Ensamblajes y piezas sueltas. Santiago Castellanos
espera de un AE que cuente una hystoria (1) que transmita la experiencia de su análisis y la manera que encontró para considerarlo concluido y hacer el pase. Los dos pasadores me pidieron muchos detalles, no se conformaban con cualquier cosa, no solamente mostraron un gran interés acerca de la adquisición de un saber sobre la verdad de la experiencia, de cómo se llegó hasta ahí, sino también acerca del savoir y faire con los restos del final del análisis. Dicho de otro modo, cómo arreglárselas con los restos sintomáticos.
Lo que queda al final de mi experiencia analizante es como una performance, (2) compuesta de varias escenas, significantes y marcas en el cuerpo que quedan como restos por fuera del sentido. En esa performance podríamos encontrar las siguientes piezas:
Hay un niño pequeño de 4-5 años que juega con varias niñas, juegos sexuales infantiles que se repiten, y en uno de esos juegos experimenta una intensa excitación que no puede ser simbolizada, por su precocidad y la dificultad para darle algún sentido. El cuerpo queda marcado por un exceso de energía y la mirada como el objeto de goce privilegiado en su economía libidinal, que localiza algo de ese exceso, pero no todo.
Hay un niño de 8 años que mira a su padre caído en el suelo. Una extraña sensación recorre su cuerpo, un escalofrío, una perturbación que como un “dolor” lo sacude. Marca y dolor que me acompañan todavía, aunque con menor intensidad.
Hay una madre que le dice a su hijo: “Hay algo más, pero no te lo puedo decir”.
Alrededor de esos agujeros en la existencia y de esas marcas significantes, el universo de mi neurosis se edifica tratando de encontrar a través del síntoma la reparación más o menos adecuada, según los diferentes momentos de mi vida, hasta que los embrollos de la vida amorosa me conducen a consultar a mi primer analista, hace algo más de 22 años.
La neurosis infantil
Una infancia relativamente feliz y agradable hasta que, a la edad de 7 años, la familia se traslada a Madrid ante el cierre de la mina en la que trabajaba el padre. Un padre amado y cariñoso, de pocas palabras, trabajador incansable para sostener económicamente a una familia humilde que tuvo que emigrar a la gran ciudad, momento a partir del cual, de una manera incomprensible, comenzó su deriva hacia el alcohol.
Uno de esos días en que voy a buscarlo al bar, lo encuentro caído en el suelo. Ese día había bebido demasiado. Ese instante quedará fijado como un trauma, un agujero en mi existencia, y me pasaré la vida tratando de repararlo, para poder bordearlo al final del análisis, aunque no sin restos sintomáticos.
¿Está vivo o está muerto? Angustiado, me acerco a mi padre y lo levanto, lo atiendo y lo llevo a casa. Ahora puedo decir que verdaderamente me levantó a mí mismo porque también soy yo quien estaba tendido en el suelo, una identificación primaria a un goce mortífero, que se revelará al final del análisis. La enfermedad y la muerte serán mi pesado partenaire a partir de entonces, elección forzada y contingente. Levantarme, y salir de ese lugar, será la respuesta subjetiva y sintomática frente a lo real, una y otra vez.
Durante la infancia y la adolescencia tomé el rumbo del deporte de competición, lo que me permitió separarme algo del espeso mundo familiar y del suburbio en el que crecí. Allí pude encontrarme con una figura sustitutiva del padre: el entrenador.
Se trataba de la gimnasia deportiva. El síntoma del deporte sirvió para satisfacer un goce del cuerpo que se recortaba en relación al vacío y la mirada. Fue una etapa muy divertida, con viajes, amigos y donde la pulsión se satisfacía con facilidad. Estaba la erótica de la mirada, que el gimnasio facilitaba, en los momentos de la adolescencia en que se trataba de ir al encuentro con el otro sexo. En el entrenamiento y en la competición, la mirada del Otro, fascinado por las acrobacias propias del deporte, sostenía la satisfacción de la pulsión escópica (mirar y hacerse ad-mirar por el otro), y al mismo tiempo permitía que el goce del cuerpo encontrara la manera de esculpirse una y otra vez.
El deporte fue el primer síntoma que ensamblaba el goce en lo real y lo simbólico del trauma. Los entrenamientos de tres o cuatro horas diarias se prolongaron hasta la edad de 19 años, en que se hicieron incompatibles con los estudios de medicina, por lo que abandoné la gimnasia de competición.
Desde la más temprana infancia quise ser médico. Durante el primer análisis pude elaborar que el deseo de curar, propio del médico, estaba determinado por la enfermedad del padre. Padre, padeciente, paciente, declinación simbólica que orientará mi elección por la medicina.
De niño me convertí en “el ojito derecho de la madre”, que me dijo en una ocasión, en que le declaré mi vocación por la medicina: “Tienes algo especial, pero hay algo más que no te puedo decir”.
Madre sacrificada, en el lugar de la víctima frente al goce del padre, entregada y dedicada a la vida familiar. Una vida familiar alegre, por el deseo que habitaba en ella, y tormentosa por los excesos del padre.
Este enunciado materno, que siempre estuvo presente en mi vida, que portaba al mismo tiempo un enigma y un sinsentido: “Hay algo más que no te puedo decir”, sirvió para promover y dar sentido a la significación fálica y al fantasma.
En la novela familiar de mi neurosis, el hijo varón de una familia humilde, con dos hermanas, que vivía en el extrarradio de la gran ciudad, que creció en las calles sin asfaltar, estaría destinado a superar esas difíciles condiciones e ir más allá del padre. Esta demanda del Otro constituyó la modalidad de mi neurosis infantil: un “niño bueno y ejemplar” que se dedicó de forma decidida a satisfacer esa demanda, lo que no fue sin consecuencias.
El primer análisis
La elaboración que pude realizar inicialmente, del lado del sentido, consistió en considerar que mi posición subjetiva estaba tejida del fantasma de salvar o curar al Otro. Así se explicaba el síntoma fundamental que se organizó a través de la vocación por la medicina o la participación en los ideales revolucionarios en la época universitaria. Salvar, también, a cualquier precio, la relación amorosa de la que no podía separarme, motivo por el cual se inició el primer análisis. “Ni contigo, ni sin ti”, podría resumir el funcionamiento en que había estado en una relación amorosa durante 10 años.
En ese tiempo, recuerdo que, en un momento de angustia, tras haberse revelado algunos de los significantes fundamentales que habían sostenido mis ideales, todos ellos en la función de reparar la figura paterna, le manifesté a la analista:
-Y ahora ¿qué puedo hacer dado que no creo en nada?
La analista me contestó:
-Pero usted ha hecho la experiencia del inconsciente.
El análisis continuó, a pesar de la angustia, bajo el paraguas de esa “verdad mentirosa”, (3) tomando a mi cargo la creencia de que esa era la única vía que me quedaba para salir de los enredos en los que me encontraba. En la vida y en el trabajo me las arreglaba más o menos bien, pero cuando me tumbaba en el diván aparecía la angustia y apenas podía hablar. Así transcurrieron varios años.
El inconsciente transferencial trabajó de forma decidida acompañado por los silencios de la analista. En mi historia algo no había podido ser dicho, ni estaba a mi alcance, y como efectivamente había hecho la experiencia del inconsciente, sus revelaciones me habían transformado en un apasionado del psicoanálisis y de los amores con la verdad.
Durante el primer análisis fallece mi padre. Duelo difícil en el que aparecen las escenas familiares infantiles, lo insoportable, donde la angustia se entrecruza con los enredos de la vida amorosa. Lo real del padre y del amor se mezclaban sin darme cuenta de la lógica que se evidenciaría al final del análisis.
Un año después viajo al pueblo en el que estaba enterrado. Allí, acompañado de mi madre y una tía paterna, pienso ante su tumba: “Nunca sabré porqué mi padre tomó ese rumbo en su vida, (4) pero ahora se trata de la mía”. Al mismo tiempo, le manifiesto a mi madre que, en el caso de que me sucediera algo, deseaba ser enterrado en ese pequeño cementerio. Mi tía paterna, viuda y sin hijos, me dice que ella ha comprado tres nichos y me indica donde ella