Los gauchos judíos. Alberto Gerchunoff

Los gauchos judíos - Alberto Gerchunoff


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para establecer­se en un punto no lejano de San Gregorio, cerca del bosque, donde según las leyendas del pago, se albergaban cuatreros y tigres.

      La primavera estallaba; las margaritas cuajaban el verde jubiloso de la pradera.

      El almacén estaba lleno y el gentío rumoreaba es­perando a los que llegaban de Rusia, entre los cuales figuraba un rabino de Odessa, anciano y talmudista de la Ieschuva de Vilna, quien, a juzgar por nues­tras noticias, estuvo en París, donde lo recibió cor­tésmente el barón Hirsch, el “padre de la colonia”.

      En la estación, el jefe y el sargento, venido de Villaguay para asistir a la llegada, conversaban, mientras varios peones jugaban a la taba, rodeados de curiosos.

      El matarife de nuestra colonia discutía con el de Rosch Pina, ansioso de confundirlo, en presencia de tanta gente, con su inagotable sabiduría. Se hablaba del rabino a quien se esperaba y el matarife de Rosch Pina informaba sobre su persona. Lo había conocido en Vilna, donde estudiaron juntos los li­bros sagrados. Era un hombre bueno y conocía el Talmud casi de memoria. Y fue quien formó parte de la expedición a Palestina para comprar tierras, antes de llevar a cabo su proyecto el barón Hirsch.

      –Nunca –dijo– ejerció de rabino. Al concluir los estudios se dedicó al comercio en Odessa y es­cribía en el Azphira, periódico escrito en hebreo antiguo –agregó, dirigiéndose a varios colonos que lo escuchaban.

      La espera de aquella multitud evocaba en cada uno recuerdos borrosos. Cada uno veía la mañana en que abandonó el fosco imperio del zar y revivía la llega­da a la tierra prometida, a la Jerusalén anunciada en las prédicas de la sinagoga, y en hojas sueltas se proclamaba, en versos rusos, la excelencia del suelo:

      A Palestina y Argentina

      iremos a sembrar,

      iremos, amigos y hermanos

      a ser libres y a vivir...

      –Don Abraham –dijo el sargento–, allí viene el tren.

      Levantóse un rumor de ansiedad. Allá, tras la lo­mada, un hilo de humo ondulaba en el aire diáfano.

      De los vagones descendían los inmigrantes, roídos por la miseria e iluminados los ojos de esperanza. El último en aparecer fue el rabino. Era un viejo de rostro jovial, ancho y alto, de barba blanca y es­pesa. La rodearon los colonos y empezaron a ago­biarlo con saludos y bienvenidas.

      Ya se hallaba a su lado el matarife de Rajil, don Abraham; los viajeros lamentables desfilaban, con sus bultos y sus criaturas, extasiados en el azul pro­fundo de la mañana.

      Llegaron al almacén y don Abraham, desde el tronco de un árbol cortado, los saludó sonoramente con citas hebraicas. El rabino contestó comenzando con un versículo de Isaías y dio noticias desoladoras de Rusia.

      –Aquí –dijo– trabajaremos nuestra tierra, cui­daremos nuestro ganado y comeremos nuestro pan.

      Henchido de entusiasmo, imponente y profético, al viento la barba como una bandera, saltó del tronco y abrazó al sargento besándole en la boca.

      Y la densa caravana se puso en marcha en el es­plendor ardiente del día.

      Era de mañana todavía cuando los peones aparta­ron las últimas bolsas de nuestro trigo. La máquina paró y a la sombra de la parva cercana la gente se dispuso a tomar el café; un sol fuerte nos ahogaba y desparramaba su llamarada por la campiña segada, que parecía un inmenso cepillo de oro.

      Lejos, en el potrero, en las quebradas, en torno de las pequeñas lagunas, los bueyes pacían, lentos y tristes, en medio de la cháchara de los teros.

      El alcalde de la colonia, viejo elocuente y astuto, elegido por el vecindario en una asamblea de la si­nagoga, comentaba los resultados de la cosecha y alababa la hermosura de nuestro trigo.

      Era casi analfabeto y sólo conocía por referencias ciertos pasajes de la Escritura, que citaba a menu­do al intervenir en la entrega de una reja o en la compra de un rollo de alambre.

      Y aquella mañana caliente, rodeado por los veci­nos, a la sombra de la parva, peroraba sobre las ven­tajas de la vida rural.

      –Bien sé yo –decía– que no estamos en Jerusalén; bien sé yo que esta tierra no es aquella de nuestros antepasados. Pero sembramos y tenemos trigo, y de noche, cuando regresamos de la era, de­trás del arado, podemos bendecir al Altísimo porque nos ha conducido fuera de donde éramos odiados y vivíamos perseguidos y miserables.

      El matarife replicó:

      –El trigo de Besarabia es más blanco que el de la colonia –y expresó pausadamente su descontento.

      –En Rusia –dijo– se vive mal, pero se teme a Dios; y se vive según su ley. Aquí los jóvenes se vuelven unos gauchos.

      El agudo silbato de la máquina disolvió a los vecinos.. Tocaba el turno a las parvas de Moisés Hintler, que permanecía silencioso junto a la casilla rodante del maquinista. Era bajito, flaco, y sus ojos redondos y diminutos traducían en su mirar de miope una alegría profunda. A su lado, la mujer, envejecida en la miseria del pueblo natal, contempla­ba la faena, y la hija, Débora, robusta y ágil, pre­paraba el almuerzo.

      Comenzó el trabajo. Subimos a la parva de Moi­sés para alcanzar las gavillas; y los peones enaceitaban la máquina formidable.

      –Moisés –exclamó el alcalde–. ¿Tenías también parvas en Vilna? Allí trabajabas de joyero y com­ponías viejos relojes; ganabas un par de rublos al mes. ¡Aquí, Moisés, tienes campo, trigo y ganado!

      Levantó una copa de caña y brindó:

      –Moisés: como decíamos en Rusia, yo deseo que tu tierra sea siempre fecunda y que, por abundante, no logres juntar su fruto.

      Moisés permanecía callado junto a la máquina. En su cabeza se revolvían desvanecidos recuerdos de su vida lúgubre de Vilna, de su vida martirizada y amarga de judío.

      La rueda mayor giró y el grano empezó a derra­marse como lluvia dorada bajo la bíblica bendición del cielo inundado de luz. Interpuso lentamente la mano en la clara cascada de trigo, y así la tuvo mu­cho tiempo. A su lado, la mujer miraba con avidez y Débora miraba.

      ¿Veis, hijos míos? Este trigo es nuestro...

      Y por sus mejillas, aradas por una larga penuria, corrieron dos lágrimas, que cayeron, con el chorro de gordo grano, en la primera bolsa de su cosecha...

      Era un día caluroso y límpido. A ambos lados de la aldea, los sembrados verdeaban en las eras inmen­sas, onduladas levemente por un viento suave. En el vasto potrero que separaba las dos hileras de casas, los muchachos apartaban el ganado para conducirlo al pastoreo.

      Nos hallábamos en un período de descanso antes de comenzar la remoción de la tierra para nuevas siembras. Y aquel día fuimos a la sinagoga, pues era aniversario de la muerte de un vecino y sus hijos tenían que decir las oraciones fúnebres prescritas por el rito.

      Comentábase minuciosamente una reyerta ocurri­da la víspera, y el alcalde negociaba una conciliación. El matarife adujo razonamientos salomónicos y citó algunas sentencias edificantes. Después de un cam­bio de insultos, en que se historiaron con prolijidad diversos escándalos de las dos familias, los enemi­gos se reconciliaron.

      Convinimos en ir a la estación esa tarde, y los reconciliados nos hicieron


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