Otro eslabón de tu cadena. Diego Peñafiel
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Otro eslabón de tu cadena
Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.
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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora
© Felicitas Rebaque 2009
© Editorial LxL 2020
www.editoriallxl.com
04240, Almería (España)
Primera reedición: septiembre 2020
Composición: Editorial LxL
ISBN: 978-84-17763-53-4
Otro
eslabón
de tu
cadena
Diego Peñafiel
Índice
Fin
No hay peor cadena que la que se pone uno mismo.
Agradecimientos
A Dalia Chanque Lobela, por esas largas horas de traducción e interpretación ecuatoguineana.
A Azucena Muñoz González, por su maravilloso punto de vista con el que tanto aprendí.
A Guillermo Aguirre por la corrección que asumió.
A la Asociación Africanista Manuel Iradier, por acogerme en su seno y mandarme a Guinea Ecuatorial.
A Belén Bustamante, por ser la primera persona que creyó en mí sin casi conocerme.
Y a la vida y sus vaivenes.
CAPÍTULO 1
Una por una, Menbeng iba podando las hojas secas de la yuca, negras como su piel y podridas como su alma. Hojas que en su día tuvieron vida y alimentaron a la planta madre, siendo parte fundamental para su crecimiento, ahora se habían convertido en un estorbo para el desarrollo del conjunto. Era muy fácil reconocer cuáles eran las que había que cortar porque despuntaban entre el resto, acorde en color, textura y función de la plantación entera. Agarró una hoja con la mano y la miró como quien se mira a un espejo.
Pese a ser una joven de veintiséis años, sus dolores lumbares estaban acabando con ella. Tantas horas encorvada bajo la lluvia torrencial o el sol tropical trabajando la tierra se hacían insoportables para una mujer de letras. Su extrema delgadez y su falta de musculatura tampoco la ayudaban a desarrollar las tareas en el campo.
—Tienes que quitar también las hojas muertas de aquella zona —le ordenó Obon en fang1.
—¿Que pode aquello dices? —respondió en fang intercalando «pode» en castellano. Obon puso cara de no haber entendido, por lo que Menbeng añadió—: La palabra correcta para esa acción es podar.
—Ateransam2! ¡Ya estamos! Hace tiempo que ya no eres profesora. —Menbeng se quedó callada y ella continuó—: Hay que pudar aquella zona. ¿Mejor, señorita Menbeng? —Movió la cabeza hacia los lados mientras pestañeaba repetidas veces simulando una persona quisquillosa.
Menbeng le sonrió a su amiga y no dijo nada. Levantó la vista. Delante de ella se extendía un minifundio rectangular, ordenado y simétrico, con unos canales que reconducían el agua para que no se inundase en la época húmeda y para ser regado por el afluente del río Laña en la época seca. Un sistema de regadío y canalización inusual en la zona. Pensó que algo así solo se le pudo ocurrir a alguien como Engonga, la persona más inteligente y bondadosa que jamás había conocido, y que creía que jamás volvería a ver. Después, todo era selva abrupta, higueras de caucho que extendían sus raíces desde sus ramas hasta el suelo, ceibas gigantes, okumes, enredaderas, helechos y palmeras. Un suntuoso arcoíris vegetal en el que ella solo veía una fortificación natural.
Después de unas horas trabajando, pararon para almorzar. Menbeng se sentó con Obon, un nigeriano y un gabonés que, pese a la intimidación del Gobierno a los nativos, habían permanecido en Guinea Ecuatorial después de instaurarse el régimen de Macías. Los cuatro trabajadores ecuatoguineanos se sentaron en otro banco. Menbeng fue donde sus paisanos y le pidió agua a Biwolo, el hermano del representante del Gobierno en el pueblo.
—¡Pásame el agua, Biwolo!
—¡No me queda casi, que te la pasen tus amigos extranjeros, que te interesan mucho!
Su amigo soltó una risa estúpida sacando a relucir sus únicos tres dientes.
—Seguro que ellos me la darían porque saben lo que significa la generosidad, no como tú.
—¡Ten cuidado con lo que dices si no quieres acabar mal, jovencita!
Biwolo