Yo elegí Arquitectura. David Antonio González Piña

Yo elegí Arquitectura - David Antonio González Piña


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de mí para volver al punto de reunión. Al principio, se mostró muy animado y sonriente. Hoy creo que no fue buena idea dejarlo subir.

      ¿Por qué decidió subirse a la moto? Jamás se lo pregunté. Tal vez nunca había experimentado la velocidad o quizá lo traicionaron sus nervios y fue cuando, presa del pánico, no supo reaccionar.

      Entre los movimientos que realizaba en el camino de vuelta, mi amigo se asustó y… ¡decidió saltar! Se lanzó por el costado izquierdo.

      ¡¿Pero quééé carajooo…?!

      Sentí que la motocicleta se tambaleó logrando desestabilizarme.

      Pol no cayó parado. La física cumplió su objetivo y, para cada acción, corresponde una reacción. Qué feo sentí cuando la moto salió de su curso. Hubiera preferido llevar en ancas a Isaac Newton. Él no hubiera pasado por alto su tercera ley.

      Trasladarte en motocicleta implica conducir entre vehículos de todo tipo en movimiento, filtrarse junto a ellos a gran velocidad, frenar y acelerar con mayor rapidez que los autos en distancias cortas. Tal vez eso fue lo que le ocasionó el miedo a mi amigo, y su nerviosismo lo llevo a tomar la decisión de “salvarse”. Pensó que algo pasaría entre los coches, y entonces sucedió la tragedia: colisionamos con un vehículo que se encontraba tratando de ingresar a un predio de lado izquierdo de la avenida por el carril de alta velocidad. Lo golpeamos con la empuñadura izquierda de mi moto sobre la parte alta de la cajuela, por encima de la calavera, a unos centímetros para librarlo.

      Pol intentó bajarse de la motocicleta con un impulso brusco justo cuando él se percató del vehículo estacionado. Ese pequeño dizque brinco causó la gran desventura.

      ¡¡Cuas!! ¡¡Pum!!

      Hubo un golpe seco, ¡brutal!, que hizo virar la dirección hacia la izquierda. La inercia propició que la rueda delantera se torciera perpendicular al eje, causando la primera de cinco o seis volteretas a las que se le conocen como el salto del toro.

      El choque fue estruendoso. Comenzamos a girar en forma de rueda, de arriba para abajo, yo quedé enredado en la moto. Por un momento miré a Pol caer a mitad de la calle. Es curioso, pero lo recuerdo de cabeza, o tal vez era yo el que estaba en esa posición.

      Vi caer a mi amigo entre miles de chispas encendidas por el roce de los fierros contra el suelo. Mi casco rebotaba como una cáscara de nuez que se fracturaba con los continuos choques en el pavimento.

      Al primer encontronazo de mi cabeza contra el asfalto, el casco amortiguó un golpe fatal y, frente a mis ojos, la visera de policarbonato de alta resistencia estalló en mil pedazos.

      Traté de librarme de aquel enredo, pero no pude. La moto misma me lo impidió. Inevitablemente rodé aparatoso y sin control rayando el piso. A veces flotaba, a veces caía para volver a chocar mi cuerpo contra el duro concreto. Un instante fugaz en que, sin apoyo, estaba yo arriba o abajo, todo en cuestión de segundos, sintiendo punzones en mis piernas.

      En eso, sentí que se detuvo el tiempo. Todo se volvió lento como si hubiera entrado a otra dimensión; me pareció un instante eterno. Recordé mi vida, como si fuera una película que se proyecta dentro de mi mente. Vi pasajes aleatorios desde que era niño hasta llegar a adulto; solo escenas evocadas, sin diálogos. Yo era el actor principal. Los actores secundarios se manifestaban como siluetas difusas que interactuaban sin protagonismo. Todo pasó en un par de segundos mientras rodaba. También estaba atento a la realidad.

      Escuchaba el claxon de los autos. Hubo rechinidos y derrapes de algunos que frenaban detrás de mí para desviar su trayectoria y evitar arrollarme. Sucedió a lo largo de casi treinta o cuarenta metros desde donde se produjo el primer giro.

      Hubo descontrol y le grité a mi amigo:

      —¡¡Poooool!!

      Aún con el casco puesto y fracturado, mi cuerpo terminó de rodar por la calle. Mi instinto de supervivencia me impulsaba a reaccionar y levantarme rápido, pero me sentí desorientado. Las cosas a mi alrededor pasaban como en cámara lenta. Solo escuchaba un zumbido intenso dentro de las almohadillas del casco que se comenzaban a saturar de algún líquido.

      “¿Serán lágrimas?... ¡No creo! No me duele nada. Creo que es mi sudor”, pensé en ese instante.

      El momento resultó confuso. No había dolor, no sentía nada, y tardé en reaccionar.

       Me traté de incorporar, pero, al apoyar la pierna izquierda para levantarme, no me respondió y caí como un bulto sobre mi costado. Todo me daba vueltas, aunque poco a poco fue llegando la calma hasta convertirse en un silencio total. El tráfico y el ruido de los motores cesó y solo quedó aquel pitido intenso en mi cerebro: “Piiiiiiiiiii…”.

      La gente poco a poco comenzó a acercarse. Se colocaban alrededor de donde yacía yo tirado, en medio de aquella avenida ancha. Yo vi un paisaje arquitectónico decolorado y deteriorado. Las fachadas se mostraban antagónicas y de feo aspecto. Cientos de cables atravesando la calle. Qué horrible y desolador paisaje. No podía ver las caras de la concurrencia por el sol de frente; se veían como sombras formando un círculo.

      De repente, alguien se abrió paso entre los presentes y se acercó a mí. De cuclillas me susurro:

      —Soy médico. Dime si algo te duele… No te muevas, por favor. Me dices si te duele la cabeza.

      Pensé en resistirme.

      —Gracias, estoy bien —le dije.

      No quería que nadie viera mi rostro. No quería quitarme lo que quedaba del casco, pero la visera había desaparecido por completo y lo demás sonaba roto. ¡Qué pena! Todos me miraban.

      El líquido que escurría por mi cara ya se comenzaba a colar por los oídos hasta llegar al cuello. Esa sensación caliente y húmeda, como de agua tibia que resbala, se propagaba rápidamente entre mi chaqueta.

      Escuché que alguien gritó:

      —¡Ya viene la ambulancia!

      La llamaron por teléfono.

      —Retírense un poco para que no le quiten el aire —pidió el médico, y me volvió a decir—: Dime si te duele algo. —Me comenzó a revisar—. No muevas la mano izquierda— me dijo, y al llegar a la rodilla exclamó—: ¡Hay que esperar a que lleguen los paramédicos! ¡Creo que la tienes rota!

      El momento comenzó a parecerme eterno. Entre más tiempo pasaba, más gente se acumulaba alrededor de mí y el líquido ya lo sentía en la espalda.

      Sentía el pavimento caliente. Creo que hace mucha falta forestar las calles. Ese sol abrazador quema la piel y ningún árbol cerca. Muchos postes llenos de cables como telarañas, un transformador; uno, dos, otro por allá. Debe haber negocios que necesiten corriente alterna de doscientos veinte volts. ¡Eso qué importa! En ese momento ya no distinguía a nadie. Podía ver a la gente asustada. Algunos gritaban, otros miraban; quizá algún amigo trataba de hablar bajito. Los que bajaban la cabeza, como forma de expresar tristeza o desánimo, se imaginaban cosas peores. Pensarían que moriría, tal vez….

      Por fin se escuchó la sirena de la ambulancia y, apartando la barrera de personas, se abrieron paso dos hombres. Eran dos paramédicos de la Cruz Roja. Con mucho cuidado, comenzaron a retirarme lo que quedaba de casco. Entre crujidos y rechinidos liberaron mi cabeza, y menuda sorpresa me llevé. Aquel líquido no eran lágrimas, tampoco sudor: era sangre que me salía del perímetro del ojo derecho.

      Al girar mi cabeza, escuché ese sonido peculiar de quien pisa una charca, y miré los zapatos blancos inmaculados de los paramédicos teñirse de rojo. Se empapaban como si fueran árboles nutriéndose, por ósmosis, de savia, a través de sus raíces, aspirando frenéticamente el líquido del suelo.

      —Fue una astilla de la visera —me dijo el camillero—. No te muevas porque te vamos a rasgar el pantalón para revisar tus piernas.

      En ese momento se acercó una señora de complexión robusta cargando su bolsa vacía. Al parecer, se dirigía a comprar su despensa. Con tanto bullicio tuvo curiosidad


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