Yo elegí Arquitectura. David Antonio González Piña
cabeza para mirar mis piernas.
Lo que la asustó fue aquella escena dantesca. La sangre regada en el piso, mi pierna izquierda con una enorme cortada que dejaba los huesos expuestos, esa lesión que fue ocasionada por la palanca de velocidades al enterrarse desde la espinilla hasta el empeine. Tenía quemaduras múltiples en ambas piernas que me habían dejado sin piel: comenzaban desde el talón hasta llegar a los muslos. Esas fueron producidas por el contacto con el escape caliente y cromado. Mi mano izquierda, dislocada por el brusco golpe del manubrio contra la cajuela del automóvil, no la sentía.
Esas fueron las heridas “leves”. Lo fatal fueron las lesiones severas en mis pernas. Una de ellas había quedado doblada al revés de su movimiento natural, tenía rotos los ligamentos mediales, cruzado anterior y posterior, meniscos y ligamentos laterales, hechos pedazos.
Mi chaqueta, destruida, dejaba ver las múltiples lesiones de mi espalda. Mis codos y mis hombros tenían heridas que se miraban con la carne viva, color rojo muy intenso, también sin piel, pero ocultaba las contusiones que dentro de mi sentía. No sabía si tenía hemorragia interna. ¡Cómo saberlo en ese momento, cómo saber si el peso de la moto pudo haberme causado una lesión en mis órganos vitales! Desangrarme me llevaría a un estado de shock, o tal vez solo era sangre que comenzaba a salir de mi boca por alguna mordida a mi lengua. Yo mismo sacaba mis conclusiones tratando de mantenerme despierto.
Para entonces, no solo las sombras de las personas me obstruían la vista, sino también la sangre que se había acumulado en mis ojos. Mientras, el paramédico me auscultaba y entablillaba mis extremidades.
A mí no me impactó la escena. De hecho, todavía no reaccionaba ni pensaba con claridad. Otra cosa era la que me preocupaba…
Una pregunta del paramédico me hizo despertar del letargo. Me dijo sarcástico:
—¿Te volverías a subir a la moto?
No contesté. Solo asentí con la cabeza un sí, pero eso no me quitó del pensamiento lo que me rondaba en el cerebro.
Pensé: “¿Qué será de mi mamá y mi papá cuando me vean en este estado? Verme tirado ahí, destruido y roto. ¿Qué les voy a decir después de tantas recomendaciones que me hacían para no usar la motocicleta?”. ¡Eso sí me preocupaba!
Y si muero en el camino, ¿quién les dará la noticia?
Estaba colapsado como los edificios que se derrumban con un sismo y quedan los escombros apilados entre puntas de varillas y pedazos de piedra, esos que alguna vez formaban una estructura armónica.
Pronto me vi acostado dentro de la ambulancia. A través de sus ventanas se podían ver las fachadas del entorno. Cuando inició su marcha, todos aquellos frentes de casas y comercios pasaban uno tras otro formando una línea gris amorfa entre cables y anuncios. ¡Qué gran contaminación visual! Entre postes y árboles secos llegamos al edificio de la Cruz Roja. Ahí me bajaron en una de esas camillas altas con rueditas como en las películas.
En aquellas instalaciones frías y precarias, me recostaron sobre una plancha de concreto forrada de azulejos blancos, fría como el hielo. Los médicos, rápidamente, comenzaron a realizar su trabajo sin que me diera cuenta del tiempo que transcurrió. Después, mientras estaba solo, me percaté de un reloj viejo colgado a un costado de la pared. Por algún motivo, no funcionaba. Supongo que a nadie le importaba reemplazar sus baterías y se había detenido a las seis. A mí me recordó aquel cuento de Giovanni Papini: “Reloj parado a las siete”.
Luego observé a lado mío una mesa que contenía instrumentos como tenazas y tijeras de acero inoxidable. Apenas me comenzaba a estabilizar entre el dolor y la carga moral. Minutos después, apareció la enfermera que, por órdenes del médico, me cortaba con tijera la piel que se había desgarrado en la espinilla. Pretendía regularizar la herida. Después la comenzó a coser en una sola línea de cuarenta puntadas, y me dijo:
—¡Espero no te duela mucho! Si te llega a doler, te pongo anestesia local.
Las preguntas de la gente extraña me ponían furioso.
Casi todos coincidían en la misma: “¿Te volverías a subir a la moto?”.
—¡Que sííí, chingao! —le dije al camillero.
—¿Te duele? —me preguntaban los médicos.
Qué pregunta más tonta. Claro que sí, ¡y me duele del carajo! “No solo eso —pensaba yo—; además, me duele el cuello y quiero orinar.”
Las lesiones me dolían. Ya no tenía sangre en la cara; me la habían limpiado. Pero, en ese momento, comenzó el verdadero dolor: el del alma, ese dolor sentimental y físico que se estableció en mí para acompañarme por el resto de mi vida.
Todos pasamos por adversidades, todos tenemos un momento de titubeo. Después de aquella experiencia, entendí que también tenemos un compromiso en la vida. Como miembros de una sociedad y de una familia, tenemos que poner todo el empeño en mantenernos vivos y, a la vez, mantener el equilibro personal, ese que nos permita alcanzar los más grandes y anhelados sueños. Como decía Albert Einstein: “La vida es como andar en bicicleta: para mantener el equilibrio, debe mantenerse en movimiento”.
Así, roto y estático, ¿adónde llegaría? Los sueños, los planes, todo aquello, ¿ahora qué pasaría?
Era recurrente aquella frase que mi papá repetía constantemente del papa Pío XI: “El hombre se hizo para trabajar como el ave para volar”. Esa que me gustó tanto y la adopté para hacerla mía.
Ya con muletas y yesos, volví a pasar por múltiples interrogantes. ¿Cómo lograría la autorrealización tan anhelada? Lo preocupante era si mi físico lograría restablecerse. “Mis piernas… —pensaba yo—. ¿Algún día lograré caminar? Quiero tener una familia, tal vez hijos, quiero dejar mis experiencias plasmadas en hojas de papel, mis notas personales, trabajos y teorías para que puedan servir a otros.”
Gracias a mis padres, que nunca me reprocharon nada. Yo hubiera preferido sus gritos: “¡Te lo dije!”… Pero no hubo nada. Solo hubo silencio. Sus miradas tristes y sus ojos empapados de lágrimas, fijos en mí, mostraban su dolor interno. Ese fue el peor castigo que recibí, al verlos rotos también a mis padres.
Aquel día, frente a ellos, como una momia vendada y tiesa, me prometí actuar con disciplina, cumplir con mis compromisos. Ese día, aprendí que vivir requiere de muchos sacrificios, que no importa cómo ni a qué precio, todos los sueños se pueden lograr si comienzas con el simple hecho de creer en ellos. Me convencí también de que los valores se heredan desde el seno familiar, porque provienen de nuestros padres. Nuestra tarea es mejorarlos, preservarlos y transmitirlos, siempre y cuando éstos sean los adecuados.
Ellos, mis padres, creyeron en mí, a pesar de mis errores. Ahora, yo creo en mis hijos.
Todos, en algún momento, hemos sentido algún dolor intenso, hemos tenido depresión y frustración. Lo más sencillo es rendirse. Yo agradezco eso porque, sin todas esas barreras en el camino, sin esos incentivos, no habría podido levantarme a mi caída. Solo cuando pasamos por algún momento de peligro, enfermedad o algún accidente fatal, nos detenemos a pensar en esas cosas tan insignificantes y tan importantes como la salud, que no valoramos: respirar, comer, vivir, caminar, reír, correr, abrazarse, los árboles, las flores, el aire, etcétera. Todo eso que tenemos y no vemos. Es triste que lo volvamos a olvidar.
Aprovechemos el tiempo para vivirlas y disfrutarlas en todo momento. Los deseos hay que sostenerlos aun en los momentos más difíciles. Podemos caer para levantarnos y comenzar otra vez…
Concebí este libro desde que salí de la universidad.
Me tomó treinta y cinco años concluirlo. Las razones que me impulsaron se descubren a medida que se avanza con la lectura. No lo niego: hubo momentos en que quise claudicar. Sabía que no podía componerlo sin tener la voz de la experiencia a lado mío aconsejándome. No obstante, terminé de escribir el libro, y, aunque pueda parecer inmodesto, espero sinceramente que se convierta en un clásico. Una de las razones que me permiten esperar eso