¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

¿Nos conocemos? - Caridad Bernal


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No lo tuve que imaginar, lo vi en sus ojos, en sus caras mientras alargaban los brazos para coger desde la proa a aquellos soldados heridos tumbados en las camillas. A algunos, recuerdo, les castañeteaban los dientes mientras decían sus nombres.

      —Ya estás a salvo, descansa —decían con una sonrisa forzada mientras descosían el uniforme para ver la gravedad de sus heridas.

      Sin cumplir todavía los veinte años, siendo por siempre la pequeña en mi casa, mi cabeza hasta entonces solo parecía haberse preocupado por aprender las canciones de Cole Porter en lugar de los nombres de las pomadas antisépticas para la piel. Prefería hacer cosas tan estúpidas como ausentarme de las clases de enfermería para ir al cine con mi mejor amiga Jane o disfrutar de un buen helado en lugar de pasarme la tarde estudiando como algunas de mis compañeras. No me había apuntado a la escuela de enfermería por vocación, eso ya se veía, pero no iba a dejar de salir de casa para ir a aquellas clases soporíferas porque me servían como pretexto para no acompañar más a mamá en sus visitas.

      —La niña está estudiando —la oía excusarme frente a sus amigas cuando tomaban el té en la terracita.

      Mientras todos empezaban a ponerse nerviosos y leían con avidez los periódicos para saber lo que estaba sucediendo en Polonia, yo pintaba mis uñas de rojo y me ponía a cantar y a bailar cuando mis padres se iban. Soñaba con lucir unas plataformas huecas como las maniquíes de las revistas de moda, no con salvar vidas. Era una jovencita muy feliz, quizás demasiado infantil, hasta que el terrible anuncio de la muerte de mi hermano nos sacudió a todos.

      Ese día iba a decirles a mis padres que había decidido especializarme y convertirme en comadrona, pues las prácticas de cuidados neonatales habían resultado ser de lo más divertidas al hacerlas con muñecos en lugar de con bebés reales, y me decidí a probar suerte con eso que parecía mucho más fácil que asistir en un quirófano. Nunca podría retener los nombres de todo aquel instrumental que se manejaba, y aunque decían que los doctores no vacilarían en ayudarnos en caso de necesitarlo (seguramente porque éramos muchachas casaderas, no porque esos caballeros fueran muy generosos en lo referente a su conocimiento), no quería dar pruebas evidentes de lo poco que me interesaba el puesto al que estaba aspirando. Muchas de aquellas chicas eran verdaderas lumbreras que se morían por ser médicos, así que, siendo muy consciente de mis limitaciones, prefería ser prudente a la hora de hacer algún comentario.

      Decir algo así en casa serviría para demostrarles a mis padres que me estaba tomando en serio mis estudios. De modo que lucía una gran sonrisa de satisfacción y me regalaba el oído con las alabanzas que recibiría por tan buena elección. Pero cuando atravesé el pequeño jardín y los vi abrazados llorando en la mismísima puerta donde habían recibido aquella funesta noticia, supe que algo grave había sucedido. Un telegrama les acababa de informar de que Frank, su querido hijo, mi único hermano, había fallecido como un héroe cuando se hundió su acorazado bajo las aguas del Atlántico.

      Frank llegó a ser subteniente en la marina británica en muy poco tiempo, y habría conseguido ser algo más de haber permitido que papá hiciese algunas llamadas, pero durante todo el tiempo que estuvo en el ejército no quiso disfrutar de privilegios inmerecidos. ¿Quién sabe? Incluso sin favoritismos, él bien podría haber ascendido a capitán general si antes la muerte no se hubiese cruzado en su camino. Fue un visionario, supongo, pues desde el principio supo que la férrea Inglaterra se enfrentaría a la gran amenaza alemana. Y de ahí sus prisas por ser de los primeros en ver esculpido su nombre en una lápida.

      —Frank ha muerto, cariño —anunció mi madre al verme.

      Yo estaba a un paso del umbral de la entrada, paralizada por el miedo, segura de que todo cambiaría a partir de ese momento.

      Sentí cómo el mundo caía bajo mis pies. Me sobrevino el vacío más inesperado. Mi hermano mayor había sido mi modelo, mi alma gemela, y no podía ser cierto que ahora me dejara sola en el mundo. Empecé a negar con la cabeza mientras mis pies retrocedían, y de mis manos se resbalaron uno a uno los libros que acababa de sacar de la biblioteca. Sentí que se me paraba el corazón y mis pulmones dejaron de insuflar aire de repente. Si mi hermano ya no estaba conmigo, ¿qué iba a ser de mí? Me sentí muy sola. Un frío endemoniado me heló la sangre e invadió mi cuerpo, y comenzaron a brotar las lágrimas de mis ojos sin control. «Él ha muerto y yo no he hecho nada para evitarlo», ese pensamiento cruzó mi mente como una grave acusación. Me sentía culpable por haber dejado morir a mi hermano, por no haber impedido ese trágico final de algún modo, pues era una farsa eso de que yo era enfermera. Nunca había prestado mucha atención a todo lo que me habían explicado esos últimos meses y, de haber podido llegar hasta él, jamás le habría servido de ayuda. Me estremecí al comprender que jamás volvería a verlo, y tuve una gran revelación: a partir de ese instante debería evitar que la gente muriese a mi alrededor. Trataría de frenar las aguas de ese río con mis propias manos, sería el mejor motivo para seguir viviendo durante los próximos años. Lo cierto era que, si me había puesto a estudiar enfermería en contra del deseo de mis padres, había sido solo para complacer a mi hermano, pero ahora era algo que yo deseaba hacer con fervor e impaciencia. Frank, siempre tan brillante, tuvo muy claro cuál sería nuestro destino.

      Después de haber llorado hasta perder la noción del tiempo, me levanté de la cama que me había dado consuelo durante días, con un objetivo muy claro en la cabeza. Por primera vez en mi vida estaba segura de lo que tenía que hacer: presentarme como voluntaria y ofrecer toda la ayuda posible a mi país. Dejar atrás a la niña que había sido y empezar a tomar verdaderas decisiones por mí misma. Debía ser consecuente con lo que estaba sucediendo. Ya no había más tiempo para hacer prácticas, debería aprender el resto en un hospital de verdad, sin esperar el permiso de mis padres. Sabía que ellos se opondrían con rotundidad, a sus ojos yo seguía siendo esa niña de diez años que no se apartaba de las piernas de su hermano. Por eso no dije nada cuando salí de casa creyendo que aún seguía llorando en mi cama. Tras la muerte de Frank, jamás me dejarían marchar, aunque fuera por una causa ejemplar. Como padres, harían todo lo posible para que la única hija que les quedaba viva siguiera con ellos, y por eso estaban planteándose un traslado temporal a los Estados Unidos.

      Aquel destino habría sido la golosina perfecta para engatusar a mi yo del pasado, pero en esos momentos estaba decidida a dar el cambio, crecer de una vez por todas y hacer de mi voluntad un escudo ante cualquier posible distracción. Me daba igual que se enfadasen conmigo, que me dejasen de hablar o me desheredasen. Tenía que tomar las riendas de mi vida como hizo Frank y, si me querían, terminarían comprendiéndolo.

      «Adelante, Leah», creí escuchar una voz en mi interior.

      Algo que siempre anhelé durante los años que permanecimos juntos y que ahora nunca podría ver cumplido era ver a mi hermano orgulloso por algo que yo hubiese hecho. En casa todos lo idolatrábamos por las estupendas notas que sacaba, siempre destacando en todos los deportes, y más tarde también en la Marina. Pues bien, ahora me tocaba a mí. Debería aplicarme de veras en mi trabajo como enfermera si quería que, aunque fuese allá en el cielo, me sonriera como solía hacerlo cuando conseguía algo después de haberlo intentado con él cientos de veces. No quería que nadie más muriera. Que ningún hermano, marido o padre, dejase para siempre a sus seres queridos por culpa de la guerra. Aquel ímpetu entusiasta hizo que al inscribirme me confundieran con una enfermera ya diplomada. Error que, quizás por cortesía o más bien por profunda idiotez, no quise corregir. Detalle sin importancia que hizo que me adjudicaran un puesto de triaje para el que, por supuesto, no estaba cualificada. Pero de eso ya me daría cuenta más tarde, en aquel momento solo podía asentir con la cabeza a todo cuanto me preguntaban esas mujeres que me ayudaron a firmar los papeles de mi solicitud, sin saber en realidad dónde estaba metiéndome.

      Después de salir de aquella oficina, empecé a dudar de mis más que básicos conocimientos sobre Medicina. Ir a esas clases me servía como pretexto, gracias a ellas yo podía salir de casa y hacer cuanto quería. De modo que ninguno de mis familiares sabía hasta qué punto estaba aplicándome en aquellas materias. Si se hubiesen encontrado con alguno de mis profesores, habrían sabido que era conocida en la escuela, pero no precisamente por mi brillantez en las respuestas, sino más bien por la ausencia de ellas. Por eso, cuando


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