La mucama de Omicunlé. Rita Indiana

La mucama de Omicunlé - Rita Indiana


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cuanto salió el sol, Esther la llevó a un rincón de la sala y se sentó en el piso sobre una estera. Metió su melena canosa en un gorro tejido color perla. De una bolsa de algodón blanco sacó un puñado de caracoles. Con ellos en la mano, comenzó a frotar la estera en movimientos circulares. Primero pidió frescura: «Omi tuto, ona tuto, tuto ilé, tuto owo, tuto omo, tuto laroye, tuto arikú babawa». Luego alabó a las deidades que rigen a todas las otras: «Moyugba Olofin, moyugba Olodumare, Moyugba Olorun…». Rindió homenaje a los muertos de la religión: «Ibaé bayen tonú Oluwo, babalosha, iyalosha, iworó». Colabba to’ esa ciencia, colabba to’ esos muertos. Rindió homenaje a sus maestros muertos: «Ibaé bayen tonú Lucila Figueroa Oyafunké Ibaé, Mamalala Yeyewe Ibaé, Bélgica Soriano Adache Ibaé…». Y rindió tributo a quienes la habían iniciado: «Kinkamanché, a mi padrino Belarminio Brito Omidina, a mi oyugbona Rubén Millán Baba Latye, Kinkamanché Oluwo Pablo Torres Casellas, Oddi Sa, Kinkamanché Oluwo Oyugbona Henry Álvarez…». Pidió a Eleggua, Oggún, Ochosi, Ibeyi, Changó, Yemayá, Orisha Oko, Olokun, Inle, Oshún, Obba y Babalu Ayé, Oyá y Obbatalá su bendición y su autorización para realizar la consulta, «para que no haya muerte, ni enfermedad, ni pérdidas, ni tragedias, ni discusiones, ni chismes, ni obstáculos y para que se alejen todos los males y nos traigan un iré de vencimiento, iré de salud, iré de inteligencia, iré de santo, iré de matrimonio, iré de dinero, iré de progreso, iré de negocios, iré con lo que llega por el mar, iré de caminos abiertos, iré de libertad, iré de trabajo, iré que llega a la casa, iré que baja del cielo, iré de equilibrio, iré de felicidad».

      De los dieciséis caracoles que lanzó sobre la estera cuatro cayeron con la abertura hacia arriba. «Iroso», dijo Esther, que era el nombre del signo que surgía del oráculo, luego levantó la vista, el refrán del signo: «nadie sabe lo que hay en el fondo del mar». Tras tirar los caracoles unas cuantas veces más, diagnosticó: «El signo te viene Iré, que quiere decir buena suerte, todo lo bueno. No hagas trampas. No hables tus cosas con nadie, que nadie sepa lo que piensas o lo que vas a hacer. No cruces hoyos ni te metas en hoyos, hoyos en la calle, en el campo, porque la tierra te quiere tragar. La gente como tú siempre tiene gente envidiosa e hipócrita al lado, es como si fueses hija de las trampas y la falsedad. Tú eres amiga de tu enemigo. El santo te protege de la desgracia y tienes que tener cuidado con la cárcel. Te vienen herencias y riquezas ocultas».

      Como en una buena película, Esther la hacía creer en todo mientras la tenía delante. Tan pronto desaparecía con ella se iba la fe en ese mundo invisible de traiciones, pactos y muertos enviados. Una noche, al terminar sus ejercicios, Acilde escuchó un zumbido que salía del cuarto que albergaba el altar a Yemayá, la diosa del mar a quien servía Omicunlé. Esther dormía. Se atrevió a entrar. Olía a incienso y a agua florida, a telas viejas y al perfume de mar que guardan adentro las conchas de lambí. Se acercó al altar cuyo centro presidía la réplica de una vasija griega de unos tres pies de alto. Eric solía molestar a Esther diciendo que algún día la heredaría él, Acilde conocía su precio exorbitante gracias al PriceSpy. En la banda central de la pieza se veía a una mujer que sostenía a un niño por el tobillo ante un cuerpo de agua en el que pretendía sumergirlo. Alrededor de la tinaja había ofrendas y atributos de la diosa, un remo antiguo, el timón de un barco y un abanico de plumas. Esther le había dicho que nunca abriera la tinaja, que quien mirase dentro sin haber sido iniciado podía quedarse ciego, otra loquera más de la bruja. Dentro había, perfectamente iluminada y oxigenada por dispositivos adaptados a la tinaja, una anémona de mar viva. Sin poner la tapa buscó en el borde inferior y encontró el ojo rojo que respondía a un control remoto y un orificio por donde cabría perfectamente un cargador de batería. Eso hacía la vieja cuando «atendía» a sus santos, supervisar los niveles en la pecera de agua salada encubierta donde mantenía vivo a un espécimen ilegal y valiosísimo. Frente al animal el PriceSpy se quedó haciendo loading. Los precios del mercado negro no aparecían con facilidad.

      Durante la transacción de la que Acilde era producto, su papá le había dicho a su madre que deseaba conocer las playas dominicanas. La isla era entonces un destino turístico de costas repletas de corales, peces y anémonas. Se llevó el pulgar derecho al centro de la palma izquierda para activar la cámara y flexionando el índice fotografió la criatura, flexionó luego el dedo corazón para enviar la foto a Morla. Susurró la pregunta que la acompañaría: «¿Cuánto nos darían por esto?». La respuesta de Morla fue inmediata: «Lo suficiente para tu Rainbow Bright».

      El pequeño plan de Morla y Acilde era pan comido. Cuando la vieja saliera de viaje, el primero buscaría la forma de violar la seguridad de la torre, desconectaría las cámaras de seguridad del apartamento, se llevaría al animal marino en un envase especial, y dejaría a Acilde amarrada, amordazada y libre de toda culpa. Pero cuando Esther viajó a una conferencia de religiones africanas en Brasil, Eric se quedó con Acilde en la casa. Esta pensó primero que la bruja no confiaba en ella; luego entendió que la anémona necesitaba de atenciones especiales que Eric le brindaría en su ausencia, teoría que confirmó cuando lo vio pasar horas muertas encerrado en el cuarto de santo. A su regreso, Esther encontró a Eric enfermo, con diarreas, tembloroso y con manchas extrañas en los brazos. Lo mandó para su casa y le dijo a Acilde: «Se lo buscó, buen bujarrón, no le cojas las llamadas». A pesar de las advertencias de Omicunlé, Acilde visitaba al enfermo para llevarle comida y las medicinas que él mismo se recetaba. Eric permanecía en su habitación, en la que reinaba una peste a vómito y alcoholado. Había días en los que deliraba, sudaba fiebres terribles, llamaba a Omicunlé, repetía: «Oló kun fun me lo mo, oló kun fun». Acilde volvía a casa de Esther y le contaba todo para ablandarla: sólo conseguía que la vieja lo maldijera aún más y lo llamara traidor, sucio y pendejo.

      Morla le enviaba textos desesperados todos los días para saber cuándo saldría Esther de la casa, cuándo llevarían a cabo la operación, cuándo, por fin, pondría las manos encima a la anémona. Acilde había dejado de contestárselos.

      Todos los jueves en la tarde un helicóptero recogía a Esther en el techo de la torre y la llevaba al Palacio Nacional a tirarle los caracoles al Presidente. La consulta solía extenderse hasta la medianoche, pues la sacerdotisa realizaba los sacrificios y limpiezas recomendadas durante la lectura el mismo día. Estas ausencias parecían perfectas para el plan original de Acilde, el único problema era que la vieja había dicho y hecho cosas que la habían convencido de pensárselo mejor.

      De Brasil, Esther le había traído un collar de cuentas azules consagrado a Olokun, una deidad más antigua que el mundo, el mar mismo. «El dueño de lo desconocido», le explicó en el momento de colocárselo. «Llévalo siempre porque aunque no creas te protegerá. Un día vas a heredar mi casa. Esto ahora no lo entiendes, pero con el tiempo lo verás.» Omicunlé se ponía muy seria y Acilde se sentía incómoda. No podía evitar sentir cariño por aquella abuela que la cuidaba con la delicadeza que nunca habían tenido con ella sus familiares de sangre, y si la vieja iba a dejarle en herencia la casa, ¿no podría tal vez darle el dinero para el cambio de sexo?

      Cuando la ola del timbre vuelve a sonar, Acilde tumba con una escobilla las telarañas que día a día se tejen en silencio en las aristas del techo. Asume que es otro haitiano y que el dispositivo de seguridad se encargará de él. Seguido, alguien toca la puerta del apartamento. Sólo Eric, que tiene la clave del portón, puede haber subido. Sin miedo a que Esther se enoje, corre a abrir la puerta, contenta de que Eric esté sano, confiada de que con su chulería se meterá en un bolsillo a la sacerdotisa.

      Morla la apunta con una pistola. Al primer gesto defensivo de Acilde, la toca entre las clavículas y luego flexiona todos los dedos para tener acceso al sistema operativo del plan de datos de la mucama. Le activa en ambos ojos, en modo pantalla total, dos videos distintos: en un ojo, «Gimme! Gimme! Gimme!», y en otro, «Don’t Stop Till You Get Enough», ambos a todo volumen. Acilde trata de desconectarse. Morla ha previsto sus movimientos. Ciega, ella grita: «Madrina, ladrón», y se golpea contra las paredes hasta caer al suelo y sentir, tras la tímida detonación de un revolver silenciado, el peso de otro cuerpo que se desploma en el mármol de la sala.

      Morla desactiva las pantallas. Acilde ve cómo remata a Esther. Observa asimismo cómo se recoge luego el sudor que le chorrea la frente con el dorso de la mano que sostiene el arma. «Me dejaste enganchao, mamagüevo,


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