Mundos del fin de la palabra. Joanna Walsh

Mundos del fin de la palabra - Joanna Walsh


Скачать книгу
caminando de un lado a otro por el sendero de hierba, sabiendo hasta dónde he de llegar y más allá de qué fronteras no he de divagar.

      No obstante los años que llevo aquí, en lo más hondo de mi ser creo que no se me ve, que nadie parará. No me gusta pensar que la gente me ve y no se detiene, porque sé que es buena gente. Es mejor creer que soy insignificante, algo que quizás sea. La verdad es que no tengo a nadie más a quien culpar excepto a mí.

      No puedo decir que nadie me avisara cuando empecé en esto.

      Oigo dos voces en mi cabeza: a mi madre, que, al verse en semejante tesitura, seguramente exhi­biría su regocijo o algo parecido; a mi padre, que manifestaría su desdén. Mi madre les cepillaría las mejillas y exclamaría: «¡Qué preciosos están!», miraría hacia los matorrales de la pared del acantilado y diría: «¡Qué flores tan bonitas!». Mi padre resoplaría y se daría media vuelta, como si hacer caso a esas cosas fuera en sí mismo repugnante. Mis padres montaron un buen numerito la primera vez que los saqué, tan grande que las emociones de mi madre amortiguaron las de mi padre, si bien no el ruido que hicieron cuando las sintieron. En aquella época no era habitual que yo saliera, así que yo también monté un buen numerito, sin duda me hice notar; pero ¿de qué otro modo podría haber lidiado con aquella salida? No sé lo que dirían mis padres de aquello. No regresé.

      Bueno, todo eso ya se acabó. Pero, una vez que me haya desembarazado de ellos, ¿qué?

      Mucho tiempo ha pasado desde que me fui de casa de mis padres, y prepararme para morir del modo más práctico es algo en lo que tendré que pensar para el año que viene. Será, creo, la primera vez que tendré que pensar en ello tan prácticamente, es la primera vez que una posibilidad me ha parecido tan factible en la práctica. Por supuesto, puede que esto suceda antes del año que viene, aunque no lo tengo previsto. La probabilidad de la muerte es algo que sólo admitiré una vez que, pasada la última página del calendario, las fechas comiencen de nuevo. No volveré a consentir nada tan poco metódico. Esto, lógicamente, significará que ya no podré venir aquí, a diario, para ofrecerlos, no por ellos, no sólo por cualquiera que pudiera quererlos. Pero no pasa nada porque, por fin, ha llegado el momento.

      ¿Para qué, para el «adiós»? No hay un qué.

      Un coche llega por un lado de la carretera. Es el coche que me describieron, un viejo coche con una abolladura y una baca atada con cuerda que me provoca cierta preocupación, pero, si ha llegado tan lejos sin contratiempos, seguramente servirá. El coche se inclina ligeramente al circular por el peralte. No veo quién va al volante. Aminora la velocidad, está a punto de detenerse; luego, se produce un cambio. Comienza a acelerar y desaparece en la curva. Echo a correr un poco (como si pudiera alcanzarlo), empiezo a hacer señas (como si pudieran verme) y, acto seguido, lo sigo con la mirada durante unos segundos, unos minutos (¡como si mi mirada pudiera traerlo de vuelta!). No regresa. Aguzo el oído. No lo oigo volverse, volver. El caso es que no sé si ése era el coche. El caso es que tengo que seguir mirando. El caso es que teníamos un acuerdo, telefónico, así que, a pesar de que parecía el coche en cuestión, puede que no lo fuera. Cuando miro hacia atrás desde la curva, ahí están ellos, sin moverse, del mismo modo en que siempre estuvieron.

      Ellos no pueden quererme.

      (Quiero decir: ello no puede quererme.)

      Pero al mirarlos a sus ojitos de madera, he de creer que ello puede.

      seres lectores2

      En la biblioteca de tus padres poco es lo que viene y va. Se añaden pocos libros; los libros viejos rara vez se bajan o se sacan.

      Vestigios de una época de lectura más intensa –durante el colegio, durante la universidad–, sus libros son náufragos, arrastrados hasta un hayedo de elegantes anaqueles, señal de que tu padre y tu madre todavía pueden hacerlo o de que lo hicieron cuando eran jóvenes, en los sesenta, cuando –de pronto– todo el mundo lo hacía; pero, al estar ahora mayores, es comprensible que ya no lo hagan tanto.

      En tiempos tú también pensaste que la acumulación era un logro. Pero tus anaqueles no tienen estabilidad: los libros vienen y van con la frecuencia de las llamadas telefónicas o de las llamadas telefónicas que hoy en día ya no hacemos.

      Tus padres todavía usan el teléfono, al igual que sus amigos de aquella generación. Cuando suena el teléfono, tu padre grita, no a tu madre, sino al espacio que la rodea: «¡El teléfono! ¡El teléfono! ¡Rápido! ¡Coge el teléfono!». Y tu madre va corriendo de un sitio a otro, de una habitación a otra, y eso que el teléfono está en el mismo lugar de siempre; acto seguido, tu padre se levanta y va corriendo de un sitio a otro buscándolo y, finalmente, antes de que ninguno de ellos pueda contestar, el teléfono deja de sonar.

      Tu teléfono va contigo en tu bolsillo y, cuando tu pareja te llama, emite un abejorreo. Nunca lo extravías, pero sí que extravías los libros, si bien cuando quieres echar mano de uno de ellos ni gritas, ni tienes una esposa a la que gritar ni un marido que te grite, y todo el proceso es más lento que con el teléfono, pues teléfono tienes uno sólo, mientras que libros tienes un sinfín.

      Éstos rebosan de tus anaqueles. Se esparcen junto a tu cama, suntuosos, abiertos y desechados en las primeras páginas, destrozados por tus atencio­nes. En tu biblioteca te aguardan más libros que te gustaría leer, libros que has encargado, con sus blancos cuerpos fecundos en posibilidades. Éstos no son los únicos libros que te causan desasosiego. Están los libros que encima te gustaría comprar –librerías llenas de ellos– y que se abren hacia lejanos y pálidos horizontes que se amplían sin cesar hasta colarse por las rendijas de las cloacas de tu miseria, donde se topan con la barrera de tu tarjeta y tu efectivo.3 Por profunda que sea la perspectiva, apenas puedes adentrarte en ellos un ápice. Casi no merece la pena molestarse; hay muchos otros por conquistar. De todas formas, éstos no te acusan con una urgencia suficiente. Tampoco lo hacen los libros que te traes a casa de la librería pero que desatiendes; aunque son tantas las veces que has imaginado –de manera muy vívida– sentarte a tu mesa (convenientemente situada junto a tu biblioteca) con uno de ellos que casi no merece la pena molestarse en representar la escena. Tus libros aguardan preparados para ser abiertos en cualquier momento, siempre deseosos de captar tu atención.

      Podría ocurrir algo que nunca se te ha pasado por la cabeza: al cabo de un puñado de años, el ser que ha leído todos esos libros desatendidos saldrá de tu biblioteca, se sentará a tu mesa (convenientemente situada junto a la biblioteca), se preparará una taza de café en la máquina, pues te ha visto hacerlo mil veces, especialmente cuando estás a punto de enfrentarte a un libro, y encenderá un cigarrillo, tan insustancial como el vapor, cuyo olor no impregnará ni las alfombras ni las cortinas. Será lo contrario de ti, tu reverso.

      A medianoche irás a la planta de abajo a por un vaso de agua y lo encontrarás ahí. Aun cuando te sorprendas, no llamarás a la policía, ni pondrás en marcha la alarma contra incendios ni gritarás: «¡Alto ahí, ladrón!». Con enorme embarazo, «lo» reconocerás de inmediato, si bien no serás capaz de decir si «ello» es «él» o «ella». No tendrás oportunidad de echar marcha atrás ni de dejar de confesar tu culpa, que verás reflejada de inmediato en sus ojeras y en su mirada perdida. Incapaz de inventar una excusa para irte, entablarás una conversación, con recelo. Al principio procurarás entretenerlo, pero a tu yo lector, absorto en la lectura de algún mamotreto, le parecerás trivial.

      Bajarás un volumen e intentarás enseñarle quién manda aquí. El libro que elijas será, tal vez, Viaje al fin de la noche en el francés original, un libro que anteriormente sólo has atacado con unas copas de más. Te contrariarás al ver que tu ejemplar está erráticamente manoseado además de inopinadamente manchado con algo marrón y pegajoso, y en su día líquido. Tu yo lector no lee como tú, sino como un lector ideal. Poco lo distrae. Sujeta su libro en rústica entre el pulgar y el índice. Su gigantesca zarpa de protuberantes nudillos domina el volumen con una sola mano, despreocupadamente, como si fuera un cigarrillo, un cóctel. Mientras ese ser arrolla la cubierta del libro al lomo, lo observas con silencioso furor. Te sientas enfrente, colocas tu libro abierto sobre la mesa, con el peso de tus codos aplastando los bordes para evitar que estos se levanten. Cuando imitas el


Скачать книгу