Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot
propio Friedman, llevando, con esfuerzo, la pesada cadena.
—Se mojó el distribuidor... —dijo el tal Gilaberte.
Sin detenerse, y casi con displicencia, De Santis contestó:
—Le entró en tercera al charco.
Y se encontró con los ojos de Perón. Chispeaban. El derecho se cerró, con complicidad. Perón se daba cuenta: Gilaberte era un pelotudo. Y cómo no se iba a dar cuenta, si se daba cuenta de todo.
Friedman, más torpe que nunca, se había tirado debajo del Cadillac y, prácticamente sumergido en el charco, trataba de enganchar la cadena.
De Santis hizo un gesto de fastidio y se volvió hacia Perón.
—General, métase adentro. Llueve mucho.
Perón no se movió.
—Yo, como siempre, al pie del cañón.
—¡Vamos Fríman, movete! ¡Este boludo de Hitler debería haber hecho mejor las cosas!
Perón rio, con sus dos pequeñas manos entrelazadas sobre el abdomen.
Friedman salió de abajo del Cadillac, completamente mojado.
—Ya está —dijo— Y ahora, para variar, hace algo vos y enganchala al Mack.
—Así me gusta Fríman, que tengás caráter.
Afirmó la cadena al elástico del omnibus. Perón ya se había subido al Cadillac.
—¿Lo llevo a Tagle, General?
—No —dijo Perón—. Voy acá nomás, a Puerto Nuevo.
—Al dique A —agregó Gilaberte, sin que nadie le preguntase nada.
De Santis fingió no haberlo escuchado.
—A Puerto Nuevo, entonces.
Trepó al Mack y lo condujo de regreso por Libertador hasta Retiro. Dobló a la izquierda y tomó por Antártida Argentina, luego de cruzar, a excesiva velocidad, las desparejas vías del ferrocarril.
Friedman perdió equilibrio y cayó sobre un asiento. Atrás, en el Cadillac, Gilaberte protestó airadamente, con exagerados movimientos de brazos, pero esto pudo muy bien haber ocurrido sólo en la imaginación de De Santis: la lluvia distorsionaba las imágenes en el espejo lateral y el parabrisas del Cadillac estaba empañado.
La visibilidad era casi nula. Para peor, cada tanto tenía que mirar por el retrovisor derecho tratando de adivinar las señas de Perón quien, indiferente a la lluvia, sacaba el torso por la ventanilla para hacerle alguna indicación. En un par de oportunidades, De Santis debió detenerse, para consultarlo personalmente. Y hasta estuvo a punto de agarrar a Gilaberte del cogote cuando el muy imbécil se distrajo —“No ví la seña”, fue todo lo que se le ocurrió decir— y chocó el Cadillac contra el paragolpes trasero del Mack.
Finalmente llegaron al dique A. Mientras Friedman bajaba dispuesto a desenganchar la cuarta, De Santis dejó el motor en marcha, colocó el freno de mano y salió del ómnibus. El muelle parecía desierto. La persistente lluvia y la niebla que se levantaba del río le impedían ver mucho más allá de la silueta del General, ahí donde Gilaberte empezaba a impacientarse. Perón se había detenido frente a ellos para decirles algo, seguramente agradecerles y darles una tarjeta de recomendación, pero Gilaberte le tironeaba de la manga del sobretodo.
—Vamos, General, que no hay tiempo —decía el pelotudo.
Perón se desprendió de Gilaberte y dio un paso adelante.
Friedman soltó la cadena del chasis del Cadillac y se paró junto a De Santis.
—Bueno, muchachos —mientras se les aproximaba, De Santis notó el pequeño maletín en su mano izquierda—, muy agradecido. La verdad, me sacaron de un apuro.
—Para servirle —dijo De Santis, listo para manotear la tarjeta, que Perón se demoraba en largar. Friedman se revolvía incómodo, mirando a su alrededor. La niebla era cada vez más espesa y parecían estar solos en el fin del mundo. Hasta la figura de Gilaberte se difumaba.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Friedman.
De Santis lo codeó
—Callate, ruso —dijo por lo bajo.
La sonrisa de Perón se había disuelto en una mueca que le pareció de disgusto. Friedman empezó a tartamudear, que era lo que le pasaba al ponerse nervioso. En cualquier momento se mandaría otra cagada. De Santis cerró los ojos. Y así, con los ojos cerrados y el upite fruncido, escuchó la voz de Perón.
—Es hora de renunciamientos, muchachos. ¿Saben qué pasa? Esos bárbaros son capaces de bombardear la destilería. Imagínense, ¡la obra de mi vida!
De Santis abrió los ojos y, de puro impulso, miró hacia el río. Un golpe de brisa había levantado el celaje y pudo ver, a lo lejos, un buque de extraño aspecto. Echaba humo por una única y gigantesca chimenea, ubicada en el centro del casco, inmediatamente detrás de un mástil rematado en lo que parecía un tanque de agua. Por los toldos extendidos en cubierta, que le daban un gran parecido a las bañaderas que paseaban turistas los fines de semana, pensó que se trataba de un barco de excursión. Fue Friedman quien advirtió los cañones. Y en la popa, una bandera azul, blanca y roja.
—¿Se va...?
Gilaberte había tomado el maletín de la mano de Perón y lo esperaba junto a la planchada. Perón asintió.
—Y nosotros —se atragantó de Santis— ¿qué hacemos?
Perón dio un paso, acercándose a los dos afiliados a la Unión Tranviarios Automotor. Le llevaba a De Santis una cabeza, y media más al esmirriado Friedman. Pero hasta De Santis, que a pesar de su juventud ya mostraba signos inequívocos de la gordura que iría adquiriendo por culpa de tanta mala sangre, se sentía un enclenque al lado del General.
Éste le puso una mano en el hombro, la derecha, mientras apoyaba la izquierda en el de Friedman.
—Ustedes despreocúpense, que yo ya vuelvo. Entre tanto, serán mis ojos y oídos en la Argentina.
De Santis sintió un nudo en el estómago. Y sin que supiera por qué, se le escaparon un par de lágrimas.
—¿Nosotros?
—Naturalmente. Les dejé una doctrina, una mística y una organización. Yo sé que usted y Friedman sabrán emplearlas cuando llegue la hora.
—Pero... —balbuceó De Santis, que no sabía qué decir— ... pero este, es judío.
—¡Tanto mejor! —exclamó Perón, y dando media vuelta, se perdió en la bruma.
—¡Hasta pronto! —escuchó De Santis —¡Y cuídense; no se me vayan a resfriar!
Permanecieron en el muelle, bajo la lluvia, que ya parecía eterna. Después de un rato, De Santis rodeó con un brazo la huesuda espalda del guarda.
—Ahora sí que estamos jodidos, ruso.
2
Luego de su encuentro con Perón, que con los años le iría pareciendo cada vez menos fortuito, la vida de De Santis cambió drásticamente, pero no de inmediato ni, menos todavía, de un modo que pudiera considerarse evidente. Si ni siquiera De Santis se daba cuenta de que su vida había sufrido un cambio. Mucho menos podían hacerlo los demás, exceptuando al “Chancho”, como todos los choferes y guardas de la compañía conocían familiarmente a Martínez, el encargado de supervisar horarios y controlar los boletos de los pasajeros, así como la boletera de Friedman.
Martínez controlaba las boleteras de todos los guardas, pero no había modo de hacérselo entender a Friedman, que solía quejarse ante la mera mención del apodo: —Me tiene entre ceja y ceja.
El Chancho era un cordobés presuntuoso, perfumado hasta las náuseas y con el empaque de un comandante del Queen Mary. El cuello de su camisa