Otro eslabón de tu cadena. Diego Peñafiel

Otro eslabón de tu cadena - Diego Peñafiel


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también se estaba enriqueciendo. Había mordido la manzana de la avaricia y su sabor lo había encandilado. La venta de una botella generaba tantos beneficios como los que le daban la venta de buñuelos y frutas durante más de un mes. Con vender solo seis botellas de coñac o whisky al mes, ya generaba su sueldo como militar. Él no quería ser ningún muerto de hambre o un don nadie como los que abundaban en su país. Su padrino Bienede le había metido en la cabeza que había que ser alguien en la vida, que había que sacrificarse por llegar lejos y trabajar duro para ello. Él era un claro ejemplo.

      En época de la colonia, había sido procurador en las Cortes y vicepresidente de la Cámara Agrícola; tras la independencia, lo nombraron secretario del ministro de Comercio. Formaba parte del partido bubi que los representaba y luchaba por sus derechos. Akin no había sido capaz de estudiar como su tío y aquello le creaba cierta frustración, por eso, con el contrabando, había encontrado otra manera de alcanzar el éxito. Ahora tenía dinero suficiente para que la madre de Eyang lo aceptase como yerno.

      Al día siguiente, hicieron los preparativos para ir a Basapú a visitar a su tía para comprarle frutas y hortalizas. Llegaron al punto de encuentro de donde salía el Renault 10 que hacía la ruta interpueblos. Reservaron su sitio de ida y vuelta y se sentaron a esperar.

      Akin vio a una joven conocida y fue a hablar con ella. Se dio cuenta de que a quien quería ver era a Eyang, así que salió corriendo como un animal cegado por su instinto. Pasó primero por el mercado y dio varias vueltas, pero no la vio, así que corrió de lado a lado, inquieto. Quería verla y quedar esa noche para estar con ella, lo necesitaba. Sintió gusanos en su estómago producidos por el nerviosismo de pensar que podía perder el coche y de que iba a volver a ver a su Eyang.

      Entre el tumulto, reconoció a la madre de su amada, se acercó un poco más y se quedó observando. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que su madre estaba sola, por lo que Eyang estaría en casa haciendo las labores y podría hablar con ella. Salió disparado mientras los olores de carne y pescado podrido del mercado le llenaban los pulmones.

      Llegó a la chabola y se quedó espiando desde una distancia prudente. No parecía haber nadie, así que se aproximó un poco más. La hermana pequeña de Eyang estaba fuera desnuda, jugando en el suelo con dos piedras. La ventana se encontraba abierta, y dentro diferenció dos siluetas.

      ¿Tal vez era alguno de sus hermanos? No, la silueta era demasiado grande. Su cuerpo se estremeció y su corazón empezó a golpearse contra las paredes del tórax, como un loco en una habitación acolchada. Unos segundos después, un militar adulto salió de la casa. Era el capitán de las Fuerzas Armadas Populares. Akin permaneció escondido hasta que el capitán se alejó lo suficiente. Se llenó de rabia y angustia. Fue hasta la puerta, indeciso, aturdido, vacío. Tras unos segundos, se abrió y vio salir a Eyang con la cabeza gacha. Cuando esta lo vio, dio un pequeño grito y se le cayó la palangana que llevaba entre las manos. Akin desvió la mirada a la palangana que acababa de caer y descubrió la forma esférica de su barriga. Sus ojos se abrieron como dos almejas en agua hirviendo. Eyang le gritó entre sollozos:

      —¡Márchate de aquí! ¿A qué has venido? ¡Márchate, desgraciado! —Sus lloros se hicieron más intensos y le arrojó la palangana—. ¡Te he dicho que te vayas, bastardo, no quiero volver a verte jamás!

      Akin fue alejándose poco a poco como un zombi. No fue capaz de protegerse ante el golpe de la palangana en la espalda. Su cabeza giraba como mareada, su vista no era capaz de discernir. La hermana pequeña había dejado de jugar y observaba la escena. Eyang fue a coger otra vez la cubeta y volvió a lanzarla, pero fue directa al suelo y ella, detrás. Se quedó tirada llorando con fuerza. Akin no derramó ni una lágrima por fuera. Siguió recto sin mirar atrás, prefería no ver nada más y olvidarse de todo cuanto antes.

      Cruzó el mercado como un alma perdida. Se chocaba con la gente y esta le gritaba, pero él ni sentía los golpes ni escuchaba los gritos. Llegó al punto de salida del Renault 10. Pitú lo regañó por tardar tanto. Él asintió y se sentó contra un árbol. Al poco, el conductor dejó de discutir con una persona y dio la voz de salida. Viajaban siete personas más el conductor y, encima del coche, una torreta de maletas y objetos. Akin seguía ausente, pues conocía a ese capitán, formaba parte de la cúpula del régimen. «Hablaré con Borico para que le eche un conjuro. ¡Cállate, no digas tonterías! La culpa de todo la tiene su madre por obligarla a estar con ese vejestorio. ¿Qué puedo hacer? Déjala en paz, es lo mejor que puedes hacer».

      El camino estaba encharcado y al coche le costaba avanzar, las ruedas se hundían y se resbalaban. El conductor y el copiloto subieron las ventanillas para no mojarse y la atmósfera se hizo pesada. Las ventanillas de atrás estaban rotas y no bajaban. Los ocupantes del taxi comenzaron a sudar a borbotones. A cada segundo que pasaba, Akin se arrepentía más de haber hecho ese viaje. El auto paraba en los pueblos y casas de camino para cargar o descargar las mercancías que transportaba.

      Llegaron a Basapú a primera hora de la tarde. Una mujer, a lo lejos, caminaba con el cesto lleno de leña subido a la cabeza. El pueblo solo guardaba el recuerdo de la época gloriosa que tuvo cuando los primeros nativos en hacer riqueza, llamados fernadinos debido al antiguo nombre de la isla, habitaban en unas casas elegantes de las que solo quedaban las ruinas. Se imaginaron que el coche no regresaría ese mismo día. A Akin le molestó la idea de tener que quedarse en el pueblo, le hubiese gustado salir por la ciudad y emborracharse. Era su última noche libre y necesitaba evadirse; además, no sabía cuándo volvería a tener dos días libres. Su estado anímico pasó de la tristeza al enfado. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Encontraron a su tía Ino trabajando en la finca, cosa que les extrañó. Nunca la habían visto en esa situación, siempre había tenido a un jefe de campo que le organizaba a los trabajadores. La observaron hasta que llegaron a su lado. Ino les gritaba a unos braceros que estaban frente a ella. Ellos la miraban con cara de disgusto. Cuando su tía los vio llegar, se asombró y les dio cuatro órdenes más a sus trabajadores para que se mantuviesen ocupados.

      —¡Kawele8! ¡Cuánto tiempo sin veros, qué contenta estoy! —Ino los abrazó y los besó—. Vamos para casa, que allí se está mejor. ¿Qué tal el viaje?

      —Umum, un poco lento —contestó Pitú.

      —Cada vez tardas más en venir, sis (hermana). ¿Qué pasa? ¿Has encontrado a alguien más barata? Os quedáis a dormir esta noche, ¿no? No creo que ese taxista pase hasta mañana.

      En la chabola de su tía el fuerte olor a yuca fermentada lo inundaba todo. Cenaron y se pusieron a charlar. Ino se lamentaba de la bajada de las ventas y les explicó que se había visto obligada a subir los precios porque le cobraban más impuestos y porque había tenido que poner más vigilancia. Estaba angustiada porque los militares venían cada vez con más frecuencia y exigiendo más recaudación. Su capataz no aceptó la bajada de sueldo y se marchó. Desde entonces, tenía que ser ella la que organizase a los pocos trabajadores que le quedaban. Cenaron y se quedaron charlando.

      —Encima, ahora quieren quitarme la mitad de mis tierras —añadió Ino con resignación—. Resulta que los blancos nos repartieron las tierras y ahora van a ser los fang quienes nos las quiten.

      Akin se sentía avergonzado de su condición de militar y decidió salir fuera para evadirse. El cielo se había despejado, una luna creciente asomaba brillante entre las negras nubes. Se alejó de la casa y se adentró en la selva. Se acordó de un viejo lugar al que solía ir cuando era niño. El sitio tenía una charca de aguas termales y una pequeña cueva que se hundía hacia el centro de la tierra. Los bubis la denominaban la Cueva del Dios del Mal Morimó y, sobre la charca, corría la leyenda de una mujer bellísima llamada Mamiwata que salía del agua para seducir a hombres y mujeres y ahogarlos en ella.

      Fue adentrándose en la espesura. De repente, escuchó unos susurros y permaneció callado. La selva por la noche tenía su propia voz, pero ahí había alguien más. Siguió acercándose a la cueva. Cuanto más se aproximaba, más se escuchaba. Akin se estremeció, dudó entre marcharse y descubrir qué estaba ocurriendo. No tardó en visualizar una llama y un corro de gente. Se agachó y continuó con sigilo. Le pareció un ritual funerario por


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