Otro eslabón de tu cadena. Diego Peñafiel
Cuando llegó a casa de su tía, su madre lo estaba esperando hecha una furia.
—¿A ti te parece bueno esto que has hecho? Ni en el pueblo de tu tía puedes estar tranquilo. Yo pensaba que habías madurado. Tu tía se ha ido preocupada a trabajar, le has hecho pasar mala noche. Y tú bebiendo por ahí ¿has visto cómo vas? Estas vomitado y meado. Tú no estás bien de la cabeza. —Su madre se le acercó con cara de enfado—. ¡Akin!
La cara de Akin parecía de cera, su mirada estaba perdida, su gesto era serio y su cuerpo aún temblaba. Intentó hablar, pero tenía la lengua hinchada por sus propias mordeduras.
—No…, no he… bebido nada, creo que me han embrujado.
Pitú dio un suspiro. El cuchillo y el plátano se le cayeron al suelo.
—Pero… ¿qué dices, hijo? —Le puso la mano en la cara.
—No… sé, no… ¡Vámonos de aquí, mamá!
Se bañó con el agua recogida de la lluvia que había en un barril y fueron a despedirse de su tía. Le contaron lo ocurrido y ella lo corroboró diciendo que, últimamente, se estaban escuchando rumores de muchos ritos por la zona. Entre las dos mujeres examinaron a Akin. Al ver que no aparentaba tener nada, se quedaron un poco más tranquilas. Le sugirieron que fuese a ver a Borico cuando llegase a Malabo para que le quitase cualquier maldición que pudiese tener. Cogieron la mercancía y fueron a la carretera a esperar al coche. Pasaron las horas y el coche no aparecía. Akin se impacientó por salir de allí. Tenía una necesidad imperiosa de llegar a su hogar. Cuatro horas después, apareció el Renault 10 destartalado. La madre de Akin se puso a discutir con el conductor por el precio del viaje. Quince minutos después, ya habían colocado la mercancía por el coche y estaban de camino a casa. Una de las cestas la llevaban dentro y le aplastaba a Akin la cabeza contra la ventanilla.
Se puso a llover con fuerza. Al coche solo le funcionaba el limpiaparabrisas del copiloto. Iban lento, las ruedas se deslizaban por el barrizal. Akin se quedó dormido un instante, pero el coche pilló un bache y su cabeza chocó contra el cristal de la ventanilla, despertándolo de un susto. Se sentía mareado, con escalofríos. El bochorno que se creó dentro al estar todos apretujados y llenos de cosas le produjo claustrofobia. Chorros de sudor le caían por la cabeza. Tuvo que abrir la puerta y devolver. Su madre se escandalizó, el conductor lo regañó y parte del vómito se quedó dentro del coche.
Horas más tarde, llegaron a Malabo. Se puso la ropa militar y se abrigó por encima. Borico no estaba en casa, por lo que no pudo hablar con él. Al hacer la bolsa para ir al cuartel, se encontró las tres botellas de vino y la de coñac, entonces se acordó de que también tenía una bolsa grande de marihuana escondida. Cogió todo y lo metió en su petate. Se despidió de su madre y se fue al campamento militar. Los compañeros le hicieron algún comentario sobre la cara que traía, pero él no pudo ni contestarles. Guardó sus cosas en la taquilla con llave y se metió en la cama. Al día siguiente, cuando sonaron las trompetas a las seis de la mañana, le costó despertarse. Desayunó un par de buñuelos que le había dado su madre y se fue al patio a comenzar con los ejercicios matutinos y las arengas anticolonialistas.
A lo largo de la semana fue recuperándose, pero, por más que lo intentó, no pudo hablar con el resto de los compañeros. La visión de la gente del ejército metida en el ritual que había presenciado le hacía desconfiar de todos. El recuerdo de la ceremonia le revoloteaba por la cabeza como un mosquito. Diez días después, le dieron permiso de un día. Se fue directo a su casa. La calle olía a chamusquina, pero Akin estaba acostumbrado a ello y casi no lo percibía. Por el camino, le pareció ver menos gente de lo habitual. Al sol le quedaba poco para desaparecer. Pasó por la montaña vertedero que había cerca de su casa, donde un mendigo rebuscaba y otro estaba tirado con moscas revoloteando a su alrededor. El que estaba hurgando entre la basura hablaba y se reía solo. Él siguió de largo hasta llegar a su chamizo.
Al llegar, su madre estaba con su cara de triste simpatía en su pequeño puesto con papayas revenidas y pimientos de colores. Se puso de pie para recibirlo, y Akin vio detrás a Borico con su gesto impasible. A Akin se le cambió la cara, por un momento, se trasladó al ritual, y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero hasta que sintió el calor del abrazo de su madre. Entraron en casa, Akin le hizo un saludo respetuoso a Borico, que le respondió con un gesto de complacencia. Su madre hizo un comentario sobre lo delgado que estaba y se puso a hacer la cena. Dos hijos de su hermano estaban en casa. Su madre le dijo que Baubiyo estaba pasando una mala época y por eso le había traído a dos de sus hijos. Se sentaron todos en la mesa y cenaron plátano frito con aceite de palma y pangolín. Pitú sacó el tema del ritual.
—Estuvimos hablando Borico y yo de lo que te pasó en Basapú. Dijo que no nos preocupásemos. Que si te hubiesen echado una maldición, ya lo habríamos notado y que no te podrías ni levantar. Aun así, te hizo una limpieza de espíritu. ¿Verdad, Borico?
Su tío estaba comiendo con tranquilidad sin quitarle la mirada al plato. Levantó la cabeza y cerró los ojos afirmando lo que decía Pitú. Akin se quedó mirándolo. Era tan misterioso como desagradable. Tenía un gesto y una fisonomía incómoda, su cara le recordó a la del chamán del ritual necrófago. Entonces Akin escuchó un susurro en su oreja derecha, como una leve ráfaga de viento que le acarició el oído con el seseo que se utiliza para callar a las personas, y giró la cabeza, exaltado. Se asustó un poco, miró al resto de los comensales, que seguían a lo suyo, y eliminó los pensamientos fantasmagóricos.
—¿Sabes algo del tío Bienede? —le preguntó Akin a su madre.
—¿Del tío Bienede? ¡Qué más te da si ese ya no es nada nuestro!
—Es mi padrino.
—¡Olvídate de la familia de tu padre! Ellos se olvidaron de nosotros hace mucho.
—Bienede fue el padre que yo nunca tuve. Sé que no se ha olvidado de mí, lo que pasa es que trabaja mucho. Nosotros tampoco vamos a visitarlos.
Pitú se calló y puso cara de indiferencia. Akin no se sentía capaz de ver a su padrino. Si casi no tenía fuerzas para ver a su madre, ¿cómo iba a visitar a su tío, que era un hombre idealista y brillante que luchaba por el bien de la minoría? Sin embargo, cada vez que Akin salía del campamento con el ejército, estaba extorsionando a sus paisanos, haciendo cumplir las absurdas leyes de su dictador, amenazando a gente e, incluso, siendo testigo pasivo de homicidios. Bienede estaba arriesgando su vida por los demás. Era extraño que aún mantuviese su puesto de secretario del ministro de Comercio. Akin sabía que tarde o temprano terminaría cayendo. Deseaba ver a Bienede, pero se imaginaba que estaría disgustado con él por haberse alistado en el ejército y por no haber sido lo suficientemente valeroso para haber seguido sus pasos.
Millones de gotas golpeaban contra todo lo que se ponía a su paso y sonaban como una orquesta tocando una canción tropical. Se quedó sentado mirando por la ventana del salón, hipnotizado por la lluvia. El día estaba oscuro y los riachuelos deformaban las calles. Fue en dirección al mercado, pasó por la montaña de basura y vio al mendigo tirado en la misma postura del día anterior. La lluvia caía sobre él y un par de ratas sobre la axila le desgarraban la piel. Siguió. La gente corría de lado a lado intentado esquivar el agua. Al cruzar la calle, se topó con su amigo Bee. De primeras, pasó de largo; pero, segundos después, se dio la vuelta. Su amigo se había quedado parado. Akin no lo había reconocido, su rostro estaba muy deteriorado y su postura, mucho más encorvada.
—¿Bee?
—¡Akin! ¡Cuánto tiempo! —le dijo en pichinglis intentando mostrar entusiasmo.
—¿Desde cuándo estás aquí en Malabo? ¿Por qué no has pasado por casa o por el cuartel para verme?
—¿Por el cuartel? —La cara de Bee reflejó sorpresa.
—Sí, me hice militar… Tenemos muchas cosas de qué hablar, may fren. ¡Venga, te invito a un vaso de tope por los viejos tiempos!
—Umum —contestó de forma afirmativa moviendo un pelín la cabeza.
Bee