Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot
Perón no tenía familia. Había quedado viudo y estaba solo —en cierto sentido, más solo que Friedman—, y gagá, según opinaban tanto el doctor Jekyll como mister Hyde en representación de todos los antiperonistas. Y había llenado la quinta de chicas adolescentes.
Eso, más la versión sobre la existencia de espejos falsos en los vestuarios, detrás de los que Perón se sentaba a babearse mientras las chicas se cambiaban de ropas, desataban mi imaginación, ayudándome a conciliar el sueño y, sospecho, provocando mis primeras poluciones nocturnas.
En verdad, las instalaciones de la quinta eran usadas por las estudiantes secundarias como campo de deportes. Las chicas se calzaban los bombachones negros, que eran como pantalones cortos, pero absurdos, y salían al parque a trotar, hacer calistenia y jugar al voley y pelota al cesto bajo la atenta mirada del General.
Pero Perón hacía algo más que mirar: almorzaba con ellas, les daba consejos y les contaba anécdotas. Y tan contento estaba con las chicas deportistas que invitó a Gina Lollobrígida a que viera cómo hacían gimnasia y se mantenían sanas y fuertes. Quería que se lo contara al mundo.
A Perón le gustaba ese tipo de cosas, como hablar para el mundo o juntarse con actrices y deportistas, y una vez invitó a la quinta al boxeador Archie Moore, un negro gigantesco, campeón mundial de los semipesados, pero no para ver a las chicas: entre los gorilas rápidamente circuló la versión de que el negro y Perón habían tenido relaciones sexuales.
Curiosamente, no decían eso de la Lollobrígida. Lo que Perón le había hecho a la Gina Lollobrígida fue sacarle una foto con rayos equis, aprovechando que todas las prendas de la actriz eran de nailon, hasta la bombacha.
El nailon era un invento reciente, prácticamente desconocido para nosotros, porque no se podía importar nada si no se tenía un permiso de importación, así que lo poco que había de nailon era traído de contrabando desde Montevideo. Y como era desconocido, resultaba misterioso, de ahí que nadie dudara de que la actriz, sorprendida en su buena fe, hubiera sido sometida a una sesión fotográfica porno en momentos en que creía asistir a una reunión con las chicas deportistas.
Algo extraño ocurría con Perón: todos —gorilas, no gorilas y peronistas— lo creían capaz de cualquier cosa, desde encamarse con el campeón mundial de los semipesados hasta corretear a las estudiantes de liceo en el parque de la quinta de Olivos o inventar una máquina de rayos para fotografiar las tetas de Gina Lollobrígida.
Lo que más me llamaba la atención era que a los peronistas, todo esto les importaba un comino y, llegado el caso, hasta se jactaban de las dudosas hazañas de su líder. Por eso, cuando el Mudo, acodado en el mostrador junto al Pelado y Carlitos Culaciati, gritó: “¡De Santis! Vos que tenés influencia con el que te dije ¿por qué no nos conseguís una foto de la Lollobrigida?”, y todos rieron, menos yo, y Friedman, y De Santis se alzó de hombros y siguió caminando hasta la mesa de la ventana, sin jactarse de las hazañas de Perón, comprendí que De Santis no era peronista.
5
Impecablemente trajeados, Friedman y De Santis bajaron del tren en la estación Vicente López pasadas las 8 de la noche. Los ojos de conejo de Friedman se movían de derecha a izquierda y su labio inferior temblaba, como si el mismísimo Chancho acechara desde algún oscuro rincón del andén, que iba vaciándose de pasajeros recién descendidos.
—¿No será un poco tarde, che?
—Es una artista, ruso. Recién se debe haber levantado.
De Santis se demoraba en el andén estudiando una guía de calles, lo que aumentaba el nerviosismo de Friedman.
—Esto es un quilombo —bufó De Santis—. Mejor preguntamos.
—Dejame a mí.
Friedman le quitó la guía.
—Acá está la calle —exclamó, un instante después— ¿Qué número es la casa?
De Santis se alzó de hombros.
—No tengo la más puta idea.
Luego corrió detrás de Friedman, que apuraba el paso rumbo a la pasarela que comunicaba con el otro andén. Sacudía la cabeza, hundida entre los hombros. De Santis lo tomó del brazo.
—¿Adónde vas, ruso? Pará.
Friedman era un hombrecito nervioso y excitable, un resorte humano propenso a descalabrarse ante el más leve roce o la menor contrariedad. En ese momento todos los músculos de su cara se sacudían. El sudor, que brotaba de su frente, tras rodar por los costados de su nariz, se acumulaba en el borde de los orificios nasales. O tal vez fuera una alergia.
Lloraba sin lágrimas, directamente con mocos, dice De Santis, entre risueño y todavía perplejo.
Yo ya había visto a Friedman convertido en un nudo de nervios, con el rostro decolorado —en partes casi blanco, en partes de un rojo subido—, con los ojos muy abiertos y echando mocos. Por ejemplo, cuando al Pelado se le daba por elogiar la destreza con que Inesita —no la hija de doña Carmen sino la de doña Berta—, lo ordeñaba en las escaleras que llevaban hasta su casa, en el primer piso sobre la carnicería de don Samuel.
A partir de ese momento, cuando lo sorprendía distraído, estudiaba con atención al Pelado tratando de descubrirle alguna anomalía, algo que hasta entonces me hubiera pasado desapercibido y que me permitiese comprender qué hacía exactamente Inesita en las escaleras.
Mi tía compraba en la carnicería de don Samuel, en cruz al bar, en una esquina de ángulo tan agudo como obtuso era el de la verdulería de Natalio. Justo en ese punto Lascano se volvía diagonal, por lo que desde el bar de mi tío podía verse el puente de la avenida San Martín.
La sobrina de don Samuel, que venía a ser la hija de doña Berta, era una auténtica muñequita de porcelana, y así de distante. Jamás hablaba con nadie y prácticamente no saludaba —excepto a don Samuel, al fin de cuentas, su tío— cuando por las tardes, tras bajar las escaleras, daba vuelta la esquina y se dirigía, con pasos rápidos y sin desviar la vista, hacia el puente a tomar el colectivo que la llevaría a la Pitman. Estudiaba para secretaria y siempre pareció —y sin duda se sentía— muy por encima del nivel social del barrio.
Por todo esto, y porque el Pelado era un charlatán, un inútil que pasaba tanto tiempo en el bar que le hubiese resultado materialmente imposible ejecutar la cuarta parte de las hazañas que se atribuía, nadie prestaba atención a sus fabulaciones, pero Friedman empezaba a echar mocos y a sacudirse en la silla, siempre en la mesa de la ventana, sobre la calle Gavilán. Nunca entendí esa reacción de Friedman, si no se daba con ninguno de los judíos del barrio, mucho menos con doña Berta, Inesita y don Samuel.
Friedman vivía más allá de Jonte, cerca de la cancha de Argentinos, a varias cuadras del bar de mi tío y hasta yo podía darme cuenta de que no por ser judío iba a ser pariente, amigo o conocido de los judíos de la cuadra. De cualquier modo, había algo extraño en su comportamiento. Desde la terraza, donde pasaba horas mirando los conejos albinos de mi tío Rodolfo —que se reproducían en el laberinto formado por cajones de cerveza, jaulas de alambre para botellas de vino, lavarropas y cocinas en desuso, guardabarros de automóvil y una enorme variedad de trastos que mi tío acumulaba debido a su visceral resistencia a considerar que algo carecía de utilidad—, pude observar que Friedman jamás pasaba por delante de la puerta de la carnicería de don Samuel —en la esquina opuesta, en cruz a la del bar— y que invariablemente se cruzaba de vereda antes de llegar a la esquina.
Debido a la diagonal de Lascano, la costumbre de Friedman de cruzar la calle antes de llegar a la carnicería de don Samuel equivalía a retroceder.
Como dije, no hacía esas observaciones estando en el bar, sino en la terraza, desde donde a veces veía a De Santis y Friedman aproximarse desde el puente y, en alguna oportunidad, admiré los enormes saltos de un canguro perseguido a la distancia por un grupo de guardianes, con gorras y uniformes grises o negros, aunque me temo que esto fue un sueño o una alucinación. Puede suceder, en ocasiones, que los sueños se confundan