El Diablo Cojuelo. Luis Vélez de Guevara

El Diablo Cojuelo - Luis Vélez de Guevara


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son sus primeros crepúsculos, y viene el sol haciendo cosquillas a las estrellas, que están jugando a salga la parida[192], y dorando la píldora[193] del mundo, tocando al arma a tantas bolsas y talegos y dando rebato a tantas ollas, sartenes y cazuelas, y no quiero que se valga de mi industria para ver los secretos que le negó la noche: cuéstele brujeleallo por resquicios, claraboyas y chimeneas.

      Y volviendo a poner la tapa al pastelón, se bajaron a las calles.

       Índice

      Ya comenzaban en el puchero humano de la Corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba, y otros hacia abajo, y otros de través, haciendo un cruzado[194] al son de su misma confusión[195], y el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas[196] con ruedas, que por otro nombre llaman coches, trabándose la batalla del día, cada uno con disinio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una polvareda de embustes y mentiras, que no se descubría una brizna de verdad por un ojo de la cara[197], y don Cleofás iba siguiendo a su camarada, que le había metido por una calle algo angosta, llena de espejos por una parte y por otra, donde estaban muchas damas y lindos mirándose y poniéndose de diferentes posturas de bocas, guedejas, semblantes, ojos, bigotes, brazos y manos, haciéndose cocos[198] a ellos mismos. Preguntóle don Cleofás qué calle era aquélla, que le parecía que no la había visto en Madrid, y respondióle el Cojuelo:

      —Ésta se llama la calle de los Gestos, que solamente saben a ella estas figuras de la baraja de la Corte, que vienen aquí a tomar el gesto con que han de andar aquel día, y salen con perlesía de lindeza, unos con la boquita de riñón[199], otros con los ojitos dormidos, roncando[200] hermosura, y todos con los dos dedos de las manos, índice y meñique, levantados, y esotros, de Gloria Patri[201]. Pero salgámonos muy apriesa de aquí; que con tener estómago de demonio y no haberme mareado las maretas[202] del infierno, me le han revuelto estas sabandijas, que nacieron para desacreditar la naturaleza y el rentoy[203].

      Con esto, salieron desta calle a una plazuela donde había gran concurso de viejas que había sido damas cortesanas[204], y mozas que entraban a ser lo que ellas habían sido, en grande contratación unas con otras. Preguntó el Estudiante a su camarada qué sitio era aquél, que tampoco le había visto, y él le respondió:

      —Éste es el baratillo de los apellidos, que aquellas damas pasas truecan con estas mozas albillas[205] por medias traídas, por zapatos viejos, valonas, tocas y ligas, como ya no las han menester; que el Guzmán, el Mendoza, el Enríquez, el Cerda, el Cueva, el Silva, el Castro, el Girón[206], el Toledo, el Pacheco, el Córdova, el Manrique de Lara, el Osorio, el Aragón, el Guevara y otros generosos apellidos los ceden a quien los ha menester ahora para el oficio que comienza, y ellas quedan con sus patronímicos primeros de Hernández, Martínez, López, Rodríguez, Pérez, González, etcétera; porque al fin de los años mil, vuelven los nombres[207] por donde solían ir.

      —Cada día—dijo el Estudiante—hay cosas nuevas en la Corte.

      Y, a mano izquierda, entraron a otra plazuela al modo de la de los Herradores[208], donde se alquilaban tías, hermanos, primos y maridos, como lacayos y escuderos, para damas de achaque[209] que quieren pasar en la Corte con buen nombre y encarecer su mercadería.

      A la mano derecha deste seminario andante estaba un grande edificio, a manera de templo sin altar, y en medio dél, una pila grande de piedra, llena de libros de caballerías y novelas[210], y alrededor, muchos muchachos de diez a diez y siete años y algunas doncelluelas de la misma edad, y cada uno y cada una con su padrino al lado, y don Cleofás le preguntó[211] a su compañero que le dijese qué era esto, que todo le parecía que lo iba soñando. El Cojuelo le dijo:

      —Algo tiene de eso este fantástico aparato; pero ésta es, don Cleofás, en efeto, la pila de los dones, y aquí se bautizan los que vienen a la Corte sin él. Todos aquellos muchachos son pajes para señores, y aquellas muchachas, doncellas para señoras de media talla[212], que han menester el don para la autoridad de las casas que entran a servir[213], y agora les acaban de bautizar con el don. Por allí entra agora una fregona con un vestido alquilado, que la trae su ama a sacar de don, como de pila, para darla el tusón[214] de las damas, porque le pague en esta moneda lo que le ha costado el crialla, y aun ella parece que se quiere volver al paño[215], según viene bruñida de esmeril.

      —Un moño y unos dientes postizos y un guardainfante pueden hacer esos milagros—dijo don Cleofás—. Pero ¿qué acompañamiento—prosiguió diciendo—es este que entra agora, de tanta gente lucida, por la puerta deste templo consagrado al uso del siglo?

      —Traen a bautizar—dijo el Cojuelo—un regidor muy rico, de un lugar aquí cercano, de edad de setenta años, que se viene al don por su pie, porque sin él le han aconsejado sus parientes que no cae tan bien el regimiento. Llámase Pascual, y vienen altercando si sobre Pascual le vendrá bien el don, que parece don estravagante[216] de la iglesia de los dones.

      —Ya tienen ejemplar—dijo don Cleofás—en don Pascual, ese que llamaron todos loco, y yo, Diógenes de la ropa vieja, que andaba cubierta la cabeza con la capa, sin sombrero, en traje de profeta, por esas calles.

      —Mudáranle el nombre, a mi parecer—prosiguió el Cojuelo—, por no tener en su lugar regidor Pascual, como cirio de los regidores.

      —Dios les inspire—dijo don Cleofás—lo que más convenga a su regimiento, como la cristiandad de los regidores ha menester.

      —En acabando de tomar el señor regidor—dijo el Cojuelo—el agua del don, espera allí un italiano hacer lo mismo con un elefante que ha traído a enseñar a la puerta del Sol.

      —Los más suelen llamarse—dijo el Estudiante—don Pedros, don Juanes y don Alonsos. No sé cómo ha tenido tanto descuido su ayo o naire, como lo llaman los de la India Oriental; plebeyo debía de ser este animal, pues ha llegado tan tarde al don. Vive Dios que me le he de quitar yo, porque me desbautizan y desdonan los que veo.

      —Sígueme—dijo el Cojuelo—, y no te amohines; que bien sabe el don dónde está; que se te ha caído en el Cleofás como la sopa en la miel.

      Con esto, salieron del soñado (al parecer) edificio, y enfrente dél descubrieron otro, cuya portada estaba pintada de sonajas, guitarras, gaitas zamoranas, cencerros, cascabeles, ginebras[217], caracoles, castrapuercos[218], pandorga prodigiosa de la vida, y preguntó don Cleofás a su amigo qué casa era aquella que mostraba en la portada tanta variedad de instrumentos vulgares[219],—que tampoco la he visto en la Corte, y me parece que hay dentro mucho regocijo y entretinimiento.

      —Esta es la casa de los locos—respondió el Cojuelo—que ha poco que se instituyó en la Corte, entre unas obras pías que dejó un hombre muy rico y muy cuerdo, donde se castigan y curan locuras que hasta agora no lo habían parecido.

      —Entremos dentro—dijo don Cleofás—por aquel postiguillo que está abierto, y veamos esta novedad de locos.

      Y, diciendo y haciendo, se entraron los dos, uno tras otro; pasando un zaguán, donde estaban algunos de los convalecientes pidiendo limosna para los que estaban furiosos, llegaron a un patio cuadrado, cercado de celdas pequeñas por arriba y por abajo, que cada una dellas ocupaba un personaje de los susodichos. A la puerta de una dellas estaba un hombre, muy bien tratado de vestido, escribiendo sobre la rodilla y sentado sobre una banqueta, sin levantar los ojos del papel, y se había sacado uno con la pluma sin sentillo. El Cojuelo le dijo:

      —Aquél es un loco arbitrista[220] que ha dado en decir que ha de hacer la reducción de los cuartos, y ha escrito sobre ello más hojas de papel que tuvo el pleito de don Alvaro de Luna.

      —Bien haya quien le trujo a esta casa—dijo don Cleofás—; que son los locos más perjudiciales de la república.

      —Esotro que está en esotro aposentillo—prosiguió


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