Los gauchos judíos. Alberto Gerchunoff

Los gauchos judíos - Alberto Gerchunoff


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que daba a los oyentes, flacos y míseros, aspecto fantástico. Los israelitas, sumidos en éxtasis balbucearon:

      –¡Amén!

      Los sábados a la tarde se reunían en la casa de Jacobo los judíos más respetables de Tulchin. Se conversaba sobre asuntos de religión y el Dain acla­raba los detalles difíciles con argumentos recogidos en las controversias memorables. La sabiduría tal­múdica, la ciencia popular de las Repeticiones, las leyes y los secretos más ocultos de la Cábala, le eran familiares. Así, sus disertaciones en aquel lu­gar íntimo resultaban prédicas que podrían figurar en los gruesos volúmenes, escritos en la lengua arcaica de los jasidim, que llenaban su biblioteca ta­llada en madera de Jerusalén.

      Una vez, el rabino de Tolmo hizo el elogio de Es­paña. Exaltó la bondad de su clima y recordó, sus­pirando, la época en que el pueblo de Israel habitó el suelo español.

      –España sería para nosotros –dijo– la tierra más codiciada si sobre ella no pesara la maldición de la sinagoga.

      El Dain hizo un gesto de indignación, exclamando en hebreo:

      –¡Majschemóm, izijróm! ¡Que se hunda y que se pulverice! Yo jamás he podido recordar –conti­nuó– el nombre de España sin que la ira me llene los ojos de sangre y el alma de odio. Quiera Dios, en sus justos castigos, convertirla en una hoguera sin fin, por haber torturado a nuestros hermanos y quemado a nuestros sacerdotes. Fue en España donde, los judíos dejaron de cultivar la tierra y cuidar sus ganados. No olvide usted, mi querido rabí, lo que se dice en Zeroim, el primer libro del Talmud, al hablar de la vida del campo: Es la única salu­dable y digna de la gracia de Dios. Por eso, cuando el rabí Zadock-Kahn me anunció la emigración a la Argentina, olvidé, en mi regocijo, la Vuelta de Jerusalén, y vino a mi memoria el pasaje de Jehuda Halevi: Sión está allí donde reina la alegría y la paz. A la Argentina iremos todos y volveremos a trabajar la tierra, a cuidar nuestro ganado, que el Altísimo bendecirá. Recordad las palabras del buen libro: “Sólo los que viven de su ganado y de su siembra tienen el alma pura y merecen la eternidad del Paraíso”. Si volvemos a esa vida retornaremos a nuestra existencia anterior, y ¡ojalá pueda en mi vejez besar esa tierra y bendecir bajo su cielo a los hijos de mis hijos!

      Así habló rabí Jehuda Anakroi, el último representante de aquellos grandes rabinos que ilustraron con su sabiduría las comunidades de España y de Portugal. Al repetir aquí sus palabras, beso en su nombre la tierra que me da paz y alegría y, como los judíos que lo oyeron, digo:

      –¡Amén!

      El viento agita los distantes cardales. Hace frío. La mañana duerme en la pereza y una niebla muy fina vela los rayos del sol. La campiña blanquea bajo la escarcha, que se agranda como una ilusión de nieve. Más allá trabajan los vecinos y, en los momentos en que el viento calla, se oye el ruido que hace la ruedecita única del arado.

      Tenemos que marcar un nuevo trozo para labrar­lo. Hemos enyugado los bueyes más dóciles. Colo­camos a quinientos metros un palo con trapo rojo como señal, y así haremos dos surcos, uno de ida y otro de vuelta. Trazar los surcos iniciales consti­tuye una tarea solemne. Lo comprenden todos.

      La pareja de bueyes tiene por esto un aspecto más grave. Rumian con lentitud rítmica y, quietos, esperan el comienzo, enganchados en el arado. Mas quien lo sabe mejor es el perro Barbos. El acto es demasiado interesante para que la familia quede en casa. Ahí está, pues, la madre con el jarro lleno de café con leche y las muchachas. Vamos preparán­dolo todo.

      –¿Estamos prontos?

      –Prontos.

      Yo dirijo los bueyes y mi hermano guía el arado. “¡Derecha!” “¡Izquierda!” Los bueyes comprenden su misión importante y caminan con paso digno y menudo. El palo con el trapo rojo da frente a la cadena sujeta en medio del yugo, un yugo sólido de quebracho, fabricado en la carpintería doméstica en los días en que la lluvia impide trabajar en el campo.

      El arado cruje. Detrás van la madre y las mozas, atentas a la obra pausada. El gurí, con su honda y su inútil rebenque, salta y grita, menos serio que Barbos. Este precede a los bueyes, cuyo andar acentúa con un movimiento isócrono de cabeza mien­tras menea la cola. Barbos muestra un buen humor saludable y su inteligencia de agricultor experimen­tado percibe con facilidad la magnitud trascenden­tal del acto. Así marcha, sin ocuparse de la fre­cuente perdiz ni de los saltos del gurí. Los bueyes tiran, resignados y dulces. Alargadas las cabezas por el esfuerzo, apenas sienten el yugo uncido a los cuernos enormes por las coyundas ignominiosas. De sus bocas cuelgan dos hilos de espuma. Y la tierra, enfriada por el invierno, se abre exhalando un olor de fuerte humedad que el grupo familiar aspira co­mo un aroma. La rueda única del arado canta el salmo de las siembras fecundas y, a lo lejos, el tra­po rojo se despliega con orgullo de bandera; el gurí acecha a una víbora que se despereza al sol...

      No lejos del pozo familiar, junto al endeble palen­que, la muchacha ordeñaba. La vaca, buena como un pedazo de pan, permanecía inmóvil, y a un metro de distancia; el ternerito, pisando la cuerda que le colgaba del cuello, mordía las hierbas diminutas. Desaparecían en su boca, sobre el rojo paladar, las gotas de cristal del rocío. En el horizonte pintábanse franjas rosadas y la colonia toda amanecía. Abríanse los corrales, y los viejos de grandes barbas aparecían en las puertas de los ranchos, masticando la oración de la mañana. Con la aurora –la aurora de Dios alabada por el verbo de los santos rabinos– ­brotaban los diálogos del amanecer.

      –¿Rastreamos, Remigio?

      –No, don Efraim. Ha llovido demasiado, más va­le arar.

      –Bueno. Tome mate. Este... ¡oiga, Remigio...! enyugue al Chico y al Feo.

      El viento de la madrugada trae un grito de la casa vecina:

      –¿Va a la estación, rabí Efraim?

      –¡Sí! Va el peoncito.

      ¡Que pregunte en el almacén si hay carta para mí...!

      Y junto al palenque, torcido como una vaina de algarrobo, Raquel ordeña a la vaca inmóvil. Está de rodillas y sus dedos aprietan las ubres magní­ficas que se exprimen en chorros de espuma. La aurora otoñal envuelve en su roja palidez al grupo y la moza deja ver, por la bata entreabierta, los pechos redondos y duros que el sol de los fuertes veranos ha dorado, como frutas.

      Cae la leche en el balde con una música suave que acorda con el resuello de la vaca y el respirar de Raquel.

      El pelo desciende en olas oscuras sobre su espal­da, y su cuerpo se dibuja, bajo el campesino percal, en la plenitud sabrosa que las caderas exaltan en el ritmo enérgico de sus líneas, en la forma de un ánfora de rudo barro. La claridad de la aurora ilu­mina su perfil por sobre el ancho lomo de la vaca. Sus ojos tienen el azul que tiembla en las pupilas de la Virgen y la nariz resume en el bronceado arremango, los signos rotundos de la raza.

      Labriega, tú me recuerdas las mujeres augustas de la Escritura. Tú revives en la paz de los campos las heroínas bíblicas que custodiaban en las campiñas de Judea los dulces rebaños y durante las fiestas entonaban, en los atrios del Templo, los cánticos en alabanza de Jehová. Raquel, tú eres Ester, Re­beca, Débora o Judith. Repites sus tareas bajo el cielo benévolo y tus manos atan las rubias gavillas cuando el sol incendia, en llamas de oro ondulante las olas de trigo, sembrado por tus hermanos y bendecido por el ademán patriarcal de tu padre, que ya no es ni prestamista ni mártir, como en la Rusia del zar.

      Tu presencia renueva, con la vaca mansa y la cabra discreta, la vida remota del Jordán. Sonríen los ranchos a la faena naciente y allá, en medio de la colina, el arroyo canta a la mañana y ofrece, en pocillos de greda, agua fresca al buey y al caballo. Y como en los días lejanos de Jerusalén, tu padre, cubierta la frente por la cajita de cuero negro de las filacterias, que contiene sentencias divinas, reza al Dios de Israel, Señor de las ejércitos, dueño del aire, de la luz y de la tierra, y en hebreo arcaico le saluda:

      –Baruj athá Adonái...


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