Paracosmos. Gerardo Sifuentes

Paracosmos - Gerardo Sifuentes


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en aquellos años lo importante era tener una sospecha como respuesta para todo. «El miedo» de Stalingrado es una de esas sospechas que se quedaron por allí, al acecho. Consígueme esa revista que dices, o si encuentras un libro o algo que hable de eso te lo compro en dólares, cinco cifras.

      —¿Y qué tal en Rusia?

      —Sí, sí, sí, claro, joder, ahí empecé hace casi veinte años, pero ya nadie sabe un coño. Ya soborné a todos los funcionarios del museo Volvogrado, desde el director hasta los bodegueros, se revisaron los 120 mil contenedores que tienen llenos de armas, documentos, uniformes, fotografías, y nada, cero. Tengo otro agente siguiendo pistas. Me llama cada mes, pero sigue sin saber algo nuevo. Él fue quien me consiguió estas fotos, de un archivo del ejército que iban a tirar a la basura. Se tardó como cinco años en encontrarlas, y ya entrevistó a mucha gente. Demasiada. Un rumor por ahí, otro por allá. Esta semana hablará con un veterano que quiere decirle algo sobre un mural, creo saber lo que es, pero prefiero confirmarlo. Te juro que casi me rindo, pero no pierdo la esperanza, ya invertí mucho en esto. Mañana salgo a Estados Unidos. Un profesor de Historia me contó que conoció a un inmigrante que pudo o no estar en la batalla que dice tener pruebas, a saber.

      —Esto es como un rompecabezas.

      *

      Según la reconstrucción de los hechos a partir de testimonios dispersos, los miembros del pelotón de Stefanov tenían como misión escoltar a los físicos soviéticos, algunos de estos enfundados en aquellos trajes tan extraños que se mostraban en las fotografías. Pero su misión terminó mucho antes de rodear la casa de «el miedo»: una andada de morteros acabó con la mitad de los soldados rojos en segundos. Dentro de la confusión del momento y el denso humo, el teniente alcanzó a cubrirse dentro del primer boquete que encontró en una pared. Al cesar las explosiones y los disparos subsecuentes se quedó inmóvil, acurrucado en un rincón, aferrando su rifle. Lloró por su familia muerta, y con este recuerdo poco a poco la rabia se apoderó de él. Fue el prolongado silencio lo que le incomodó. Ni un solo tiro o los motores de algún tanque o bombardero. Solo prevalecía el olor a descomposición, ceniza y pólvora al que se había acostumbrado. Los cadáveres de sus compañeros y algunos alemanes yacían dispersos y mutilados a su alrededor. Fue en un instante de lucidez cuando comprendió dónde estaba escondido.

      *

      Los viejos bibliotecarios se horrorizan con quienes no usamos guantes de algodón para manipular documentos antiguos. No saben que aquella medida anacrónica solo contamina y desgasta más el papel. En cambio cuando revisas entre pilas de libros y revistas viejos es necesario ponerse guantes de látex, como si estuvieras en una escena del crimen. Si no lo hicieras, terminarías con los dedos embadurnados de ese cochambre tan peculiar que te impregna el papel almacenado.

      Si bien en mi estudio tenía toda la colección de DUDA debidamente encuadernada, al consultarla descubrí que el supuesto artículo no se encontraba entre sus páginas. Revisé desde el emblemático primer número de 1971 hasta la última edición de 1985, pero sin resultados. La base de datos de revistas académicas nacionales y bibliotecas tampoco rindió frutos. Una serie de visitas a los círculos de aficionados a la Segunda Guerra, entre los que se contaban coleccionistas de uniformes alemanes y constructores de modelos de armamento a escala, tampoco dieron señas de conocer el asunto. Entonces me di a la tarea de recorrer las docenas de librerías y bazares de usado repartidos por el país, los cuales constituían mi rutina habitual para localizar pedidos de mis clientes, nacionales e internacionales, inmersos en la retromodernidad. A sugerencia de mi anticuario de cabecera, Luis «Vinagrillo» Ramírez, viajé a Hidalgo para internarme en lo más recóndito del inmenso mercado de San Judas, donde pasé poco más de una semana hurgando entre sus grandes montoneras de papel impreso acumuladas por décadas, algunas ocupando bodegas enteras a la espera de ser rehabilitadas, siempre en peligro de incendiarse. Mi espalda empezó a resentir el esfuerzo constante de la clasificación arqueológica de papel impreso, y mis dudas respecto a la veracidad de la historia de Iñaki se acentuaron. Si en Rusia no había encontrado referencias suficientes, quizá lo único que alimentaba la obsesión de mi cliente era uno de esos fantasmas de la memoria, aquellos recuerdos que nunca fueron. Como decía «Vinagrillo», suele pasar que cuando uno vuelve a ver una película o leer un libro que recordaba haber disfrutado cuando niño o adolescente se lleva una gran decepción, porque la trama ya no resulta tan entretenida como se creía, la historia es más breve, diálogos o escenas que uno recordaba no están incluidos porque simplemente estos nunca estuvieron allí, e incluso hasta el final es diferente. La película o el libro que se había anidado en la cabeza resultaba una quimera de la nostalgia, que se desintegraba al ser expuesta a la luz de la realidad.

      El último día que pasé en el mercado de San Judas, caminé por un barrio aledaño en busca de un taxi para retirarme al hotel donde me hospedaba. Perdí la noción del tiempo al enfrascarme en mis reflexiones sobre el objeto de mi investigación. Todavía paseaban por mi mente los miles de textos abandonados entre los que había excavado: tesis para licenciatura, libros escolares, manuales técnicos, guías de superación personal, best sellers de temporada e infinidad de revistas. Con el tiempo y la experiencia, clasificarlos a destajo se volvía un proceso automatizado, bastaba con atisbar por milésimas de segundo la portada u hojear rápidamente un texto que pareciera sospechoso para conocer su interior y descartarlo. Pensaba en ello cuando sin darme cuenta me encontré completamente solo en una calle. Caminé varias cuadras desorientado, en medio de solares baldíos y lo que suponía eran viejos almacenes de paredes grises. Escuché a los lejos una ráfaga de disparos y el rechinar de llantas de automóvil, tras lo cual no percibí ninguna otra clase de ruido o movimiento. La angustia se acentuó cuando una gigantesca nube de tormenta empezó a cernirse sobre la zona, que en poco tiempo bloqueó la luz solar. No se escuchaba el rumor del viento, el único sonido era el de mis propios pasos. Tras intentar en vano hacer llamadas por el teléfono celular, decidí acelerar el paso, impulsado por un primitivo instinto de supervivencia, sin saber exactamente de qué escapaba. Me sentía observado a la distancia, como si los famosos francotiradores de Stalingrado me siguieran tras sus miras telescópicas.

      *

      La guardería le pareció al teniente Stefanov como cualquier otro edificio derruido de la ciudad. Lo que le llamó la atención fue un mural descarapelado que mostraba a varios animales caricaturizados, seguramente donde había sido la sala de juegos principal. Cinco criaturas peludas bailaban tomadas de la mano alrededor de un par de niños que aplaudían, cuyos rostros apenas se podían apreciar por el deterioro de la pintura. Una de las bestias, lo que creyó era un perro, derramaba sangre de su hocico, o esa fue la impresión que tuvo. Registró las dos plantas del sitio según el procedimiento que tantas veces había repetido, sin dejar de encañonar su rifle al frente. Pero al llegar a las escaleras del sótano se detuvo en seco. El nido de «el miedo» lo esperaba. Stefanov llegó a contar a sus dos hijos que solo se asomó por unos instantes. Aquello le pareció tan raro y espeluznante que apenas pudo esbozar una débil y triste sonrisa como reacción. Al salir del edificio, según se decía entre los soldados, caminó con la mirada perdida unos cuantos metros. Fue interceptado por un teniente que le gritaba órdenes histéricas y observaba con los ojos desorbitados. Pero Stefanov no escuchaba: había quedado sordo. Fueron pocos segundos los que el sargento se mantuvo así. Como impulsado por una fuerza desconocida, cargó su rifle y comenzó a disparar hacia los puestos enemigos. El resto de la crónica se puede leer en un ejemplar del periódico Estrella Roja, donde se narra la historia del héroe que no solo había tomado un edificio él solo, sino acabó con más de diez soldados alemanes en unos instantes, algunos de estos con sus propias manos —sin mencionar por supuesto que a varios los mató destrozándoles la garganta a mordidas, y fueron necesarios cuatro hombres para contenerlo y evitar que hiciera lo mismo con sus propios camaradas—. Stefanov fue condecorado y dado de baja por motivos médicos. La batalla y la guerra terminaron para él aquel mismo día. Según se contaba, para que el edificio dejara de ejercer su maldición fue incendiado y demolido hasta los cimientos. Una vez terminado el conflicto, durante las obras de reconstrucción se colocó encima una plancha de concreto. Ahora se supone que es parte de una gran explanada donde todos los fines de semana se monta un mercado de antigüedades. Stefanov se casó y posteriormente se retiró a una granja donde, pese a la realidad soviética, fue


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