Otro eslabón de tu cadena. Diego Peñafiel
cualquiera. Que me olvide del amor, que eso son cosas de niños. Que ser mayor es olvidarse de uno mismo y darlo todo por la familia como hace ella y todas las mujeres. —Eyang miró a Akin, que seguía enmudecido—. Dice que ella ha encontrado un hombre bien posicionado y capaz de pagar una buena dote por mí, que mi deber como hija es aceptarlo y ser buena mujer. Que me olvide de ti, que la familia necesita alguien con poder que la proteja y la cuide.
Akin se pasó las manos por su cabeza rapada. Lamentó no tener nada para beber o para fumar. La lluvia se acentuó y los golpes del agua contra la tejavana de zinc sonaban tanto que le hicieron levantar la voz.
—¿Quién es él? ¿Cuándo os quiere juntar tu madre?
—Solo me dijo que era un hombre bien posicionado. Quiere que nuestro primer encuentro sea esta semana.
Akin se mordió los labios y se levantó enfurecido. «¡Maldita ballena!», pensó.
—Yo solo quiero estar contigo, Akin. ¡Vámonos de aquí! ¡Fuguémonos!
A él no le pareció una buena opción. No estaba dispuesto a dejarlo todo por ella, quería seguir viviendo a su manera como hacían los hombres de su país.
—Yo no puedo dejar aquí sola a mi madre, ella me necesita. Soy el único hijo que aún le queda en casa y la ayuda a seguir adelante. Aunque estés con él, seguiremos viéndonos. Tú no te preocupes, así lo hace todo el mundo en Guinea.
—No, no seré capaz. ¿Es que no me quieres?
—Claro que sí, pero… no puedo hacer otra cosa —dijo con gesto de enfado tratando de acabar con la conversación.
Eyang se puso a llorar y se marchó. Akin la siguió y trató de consolarla vagamente. La acompañó hasta casa y la dejó marchar. No hubo beso final ni frase de buenas noches. Fue una despedida de papaya pasada; amarga y con tropiezos.
Se despertó con el sonido de la corneta a las seis de la mañana. Vio las literas y a sus compañeros vistiéndose con prisa. Se bajó de la cama de arriba y apoyó la cabeza contra el esqueleto de la litera durante unos segundos. Se apretó los ojos con la mano, haciendo fuerza con el dedo pulgar y el índice. Se cambió, hizo una respiración profunda y salió al patio.
Todo el escuadrón de jóvenes militares se vistió y salió al patio a hacer el ejercicio matutino. Les hacían saltar, correr, coger su fusil, dejarlo, agacharse… Todo ello vitoreando canciones de muerte al colonialismo, muerte al blanco opresor, muerte al opositor…. Cuanta más furia y odio se demostraba, más los valoraban. Habían pagado una buena cantidad de dinero para alistarse y casi no les daban de comer durante el día. Se los instigaba para buscar opositores debajo de las piedras y saquearlos a modo de recompensa. Akin miró a su alrededor. Delgados adolescentes formaban la tropa, animales salvajes con ganas de matar a su presa. El tigre amarillo con sus fauces en alto brillaba en el escudo del partido revolucionario que se alzaba en lo alto de la puerta de la comandancia. «Macías es el tigre y nosotros, las hienas que comen la carroña», se dijo a sí mismo.
Los montaron en el camión soviético en dirección a la montaña para hacer maniobras combativas. Por el camino, se veían a presos en la cuneta chapeando y custodiados por guardias. Los cautivos estaban encorvados y cortaban la hierba con los machetes sin afilar. Sus vértebras sobresalían como las del dinosaurio de cresta en el lomo. Sus movimientos eran lentos y sus cuerpos estaban deformados. Habían perdido su apariencia humana. Algunos miraban de reojo al temido camión. Los militares del camión se reían de ellos y de su imagen espectral. Parecían haber vuelto a la época de la esclavitud, solo que esta vez eran ellos mismos quienes se esclavizaban entre sí. Akin permanecía callado mirando el paisaje desolador con un gesto inexpresivo.
Dejaron la ciudad atrás y dieron paso a las vastas extensiones de cacao y café. Las montañas estaban repletas de largas hileras llenas de árboles de cacao con sus grandes piñas de color amarillo y otras con las plantas verdes repletas de bayas rojas de café. Respiró hondo para empaparse de la fragancia de los cafetales, pero le vino una ráfaga de olor a sudor y sangre. Se fijó en las plantaciones y vio a cientos de presos con cuerpos famélicos trabajando. Los Guardias de las Fuerzas Armadas los vigilaban. Más adelante, vio otras fincas con unos trabajadores que mostraban un aspecto más saludable, que serían los ecuatoguineanos obligados a cambio de una comida. Su buen amigo Bee le vino a la mente, alguno de esos infelices podía ser él. Desde que había ingresado en el ejército, no había vuelto a verlo. Había pasado por su casa dos veces, pero no había encontrado a nadie. Un sentimiento de pena lo invadió. Recordó lo bien que se lo pasaban juntos en el Colegio Isabel la Católica, ahora llamado Rey de Malabo. Los partidos de fútbol que jugaban en los que Bee vapuleaba a todos los blancos y luego ambos tonteaban con todas las blanquitas. La nostalgia por los buenos momentos de la infancia y el contraste con la situación actual lo amargaron. Las carcajadas del grupo lo sacaron de su melancolía, volvió en sí y se mezcló con la masa.
Llegaron a las faldas del pico Basilé. Pasaron diez días haciendo maniobras de ataque y de defensa, siete de ellos asfixiándose por la selva frondosa infestada de vegetación, mosquitos y humedad. Los otros tres días subieron a la cumbre del pico. Las temperaturas y la humedad eran más bajas. La vegetación se calmaba y se hacía menos densa. Desde lo alto, se divisaba toda la isla y parte de África. Akin sintió una extraña sensación de emoción y miedo, pues, según las creencias bubis, los espíritus de los antepasados moraban en la cumbre. El sol estaba poniéndose y les dieron una hora para relajarse antes de cenar. Desde la cima se divisaba el ocaso en el Edén terrenal. La estrella solar se metía por el horizonte y parecía prenderle fuego al mar. Desprendía unos retazos lila y rosa lirio que contrastaban con los azules cian y añil del cielo. En la otra dirección se alzaba la selva verdosa con sus tonos esmeralda, oliva y menta. Akin se quedó maravillado ante tanta belleza y entendió por qué ese era el lugar donde habitaban las almas de sus antepasados. Detrás de él había una gigantesca antena oxidada que vigilaba el continente entero. Le entró una gran curiosidad por saber qué era eso.
Se le acercó el teniente Obama y le dijo:
—Eso es una emisora de radio y televisión. Nos la regaló España en pleno cambio entre la autonomía y la independencia, hace unos cuatro años. Cuando la construyeron, era la emisora más alta de África y Europa, ahora es la chatarra más alta del mundo. —Akin se rio—. El ministro de Información y Turismo de España vino en persona a inaugurarla, se llamaba… Manuel Fraga, eso es, el mismo que firmó el acuerdo de independencia para nuestra Guinea Ecuatorial.
Akin notó que su gesto y su forma de hablar de España no eran negativos ni marcados por el odio, como en la mayoría de sus superiores. Tenía un gesto neutro, pero con un matiz nostálgico que se esforzó en disimular. Aquella manera de hablar tan culta y aquella actitud tan sabia le despertaron unas ganas irrefrenables de tener más contacto con él, de saber qué encerraban esas palabras, de conocer más acerca de la historia de Guinea Ecuatorial y de los hechos que los habían llevado a terminar con ese régimen dictatorial. Así que trató de seguir con la conversación y le preguntó:
—¿Por qué un ministro de Turismo firmó la independencia?
Obama lo miró con sorpresa. Le puso la mano en el hombro, miró hacia un lado y volvió a sus ojos.
—En el periodo de la independencia ocurrieron muchas cosas que no tienen una explicación lógica.
—¿Solo en el periodo de la independencia? —añadió Akin sin pensarlo.
El teniente lo contempló de forma inquisitiva y esbozó una leve sonrisa. Se levantó y se marchó a coordinar la acampada. Akin se culpó por su atrevimiento. ¿Por qué había dicho algo así? ¿Cómo se había atrevido? Una osadía así podía costarle su libertad o algo peor. Tal vez fue porque Obama le recordó a su padrino Teófilo Bienede, que también era una buena persona con un conocimiento y una manera de hablar más elevados de lo normal.
De vuelta a la base militar, les dieron un día y medio libre a todos los que habían estado de prácticas. Akin se marchó a casa eufórico de alegría, pues llevaba dos semanas sin tener permiso. La cabeza se le llenó de planes, quería