Paracosmos. Gerardo Sifuentes

Paracosmos - Gerardo Sifuentes


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planeta similar a la Tierra».

      *

      Llegué a ese local con la respiración agitada. Era el único sitio abierto tras varias cuadras de recorrido. Justo cuando atravesé el umbral comenzó a llover, y el sonido del golpe de las primeras gotas contra el suelo me estremeció. Como tantos sitios en los alrededores de San Judas, se trataba de un pequeño almacén donde se vendían ropa y muebles usados. La muchacha que lo atendía, rolliza y de mirada tierna, me saludó con amabilidad. «Lo que se le ofrezca, doy precio». Sus sencillas palabras me dieron serenidad, después de un largo rato de anómalo silencio. Ella volvió su atención a una revista de espectáculos, mientras afuera se dejaba venir una gran tormenta. Husmeé entre los cachivaches que se ofrecían. En un rincón, detrás de una bicicleta fija y una cómoda de madera estilo colonial, se encontraban un par de cajas de cartón rebosantes de libros y videocasetes VHS.

      Entre manuales de contabilidad y un par de novelas rosas, llamó mi atención una serie de fascículos de mecánica automotriz cuya edición no reconocí, y otros tantos de historia del arte bastante comunes en la década de 1980. Entre sus páginas encontré un cromo en papel satinado que alguien había arrancado de alguna enciclopedia para conservarlo. El pie de foto decía «La ronda de los animales en primavera. Anónimo. Rusia. Circa 1930». La fotografía en blanco y negro que exponía el enigmático mural de una estancia infantil era una de las piezas del misterio de «el miedo». El poco texto que se podía leer en unas columnas adyacentes a la imagen versaba sobre factores sociales que influyen en la educación de los niños. El golpeteo del agua se detuvo. Lo único que interrumpió el silencio fue la risilla de la chica, quien miraba con atención hacia algo indefinido en la calle.

      *

      Iñaki pagó más de lo que imaginé por la pieza. Sin embargo, el costo de aquel hallazgo para mí fue un insomnio crónico y un pavor ante los espacios vacíos que nunca antes había experimentado. Mi creciente fobia se activaba en cualquier lugar o circunstancia, estaba sugestionado de tal manera que a menudo me veía en situaciones que me resultaban inquietantes y una rara ansiedad se apoderaba de mí, desde encontrarme en pasillos de centros comerciales al momento de cerrar, hasta la simple visión de una fotografía que mostrara un bosque o campiña desolados.

      *

      —Cómo no, si los mexicanos han ido al espacio, a huevo que sí —me decía el viejo «Vinagrillo» muy convencido de una de sus tantas teorías. El calor del mediodía me sofocaba, la tierra levantada por el viento me picaba la nariz y garganta. El mercado de pulgas se extendía un par de kilómetros en los que cientos de personas hormigueaban entre ropa, herramientas, juguetes, electrodomésticos y restos de lo que alguna vez fuera parte de vidas y hogares. Cables y lavadoras, llantas y televisiones, discos y laptops, usados pero con ganas de ser útiles de nuevo, se ofrecían a precios a menudo irrisorios para cualquier clasemediero. Mi abuelo amaba estos lugares.

      —Fueron a la luna, pero no regresaron, te lo juro. —Su puesto, uno de los más grandes, que incluía una bodega de mediano tamaño, se encontraba en el lado oriente del mercado, donde vendía una selección variopinta de objetos que le dejaban lo suficiente para vivir. —Eso de «el miedo» era el temor a desaparecer, ¿no? Imagínate a toda la gente de esa ciudad con la pinche psicosis diaria. Bien loco. Como ahora, más o menos, eran otros tiempos. Pero pues bueno, todo eso nomás está en tu cabeza, son recuerdos que nadie quiere. Habla con la gente. Ponte a ver la tele en chinga, prende la radio, busca el ruido de las personas. Se te pasa en unos días.

      *

      Aunque siempre fui enemigo de tener un televisor en casa, el consejo de «Vinagrillo» lo tomé como un remedio, así que sin pensarlo demasiado le compré un aparato de los que tenía disponibles y al llegar a casa me suscribí al servicio de cable. Desde hace unas semanas, cuando el ruido de la actividad citadina empieza a disminuir por las noches, enciendo el televisor y lo mantengo en cualquier canal con el apagado programado hasta quedar dormido, una práctica que hasta hace poco me parecía aborrecible.

      Sin embargo lo que no he podido evitar son las pesadillas. En ellas escucho gritos de niños perdidos en la oscuridad. Alaridos fantasmales se degradan hasta formar una sórdida cacofonía que taladra los oídos y me obliga a despertar. Abro los ojos para verme de inmediato en el más absoluto silencio y llorar de impotencia hasta que amanece. El sueño regresa cuando percibo el pulso de la ciudad proveniente de la calle, los primeros indicios de que el mundo sigue su curso a pesar de todo, girando como los extraños animalillos alrededor de la pareja de niños soviéticos, a la espera de algún evento inesperado, una guerra, un desastre o epidemia que interrumpa súbitamente la cotidianidad y reduzca nuestro mundo al silencio.

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