La mucama de Omicunlé. Rita Indiana
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LARGO RECORRIDO, 82
Rita Indiana
LA MUCAMA DE OMICUNLÉ
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: abril de 2015
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
© Rita Indiana Hernández, 2015
© de esta edición, Editorial Periférica, 2015. Cáceres
ISBN:978-84-18264-64-1
El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
a Noelia
Full fathom five thy father lies,
Of his bones are coral made,
Those are pearls that were his eyes,
Nothing of him that doth fade,
But doth suffer a sea-change,
into something rich and strange,
Sea-nymphs hourly ring his knell, Ding-dong.
Hark! Now I hear them, ding-dong, bell.
william shakespeare,
The Tempest
Olokun
El timbre del apartamento de Esther Escudero ha sido programado para sonar como una ola. Acilde, su mucama, afanada con las primeras labores del día, escucha cómo alguien allá abajo, en el portón del edificio, hunde el botón hasta el fondo y hace que el sonido se repita, restándole veracidad al efecto playero que produce cuando se retira el dedo tras oprimirlo una sola vez. Juntando meñique y pulgar, Acilde activa en su ojo la cámara de seguridad que da a la calle y ve a uno de los muchos haitianos que cruzan la frontera para huir de la cuarentena declarada en la otra mitad de la isla.
Al reconocer el virus en el negro, el dispositivo de seguridad de la torre lanza un chorro de gas letal e informa a su vez al resto de los vecinos, que evitarán la entrada al edificio hasta que los recolectores automáticos, que patrullan calles y avenidas, recojan el cuerpo y lo desintegren. Acilde espera a que el hombre deje de moverse para desconectarse y reanudar la limpieza de los ventanales que, curtidos a diario por un hollín pegajoso, sueltan su grasa gracias al Windex. Al retirar el líquido brillavidrios con el trapo ve, en la acera de enfrente, cómo un recolector caza a otro ilegal, una mujer que intenta protegerse detrás de un contenedor de basura sin éxito. El aparato la recoge con su brazo mecánico y la deposita en su cámara central con la diligencia de un niño glotón que se lleva a la boca caramelos sucios del suelo. Unas cuadras más arriba, otros dos recolectores trabajan sin descanso; a esa distancia Acilde no distingue a los hombres que persiguen y los aparatos amarillos parecen bulldozers en una construcción.
Toca su muñeca izquierda con el pulgar derecho para activar el PriceSpy. La aplicación le muestra la marca y el precio de los robots en su campo visual. Zhengli es la marca, el significado de la palabra en inglés, To clean up, aparece debajo, junto a noticias e imágenes. Los recolectores chinos fueron donados por la potencia comunista «para aliviar en algo las terribles pruebas por las que pasan las islas del Caribe tras el desastre del 19 de marzo».
La lluvia de datos que bloquea su vista complica la limpieza de las figuras de cerámica Lladró en la que ahora se ocupa y cierra el programa para concentrarse.
Para comprobar que Acilde hace su trabajo, Esther, cuyos ruidos mañaneros frente al lavamanos se escuchan en la sala, suele deslizar un dedo al azar en busca de partículas de polvo. En la colección de la vieja predominan los motivos marinos, peces, barcos, sirenas y caracoles, regalos de los clientes, ahijados y enfermos terminales para quienes los supuestos poderes de Esther Escudero son la última esperanza. Según las redes, la victoria y permanencia en el poder del presidente Bona son obra de esa señora encanecida que arrastra sus pantuflas de seda azul hacia la cocina y se sirve en una taza profunda el café que Acilde le ha preparado minutos antes.
En su primera semana de trabajo Acilde rompió una de estas figuras, un pirata de colores pasteles que se pulverizó contra el suelo. Al contrario de lo que esperaba, Esther no la regañó, sino que con el gesto ceremonioso que usaba para casi todo le dijo:
«No lo toques, algo malo se fue por ahí». La vieja buscó agua en un higüero y la echó sobre el desorden de cerámica molida. Luego le ordenó: «Busca la pala y la escoba y tira todo a la calle por la puerta de atrás». Para su jefa, una mariposa negra era un muerto oscuro; un bombillo fundido, Changó que quiere hablar; y la alarma de un carro en la calle al final de un rezo, la confirmación de que su petición había sido escuchada.
Antes de trabajar en casa de Esther, Acilde mamaba güevos en el Mirador, sin quitarse la ropa, bajo la que su cuerpo —de diminutos pechos y caderas estrechas— pasaba por el de un chico de quince años. Tenía clientela fija, en su mayoría hombres casados, sesentones cuyas vergas sólo veían a linda en la boca de un niño bonito. Solía ponerse un polo un tamaño más grande para verse aún más joven, y, en vez de caminar la cuadra asediando como sus colegas a los posibles clientes, se sentaba en un banco bajo la luz anaranjada de los postes fingiendo leer un cómic. Mientras más despreocupado parecía el niño que interpretaba, más clientes conseguía. A veces se esmeraba tanto en parecer un colegial cogiendo fresco, recostado sobre el banco, con un pie sobre la rodilla, que se olvidaba de para qué estaba allí, hasta que un bocinazo la devolvía al Mirador y a los desesperados señores que la auscultaban detrás de los cristales de un BMW.
Con esta estrategia sacó a Eric, la mano derecha de Esther, del suyo. Médico, cubano y con rasgos de película, Eric no necesitaba pagar para tener sexo, pero los blanquitos de clase media que se prostituían para comprar tuercas, las pastillas a las que eran adictos, lo volvían loco. Aquella madrugada en la suite presidencial, como le decían al claro entre los arbustos en el que la hierba era más suave, Acilde se la chupó dejando que le agarrara la cabeza. Eric le tocó las mejillas lampiñas de niño y se las llenó por dentro de leche, recuperando la erección de inmediato. «Encuérate que te lo voy a meter», ordenó, mientras Acilde escupía a un lado limpiándose las rodillas de los Levis con ambas manos, pidiendo los cinco mil pesos que valía la mamada. «Te quiero clavar», pedía Eric haciéndose una paja con las luces de los carros que le recorrían el pecho y el vientre. Acilde no había terminado de decir «dame mis cuartos, maricón» cuando Eric se le fue encima, la inmovilizó boca abajo y ahogó sus gritos de «soy hembra, coño» con la grama contra su boca. A esas alturas a Eric no le importaba lo que fuese, le metió una pinga seca por el culo y, cuando terminó y Acilde se levantó para subirse los pantalones, sacó un encendedor para acercarse y confirmar que era verdad, que era mujer. «Te voy a pagar extra por los efectos especiales», dijo. Y ella, al ver la cantidad que le pasaba, aceptó su invitación a desayunar.
Los chinchorros de fritura que el maremoto del 2024 había borrado del Malecón reaparecieron en el Parque Mirador como moscas tras un manotazo. Este nuevo malecón, con su playa contaminada de cadáveres irrecuperables y chatarra sumergida, parecía un oasis comparado con algunos barrios de la parte alta, donde los recolectores atacaban no sólo a sus blancos usuales, sino también a indigentes, enfermos mentales y prostitutas. Se sentaron en sillas de plástico bajo paragüitas de colores y ordenaron tostones y longaniza. «No hay nada peor que un maricón tecato», dijo Acilde a Eric, al tiempo que tragaba la comida casi sin masticar. «El dinero se lo meten, son hijitos de papi y mami, yo no, yo quiero estudiar para ser chef, cocinar en un restaurante fino y con lo que junte mocharme estos pellejos.» Los pellejos eran los pechos que se tocaba con ambas manos y que Eric, ahora que sabía que existían, podía distinguir como picadas de abeja bajo la camiseta. «Puedo conseguirte un trabajo mejor que este, alguien que te necesite», dijo Eric. «No quiero un marido que me mantenga», respondió Acilde, y se limpió la boca con la manga. Eric le explicó el deal: «Es una vieja santera, amiga del Presidente, necesita a alguien