Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot
última semana de cada mes, esperando con creciente ansiedad el día de pago, la única distracción De Santis era sentarse en el bar de mi tío y conversar —vaya uno a saber de qué cosas, porque de noche yo nunca ayudé a atender las mesas— con el Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culaciati, que no tenían nada que hacer en el mundo, salvo, el último, dejarse meter los cuernos por la rusa Raquel.
De Santis llegaba seco a fin de mes, y entonces le daba por pensar en su estúpida vida, porque si de algo estaba seguro era de llevar una vida al divino botón, sin un peso en la Caja de Ahorro Postal, donde apenas tres estampillas de veinticinco centavos daban muestras de que alguna vez, luego de una semana de malaria que se le había vuelto demasiado larga, había decidido sentar cabeza. Se le pasó pronto, no bien lo llamaron de ventanilla, cobró el sueldo y se fue con Friedman a tomar una cerveza al bar de Nazca y Rivadavia. Eso sí, apenas cobraba, ya de regreso en el barrio, lo primero que hacía era pagarle a doña Carmen.
La gallega doña Carmen, la madre de Inesita, le alquilaba una pieza en la terraza.
De Santis hubiera deseado que la piecita tuviera baño, pues debía usar el de la casa. Esto no estaba mal, si sólo le hubiese permitido espiar a Inesita mientras ayudaba a su madre o hacía las tareas escolares, pero si por algún motivo De Santis llegaba a demorarse en el baño más de lo que doña Carmen consideraba adecuado, la gallega la emprendía a golpes contra la puerta.
—¿Qué está haciendo ahí, puñetas? A ver si se da prisa, De Santis, que no está usted en un salón de lectura.
De Santis salía del baño, rojo de vergüenza si de casualidad Inesita estaba en casa y no en el internado de monjas, pero le resultaba imposible enojarse. Debajo de ese exterior tosco, sus salidas imprevisibles y su temible carácter, la gallega era una buena mujer, “con unas pelotas así de grandes”, le escuché decir a Culaciati, quien con sus manos parecía más explicar el tamaño de las tetas de su novia que los imposibles testículos de doña Carmen.
Ocurrió, según se llegaría a decir, que doña Carmen, bien arreglada y con peinado de peluquería, apoyó la cartera en el regazo de su vestido floreado, alzó la cabeza y miró fijamente los enloquecidos ojos del capitán Gandhi.
El verdadero nombre del capitán Gandhi era Próspero Germán Fernández Albariño. Sin nombramiento oficial, sin otra autoridad que la de ser amigo del capitán de navío Aldo Molinari, subjefe de la Policía Federal, el capitán Gandhi dirigía en los hechos una de las comisiones investigadoras de los muy variados delitos peronistas.
Saltaba a la vista que no estaba en sus cabales. Si su mirada extraviada no resultaba suficiente, ahí estaba el cráneo de Juan Duarte sobre su escritorio. Había desenterrado el cadáver en busca de alguna pista que vinculara a Perón con el supuesto suicidio de su cuñado.
Juan Duarte, el hermano de “la Eva” (así le decían mi vieja y mi tía, y mi tío Rodolfo y el Mudo y Carlitos y Alberto Culaciati —hasta Pablito Serún le decía “la Eva”, aunque en su caso, a diferencia de todos, alzando la voz)— era un play-boy a quien parece que Perón había mandado matar harto de sus trapisondas de cabeza hueca y de su costumbre de meter la mano en la lata.
Leía revistas sentado en la escalera que llevaba a la terraza escuchando esas historias cuchicheadas por mi vieja y mi tía en la cocina, o en el patio, mientras tomaban mate o recortaban moldes de alguna revista de costura.
Me llamaba mucho la atención que Perón hubiera mandado matar a su cuñado por cabeza hueca y ladrón. Todos decían que Perón se había robado una pila de oro. Y que era un cabeza hueca.
Un día se lo pregunté a mi viejo.
En ese entonces el rostro de mi viejo estaba demasiado lejos y demasiado alto como para que yo pudiera observar detenidamente su reacción. Me figuro que fue de desconcierto. Echó una mirada fugaz a mi tío Polo. Mi tío Polo permanecía impasible, con algo parecido a una sonrisa que no sé si era una sonrisa: mi tío Polo solía sonreír con toda la cara.
—Macanas —dijo mi viejo—. Estupideces que algunos imaginan.
Uno de los que imaginaban estupideces era el capitán Gandhi, que desenterró el cadáver de Juan Duarte y se llevó la cabeza para mostrársela durante el interrogatorio a Fanny Navarro, una actriz que había sido novia del play boy, que en vida solía engañarla con Elina Colomer.
Elina Colomer era otra actriz. A Juancito le encantaban las actrices.
Al ver el cráneo de Juan Duarte, Fanny Navarro sufrió un shock nervioso.
Doña Carmen no.
Doña Carmen, bien arreglada y con peinado de peluquería, apoyó la cartera en el regazo de su vestido floreado, alzó la cabeza y miró fijamente los enloquecidos ojos del capitán Gandhi.
—Sepa usted —dijo doña Carmen— que el señor De Santis siempre se ha comportado en mi casa como un caballero. Y me importa un rábano lo que haga o deje de hacer fuera. En cambio, no puedo decir de usted ninguna de las dos cosas.
Ajeno a todo esto, que llegaría a suceder, si sucedió, recién tiempo después, pero embargado del presentimiento —extraño a esa altura del mes y en vísperas del aguinaldo— de estar llevando una vida completamente inútil, De Santis estacionó el Mack en la terminal de Liniers y apagó el motor. Tenían media hora de descanso. Abrió la puerta delantera y bajó detrás de Friedman.
Se sentaron en un bar americano. De Santis apoyó los codos en el mostrador y miró a Friedman en el espejo. La cara de Friedman era una máscara chistosa entre las botellas de caña Legui, Americano Gancia, Fernet y grapa Chissoti.
—Contame, Fríman. ¿En serio vas en cana por decir “Perón”?
—¿Pero vos donde vivís?
Friedman había bajado la voz más que de costumbre. De eso, y del súbito nerviosismo de su compañero, dedujo que éste hablaba en serio, y mientras Friedman hablaba, De Santis empezó a pensar que no sólo llevaba una existencia inútil, sino que lo hacía en las nubes de Úbeda. Hasta que no aguantó más.
—Pero, tomátelas, ruso. ¡Hugo Del Carril! ¡Cómo va estar en cana Hugo del Carril!
—¿No me crees? —se encrespó Friedman.
—No, si te creo. Pero ¿por qué?
Friedman se alzó de hombros.
—Andá a saber
Después de un rato, De Santis se inclinó todo lo que le era posible sobre el mostrador, giró la cabeza y miró a Friedman a la cara.
—Che, y si no se puede decir “Perón” ¿como hay que decir entonces?
—Tirano Prófugo —repuso Friedman.
De Santis empezó a reír. Si no se podía decir “Perón”, en lo sucesivo diría “el hombre”, o “el quía”, a diferencia de mi viejo. Para mi viejo Perón sería de ahí en más, y por los siglos de los siglos, “el que de dije” o, en su defecto, “ese hijo de puta”. Porque los gorilas también tenían prohibido decir “Perón”.
—Entonces “el quía” no está loco —dijo después de unos minutos De Santis, estrenando su nueva jerga.
—¿Por?
—Después te explico.
De Santis se bajó del taburete, dejó cincuenta centavos en el mostrador y trotaron hasta el Mack. Se les había hecho tarde.
Recién cuatro horas después, una vez que dejaron el ómnibus estacionado en José Martí, De Santis volvió a abrir la boca.
—Fríman, esta noche empilchate como la gente. El hombre me pidió que fuéramos a la casa de Zully Moreno.
Friedman sonrió, con timidez, como cada vez que no estaba seguro de si De Santis hablaba en serio o hacía una broma. Zully Moreno era pétrea e inalcanzable como el monumento a la bandera, aunque bastante más hermosa, más todavía que la sexy Laura Hidalgo o que la