Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot
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Espérenme que ya vuelvo
Teodoro Boot
Colección Imaginerías
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Teodoro Boot
Espérenme que ya vuelvo
E-Book
ISBN 978-987-86-4663-3
© 2019, Al Fondo a la Derecha Ediciones
José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.
www.alfondoaladerecha.com.ar
© 2019, Teodoro Boot
Diseño de tapa e interior:
Al Fondo a la Derecha Ediciones
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.
Contratapa
Espérenme que ya vuelvo es un texto que atrapa al lector desde el comienzo y no le permite alejarse hasta el final. Hilarante y burlesca el lector puede sospechar —y bien que hace— que debajo de su apariencia se esconde un drama, una de las grandes escenas trágicas de la historia argentina. Teodoro Boot sabe pasar de la caricatura a la nostalgia; administra sabiamente la información para terminar esta exquisita novela a toda orquesta.
Disculpe el lector, no corresponden mayores adelantos.
A María Elena Márquez
Agradecimiento
A Enrique Arrosagaray, José María Castiñeira de Dios, Enrique Pavón Pereyra, Eduardo Gurrucharri, Arturo Jauretche, John William Cooke, Leopoldo Marechal, Bernardo Alberte, Juan Vigo, Fermín Chávez, Juan Salinas, Hipólito Barreiro, Andrés Framini, Rodolfo Walsh y Juan Domingo Perón, quienes inadvertidamente me permitieron manipular sus palabras con tanta desaprensión, irresponsabilidad y —espero de todo corazón— impunidad.
La única verdad es la realidad
Arturo Frondizi
1
Era casi de madrugada. De Santis acababa de terminar el recorrido, estacionó el Mack de 41 asientos en una de las cortadas frente a la estación Retiro y se quedó al volante, tratando de encontrar alguna comodidad en el asiento. Imposible, con ese respaldo tan recto. Debía ser una venganza de los ingleses por el gol del Grillo. Puteó a los ingleses, sin mucha convicción: el Mack bien podía ser norteamericano. Puteó entonces a los norteamericanos y, de paso, a los ingenieros y técnicos argentinos que deberían pensar un poco en el bienestar de los trabajadores.
—La reputa madre —declaró, aludiendo al asiento, los ingleses, los norteamericanos, los ingenieros flor de ceibo y, ya más específicamente, al clima.
Había llovido durante todo el día y el agua se acumulaba en grandes charcos sobre el desparejo adoquinado de la avenida Ramos Mejía, desbordaba las bocas de tormenta, bajaba en torrente desde la barranca de Plaza San Martín. Plaza de los Ingleses era un lago en el que las gotas se estrellaban formando globitos. Habría lluvia para rato. Y frío. Demasiado como para caminar hasta el barcito. Verdad que en el barcito no se veía luz, pero eso no era raro, si no se veía un carajo a la vela.
Los playones aledaños a la estación Retiro eran un inmenso cementerio de colectivos y ómnibus, y De Santis pensó en los restos de los barcos que asomaban escorados en el cauce del Riachuelo.
Algún tenue relumbrón denunciaba a lo lejos la presencia de un colega tratando de matar el tiempo con un cigarrillo. Sin embargo, la mayoría debía dormir. No era su caso: apenas tenía que esperar cuarenta minutos para desandar el camino hasta Liniers, donde se tomaría un café con un par de medialunas. Claro que podía estirar las piernas o recostarse en alguno de los asientos dobles, que era lo que seguramente hacía Friedman, unos pocos metros a su espalda, pero De Santis prefería quedarse en el asiento del conductor.
Buscó en el espejo, moviéndolo de un lado a otro, hasta que descubrió a Friedman tendido en el último asiento. Había dejado gorra y boletera en el piso y dormía a pata suelta.
—Ruso de mierda.
Lo dijo en voz baja, para no despertarlo. Al fin de cuentas, era su compañero. Y le tenía afecto, tal vez debido a su aspecto desvalido, a su aire a pájaro enclenque y un poco deforme.
Pequeño, esmirriado, con una gran nariz huesuda en un rostro enjuto, pálido como el de un cadáver, y una mata de pelo a la que el corte a la media americana hacía ver como una cresta rojiza, Friedman era una caricatura de los sobrevivientes de los campos de concentración que había visto en el noticiero de Sucesos Argentinos alguna vez que se detuvo una horita en el cine Tarico de la avenida San Martín.
Además, Friedman era tan feo. Feo y virgen, pobrecito.
De Santis había apoyado la cabeza contra la ventanilla y se quedó dormido. Lo descubrió cuando lo sobresaltaron un par de golpes en el vidrio. Había alguien afuera.
Abrió el ventilete, que era todo lo que los ingleses, confabulados con los norteamericanos y los ingenieros flor de ceibo, habían dispuesto como ventilación con el avieso propósito de que él se cagase de calor en el verano, y miró hacia afuera. Bajo la lluvia, un hombre alto y robusto, cubierto por un capote, hacía visera con una mano sobre sus ojos para evitar que el agua que se escurría por su tupida cabellera negra, brillante de gomina, le cayera sobre los ojos.
—A ver, mi amigo, si nos puede hacer una gauchada, que se nos quedó el Cadillac en un charco.
Gesticuló exageradamente al hablar y De Santis pudo ver, como en una alucinación, la inconfundible sonrisa que relumbraba en la oscuridad. Parecía dotada de luz propia.
Se puso de pie de un salto.
—¡Fríman! ¡Fríman! ¡Despertate! ¡Es Perón!
Algo dijo Friedman, una puteada que De Santis pasó por alto: ya tiraba de la palanca de la hidráulica que abría la puerta delantera.
—¡Suba, General, que se va a empapar!
—Ya estoy hecho una sopa —explicó Perón en tono jovial mientras trepaba al Mack. Se veía, de lejos, que conservaba un excelente estado, pero ahora De Santis pudo comprobarlo con sus propios ojos.
Perón subió hasta el segundo peldaño de la escalerilla, desde donde saludó a Friedman alzando una mano hasta la altura de su cabeza.
—¡Qué nochecita!
Mientras trataba de dar arranque al perezoso motor del Mack, De Santis miró a Friedman por el espejo. De pie, con los ojos desorbitados, Friedman se había calzado la gorra y permanecía en posición de firmes.
—Vamos, Fríman, movete. Buscá la cuarta.
La cuarta era una cadena que por su propia iniciativa los choferes de Mack llevaban debajo del último asiento. En las madrugadas de invierno, con el motor en frío, muchas veces las baterías se agotaban antes de que se consiguiera dar arranque. Entonces había que cincharlos.
De Santis se lo explicó a Perón, que meneaba la cabeza.
—¡Estos norteamericanos...! —comentó—. No sé cómo hicieron para ganar la guerra.
Una vez que la carrocería comenzó a vibrar, De Santis colocó primera y avanzó bajo la lluvia.
—Agarre para allá —indicó Perón.
Al fin, unos doscientos metros más adelante, De Santis alcanzó a distinguir el Cadillac. Tenía las luces de posición encendidas y el capó abierto. Junto a éste, un hombre se afanaba en el motor, tratando de secar el distribuidor, conjeturó De Santis, mientras colocaba el Mack delante del automóvil, de un negro casi tan reluciente como la cabellera del General.
De Santis abrió