay y quería prepararnos para que tuviésemos una idea de lo que nos íbamos a encontrar allí.

      Yo aún no entendía mucho el francés, a pesar de que, según la señorita Badía y el propio Adel, había hecho grandes adelantos, pero el entusiasmo de aquella profesora de arte me contagió. Empezó a explicarnos que aquel museo era una antigua estación de ferrocarriles, convertida hoy en una de las pinacotecas más famosas del mundo. Para ilustrar lo que decía –lo que agradecí porque así pude comprenderla mejor–, proyectó unas imágenes de la antigua estación y de las obras de reforma que la habían convertido en museo. Luego, a lo largo de los días, nos fue hablando de los pintores y proyectándonos también algunas de sus obras más representativas.

      –Algunos de estos cuadros no pertenecen al museo y hay otros que sí están pero que no les muestro, porque siempre me ha gustado reservarles la sorpresa del descubrimiento.

      Nos aclaró que la visita no iba a ser todo lo completa que ella hubiese querido, porque no había tiempo.

      –A algunas obras solo les daremos una mirada rápida y nos detendremos en aquellos que, para mí, sean las más representativas de cada autor, lo que no quiere decir que esté acertada, ya que, como en todo, los gustos influyen en la elección. Ah, y les recuerdo que cada uno de ustedes elegirá un cuadro que, por supuesto, no será ninguno de aquellos de los que yo les hable, pues eso sería darles parte del trabajo hecho.

      Esa quizá fue la parte que menos nos gustó, sobre todo a los que pensaban que aquella visita era una forma de perderse un día de clase. A mí no es que me gustara demasiado la idea del trabajo, pero sentía curiosidad por ver aquel museo, ya que sabía que tendría pocas oportunidades de visitar este o cualquier otro, dadas nuestras circunstancias. Lo que no imaginé ni por un momento fue la repercusión que aquella visita iba a tener en mi vida.

      –¡Menudo rollo! Desde luego, cuando llegue a tu curso, si es que llego, que esa es otra, no se me va a ocurrir coger la rama de artes plásticas ni loco. A mí lo que me va es… Bueno, lo de estudiar ya sabes que lo hago porque no hay más remedio, que si no los viejos… Porque a mí lo que me gustaría es tener un curro de esos que haces siempre lo mismo, sin pensar, y al final te dan unos euros y… Sí, sí, que ya lo sé. Me vas a decir que soy menor y todas esas mandangas, así que me adelanto para que no me comas más el tarro.

      –¡Vaya, Carlitos, eres todo un crack, hermano! Mucho coleguita, mucho flipar con la peña, pero a ver cómo vas a conseguir un curro si no terminas la secundaria.

      –¡Qué, ¿te estás vacilando o es que te has decidido a hablar como tiene que ser y no como si fueras una pija dándome lecciones?!

      –Mira, niño, lo que tienes es un cacao mental que no te enteras. Mira a ver si se te mete en esa olla que tienes por cabeza que…

      En ese momento oímos la puerta. Era nuestra madre, que llegaba del trabajo.

      –¡Qué raro, los hermanos discutiendo! ¿Qué pasa ahora?

      –Nada, vieja, que esta se cree que la única que habla bien es ella y pretende darme lecciones.

      –Lecciones ¿de qué?, ¿de francés?... Pues a mí tampoco me vendría mal porque todavía no me entero de casi nada.

      –De francés ni lo intento –contesté–. Imagino que con algunos de sus colegas tendrá que entendérselas de alguna manera, pero me refiero a cómo habla cuando está entre amigos españoles.

      –Ah, pues mira, ahora que lo dices, tienes mucha razón porque yo a veces no sé ni lo que me dice. Es como si no me estuviera hablando en mi idioma.

      –Lo que pasa es que tú no estás al loro. Y ¿cómo voy a hablar así cuando estoy con toda la peña? Ahí tengo que hablar en franchute porque si no… Bueno, hablar hablar, poco, aunque ya me sé alguna que otra palabrota… Además, de eso se trata… Y, bueno, encima defiendes a la pija esta.

      –¡Yo no defiendo a nadie! Solo digo que al menos en casa podías hablar de otra forma y no como cuando estás con los amigos…

      –Mira, no me seas agonía, que bastante he tenido con esta…

      –¡Habrase visto!...

      Mi madre lo miró con enfado y hasta pienso que contuvo sus ganas de darle una merecida bofetada. Luego, para evitar nuevos enfrentamientos, nos preguntó si habíamos almorzado.

      –Ah, y a propósito de hablar, esta tarde tenemos que ir al Centro Social a la clase de francés.

      Carlos aprovechó la ocasión para protestar por centésima vez por haber tenido que venir aquí dejando a los coleguitas del barrio, las fiestas, los partidos de fútbol…

      –Y aquí uno sin enterarse de nada, colgado como una percha, y todo por culpa de…

      –¡Por culpa de quién! No digas que de tu padre porque entonces sí que te doy una bofetada. Y si me la echas a mí, no tengo por qué darte explicaciones, pero voy a hacerlo. Si hemos venido


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