Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot
los años, el suceso adquirió un carácter extraordinario, tomando en cuenta que mi propio rostro aparecía cada vez más nítido en la ventana de la cocina al tiempo que el de mi primo se iba difumando.
Mi primo siempre tuvo facciones borrosas, por si quieren saberlo, pero no eran sus facciones sino su propio contorno el que se fue difumando, y con él, la cocina misma, exceptuando el reloj de pared en el que todavía hoy puedo ver —y con mayor nitidez— las agujas negras. La pequeña, entre el ocho y el nueve. La grande, en el cinco. No veo el segundero.
En una sórdida habitación de un conventillo de Villa Urquiza, bajo la débil luz de una lamparita que pendía desnuda en medio del cuarto, escucharía una inquietante teoría que buscaba explicar el extraño fenómeno.
—Existe la posibilidad —dijo el doctor Anael— de que en ese momento el espíritu de uno de los policías se haya apoderado de usted.
Friedman estornudó, cubriéndose tardíamente con un pañuelo de bolsillo. De Santis tenía los ojos cerrados y parecía dormir.
El doctor esbozó una media sonrisa.
—Es una teoría, claro. Pero ¿qué acontecimiento extraordinario tuvo lugar a las ocho y veinticinco?
A las ocho y veinticinco, Friedman y De Santis tocaban el timbre en un chalet. La brisa nocturna les llevaba el perfume de un jazmín del Cabo. Tras la verja de hierro, ni muy baja ni muy alta, apenas lo suficiente para contener a dos excitables fox terrier, el camino de entrada, de grandes lajas irregulares, era flanqueado por macizos de flores, en bonitos y muy bien cuidados canteros de piedra.
Uno de los terriers se puso a cavar frenéticamente en el parque mientras el otro los mantenía a raya con sus ladridos. De Santis se preguntó si esos serían los “bandidos” que tanto extrañaba Perón.
No lo eran. Pertenecían a la señora Zully Moreno, que en esos momentos descansaba, según les informó una atractiva joven en uniforme de mucama, en un tono que no admitía réplicas.
—Dígale que tenemos un mensaje muy importante para Midorni —replicó sin embargo De Santis, que de inmediato sintió un codazo en el costado.
—Amadori —aclaró Friedman.
El bello rostro de la mucama se torció en una mueca desagradable.
—De parte del General —dijo De Santis.
La mucama retrocedió, sin darles la espalda. El fox terrier seguía ladrando cuando la muchacha se escabulló dentro de la casa sin quitarles los ojos de encima.
Friedman y De Santis sostenían, en susurros, una acalorada discusión.
—¿Y qué querías que le dijera? —protestó De Santis, alzando la voz.
Friedman se encogió de hombros.
—Así, cualquiera —refunfuñó de Santis—. Para criticar, mandado hacer, ruso de mierda. Tengo que hacer todo yo, y después el señorito critica —prosiguió.
—Sabés que no se puede nombrar a Perón —dijo Friedman, por lo bajo.
—¡Yo no dije Perón! —gritó de Santis.
—Shh, callate.
Friedman miró hacia ambos lados de la calle, temiendo que alguien los hubiera oído.
—Ahí está... —le advirtió De Santis con un codazo.
En el vano de la puerta, una silueta se recortaba contra la claridad del interior de la casa. Un entallado vestido, largo hasta los pies, de amplias hombreras, revelaba las suaves y ondulantes formas de su cuerpo. Una mano, de dedos largos y finos, se apoyaba en el marco. De la otra se elevaba una delgada columna de humo.
La mucama ya llegaba hacia ellos por el camino de lajas.
—Pregunta la señora si tienen alguna credencial.
Friedman y De Santis se miraron. Tras un primer momento de desconcierto, De Santis pareció comprender, buscó en el bolsillo del saco y, de la billetera, extrajo el carné de la Unión Tranviarios Automotor, seccional Capital.
7
A diferencia del doctor Anael y sus secretarios, ayudantes, seguidores, cómplices o lo que fueren, el tío Polo no tenía Poderes, especiales, espirituales o mentales.
Los ayudantes o secretarios del doctor eran dos: Juan y Daniel, aunque debería dudar antes de llamar “secretario” a Juan, que no lo era en absoluto en tanto entre las obligaciones de un secretario esté la de resolver asuntos de orden práctico.
Juan estaba especialmente incapacitado para los asuntos prácticos, tara que se acentuó con los años, en relación directa con su creciente afición a la bebida. Mucho más joven que Daniel, oficiaba de espectral cuidador o casero en el conventillo de Villa Urquiza, cuartel general del grupo, paseando su desmesurada gordura en el patio, desde donde escuchaba sin disimulo nuestras conversaciones en el interior de la pieza, para luego alejarse pesadamente, arrastrando los pies rumbo a la cocina, a cebar unos mates, tomar un vino o echar un antiácido a su atormentado tubo digestivo.
De Daniel, el otro secretario, hablaré más adelante, si no consigo evitarlo.
Ambos creían tener Poderes, y unían sus mentes a la del doctor —que también decía tenerlos— para anticiparse al porvenir, evadir el azar y ganarle de mano al Destino, que estaba y no estaba escrito.
Lo bueno, estaba escrito. Lo malo, no, y podía evitarse.
El doctor y sus ayudantes eran de un optimismo insobornable, todo lo contrario de mi tío Polo, que tampoco tenía Poderes.
Alguno ya lo habrá pensado: ¿cómo, si no tenía Poderes, pudo saber que era la policía no bien golpearon a la puerta de calle?
Porque golpearon. La puerta nunca estaba con llave y cualquiera entraba a casa de mi tía como Pancho por la suya.
El acceso habitual a la casa de mi tía era a través del bar, donde, al final del mostrador, una puerta —también de chapa pero ciega y pintada de color marrón—, siempre abierta, comunicaba con el pasillo.
Prueba de que el bar era el acceso habitual a la casa de mi tía lo constituía el simple pero concluyente hecho de que entre el patio y la puerta color mierda de perro que comunicaba con el bar no había cajones entorpeciendo el paso.
Cuando íbamos de visita a lo de mi tía, por lo menos dos veces a la semana a lo largo del año, con mi mamá entrábamos por el bar, por la puerta contigua a la del pasillo.
El bar tenía dos puertas. Esa, pequeña, de dos hojas, sobre Lascano, junto a la mesita donde don Ramón permanecía largas horas con lo que me parecía —pero no era— un mismo vaso de ginebra, y otra grande, de ocho o diez hojas, sobre la ochava.
Mi viejo, en cambio, siempre entraba por el pasillo, creo que para no cruzarse con el Mudo, el Pelado o Carlitos y Alberto Culaciati, que cuando no parloteaban acodados al mostrador se sentaban en alguna de las mesas cercanas.
Ambas puertas —la del pasillo y la más chica del bar— estaban una muy junto a la otra, pero eran tan diferentes —una de chapa color celeste con postigo de vidrio inglés, otra de madera barnizada de doble hoja— que cualquier extraño las creería de casas distintas.
Eso les ocurrió a los policías. Eran perfectos extraños, no pertenecían a la seccional ni contaban con información suficiente. De otro modo, hubiesen entrado por el bar y sorprendido al tío Polo en momentos en que daba los últimos retoques al nudo de su corbata, frente al espejo del patio.
Mi tío debió comprenderlo apenas aterrizó en el patio de don Remigio, luego de deslizarse a través del enrejado de alambre que sostenía al parral.
En el verano, el patio de don Remigio era cubierto por una tupida parra, de la que a veces, haciendo equilibrio sobre la medianera, alcanzaba a robarme algunas uvas. Enjuto, de corta estatura, flexible y a la vez sólido como un zapato Gomicuer, el tío Polo