¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

¿Nos conocemos? - Caridad Bernal


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en el buque de la Cruz Roja volvieron a repetirnos cómo segmentar la entrada de pacientes en función de la magnitud de sus lesiones, y en esa ocasión sí que fui toda oídos. Llegué a pensar que aquel puesto, en realidad, era una bendición para mí, porque no tendría a nadie bajo mi supervisión en un principio. No podía soportar el hecho de que alguien muriese bajo mi cuidado debido a una estúpida mentira.

      —¡Eh, chica! Deberías esconder tus anotaciones, no inspiras mucha confianza, ¿sabes? —dijo la enfermera que estaba sentada junto a mí y que había comenzado a leer mis apuntes por encima del hombro. Su advertencia me asustó tanto que hizo que ocultase de manera mecánica bajo mi propio asiento ese cuaderno de la escuela de enfermería, el mismo que había llevado bajo el uniforme hasta ese instante. Estaba tan nerviosa que ni siquiera lo leía, pero tenerlo en mis manos me daba seguridad—. Perdona, no me he presentado —añadió con una amplia sonrisa que seguro habría pintado de rojo de haber tenido a mano algo de maquillaje—. Me llamo Vera, Vera Adams. Creo que nos han puesto juntas.

      —Leah Johnson —dije ofreciéndole mi mano para estrechar la suya.

      Vera pestañeó un par de veces ante aquel gesto tan formal, y respondió con un abrazo como si fuéramos amigas de toda la vida. Después de todo, íbamos a pasar juntas por una prueba de fuego y era algo urgente hacerse íntimas. Conociéndola sé que, si hubiese tenido tabaco a mano en ese momento, me habría ofrecido un pitillo solo para romper el hielo.

      Mi querida Vera era de esas chicas que inspiraba seguridad y confianza. Alguien carismático, especial. Muy especial. Tanto que parecía brillar con luz propia, encandilando a los que estuvieran a su alrededor. De cara angulosa, pómulos prominentes y unos seductores ojos verdes secuestrados bajo el tapiz de unas oscuras pestañas. Todo en ella, incluso esa nariz chata que tanto odiaba, provocaba que las miradas de los hombres siempre terminaran volviendo a su curvilínea figura. Si hubiese dependido de ella, la falda de nuestro uniforme habría sido un palmo más corta, y el uso de un cinturón ancho para marcar la cintura, obligatorio.

      —Está bien, Leah —se dirigió a mí con la misma naturalidad con la que trataría después a sus pacientes, haciendo que llegasen a dudar si la conocían ya de antes o no—. Si vas a ser mi compañera en este maravilloso crucero por el Canal, lo primero que tengo que arreglar aquí es esa cofia.

      No llegué a entender muy bien el sarcasmo de Vera, que en seguida se prestó muy hacendosa a arreglarme el tocado. Mi melena castaña se perdió entre sus dedos para conseguir algo de la nada. Pero se desesperó al tercer intento:

      —¡Diablos! ¿Por qué no te has rizado el pelo como hemos hecho todas? Tienes el pelo más fino que he visto en mi vida. ¡Así es imposible! —Aquella maldición me pareció un poco absurda. Se suponía que debíamos prepararnos para un infierno, no acicalarnos para un baile.

      —¿No estás nerviosa? —pregunté saliendo de mi mutismo cuando me puso de nuevo frente a ella para ver el resultado de sus gráciles manos.

      Yo no tenía una gran sonrisa seductora como la suya, ni dejaba a nadie sin aliento con solo mirarlo, pero ella había conseguido que mi aspecto mejorase un poco gracias a su peinado.

      —Intento no pensar en lo que va a suceder. Si lo hiciera, querida, estaría tan histérica como tú. Es solo un duro día de trabajo, nada más.

      Y, con un guiño de complicidad, dio por zanjada aquella conversación. Vera no perdía mucho tiempo hablando de lo que no quería, y su manera de frivolizar las cosas hacía que se enfrentara a ellas con la mente lúcida.

      Muy pronto todas seríamos testigos de cómo más de trescientos mil soldados franceses, británicos, belgas y canadienses conseguían escapar sin remedio de la invasión alemana. Huyendo bajo un bombardeo constante, una pesadilla que solo acababa de comenzar.

      Empezamos a oír el zumbido de las bombas al caer y todas dirigimos las cabezas hacia los portillos para ver si desde allí se divisaba algo. Sobrevolaba sobre nosotros el fantasma de la muerte mientras cruzábamos las aguas. En cuanto nos acercamos un poco más, pudimos escucharlos con claridad: era la Luftwaffe, los aviones alemanes. Ocho barcos hospital con el emblema de la Cruz Roja, como en el que me encontraba, se desplegaban por la zona para llevar a cabo su propósito. Uno de ellos fue hundido nada más llegar por la artillería nazi. Jamás había oído un estruendo parecido, pero el temblor en nuestro propio barco hizo que todos supiésemos de qué se trataba: éramos su objetivo y estábamos a tiro, sería solo cuestión de suerte que no nos dieran. Al poco escuchamos un agudo silbido bajo el agua, el que provocaba la trayectoria de otro torpedo. Pasó muy cerca, desestabilizándonos, pero no nos dio. Podíamos seguir respirando por el momento. Y así fue como me di cuenta de que aquella guerra no entendía de reglas ni acuerdos, no se respetaba nada, ni siquiera a los heridos ni a los enfermos.

      —¡A sus puestos! —gritó un marinero que venía de cubierta, alertándonos a todas.

      Su voz de mando nos levantó de nuestros asientos de manera automática. Ante la confusión repentina, Vera me cogió de la mano y la apretó con fuerza, guiándome hacia el lugar que nos habían asignado. Quizá ella estuviera tan nerviosa como yo en ese momento, pero sabía disimularlo muy bien.

      Solo estuve media hora junto a ella, aunque quizá fueron los peores treinta minutos de mi vida. Mi memoria ha preferido olvidar los detalles más macabros, pero no se me han olvidado las caras. Los rostros de esos jóvenes que habían llevado a sus compañeros heridos, soportando el peso en sus propios brazos o en la espalda, para que nosotras pudiéramos atenderlos. Me di cuenta de que muchos de ellos no querían cruzar su mirada con la nuestra. Estaban abatidos, y esa imagen distaba mucho de la que ellos habían dibujado en sus mentes para su vuelta a casa. Otros, aterrorizados, nos miraban como si fuéramos ángeles. Eso cuando eran conscientes de dónde estaban. Subir por fin a ese barco suponía para ellos quedar a salvo de una muerte segura en aquella playa. Muchos incluso se habían quitado la vida esperando a que llegásemos, mientras sus compañeros habían sido testigos de cómo se pegaban un tiro con su propio fusil. ¿Cómo se suponía que debías sentirte después de haber presenciado algo así llevando un arma parecida en tu mano?

      Vera decía que eso formaba parte de la guerra. Que sacaba lo mejor y lo peor de los hombres, los convertía en puro instinto, y solo el que llegaba a comprenderlo conseguía sobrevivir. La rudeza de sus palabras distaba mucho de mi manera de pensar y llegué a despreciarla por ello, pero ahora sé que tenía toda la razón. Cada uno se enfrenta a la guerra de la mejor manera posible, y solo logran salir vivos y cuerdos de allí los que se aferran a la idea de la supervivencia por encima de todo. Al principio no entendía cómo podía hablar así siendo enfermera, sin embargo, años más tarde, a unas pocas millas del frente, llegué a comprender que esa frialdad con la que se envolvía era la que se necesitaba para estar allí precisamente. Era necesario deshumanizarse para soportar lo más terrible de la humanidad.

      Pero regresemos a aquel día, a ese momento en el que me disponía a empezar con mi trabajo escuchando a Vera a mi espalda, dando indicaciones con firmeza. Rasgaba uniformes con sus tijeras para saber hasta qué punto supuraba una herida, o taponaba hemorragias con rapidez mientras mentía al decir que no era nada. Y como si hubiera nacido para dar esa orden, mandaba al quirófano solo a los más críticos. Ella sí que se comportó como una enfermera a la altura. Apenas perdía tiempo en dar un diagnóstico, se había convertido en una máquina de valorar y priorizar. A lo sumo les preguntaba su nombre y qué edad tenían, solo para saber su estado mental, mientras sopesaba si era necesario operar o podían esperar un poco, con una dosis casi prohibitiva de anestesia.

      Yo, sin embargo, era un mar de dudas. Me compadecía de cada uno de aquellos soldados. Cogía sus manos manchadas de sangre y arena apretándolas con fuerza contra mi pecho y me sentía incapaz de tomar una decisión al mirarlos a los ojos. «Enfermera». «Señorita». Así me llamaban cuando me acercaba a escucharlos y sentía su aliento infecto cerca de mi oído. Me preguntaban si saldrían de esta, como si yo lo supiera, porque lo último que quería era equivocarme al darles un veredicto. Así que, agobiada por la responsabilidad de mi puesto, perdí el control de la situación. Solo quería salvarlos a todos, que se pusieran bien, así que empecé a mandarlos a


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