Derecho y política de la educación superior chilena. José Julio León Reyes
Esta es la manera en que podemos eludir el riesgo de que el Derecho quede indeterminado y se vea totalmente absorbido por la moral (que esta pase a ser el género rector de la Política). Advierte Nino (2014: 137) que si fueran genuinas las paradojas de irrelevancia e indeterminación radical del Derecho, “el derecho positivo sería una gran ficción de nuestra cultura. Sería simplemente una pantalla sobre la que los jueces y juristas proyectarían sus opiniones morales haciéndolas aparecer como prescritas por una autoridad política legítima”. Por consiguiente, si bien el derecho constitucional y la política democrática están íntimamente vinculados, en lo que toca al derecho de origen judicial la regla de imparcialidad requiere que el juez sea “independiente de la política” (Fiss, 2007b: 34), esto es, independiente de la influencia y el control de quienes detentan poder político (o el económico). Ese es el principal alcance que debe darse a la tesis de la “separación”: mantener y garantizar la independencia de los jueces.
Para que el Derecho pueda cumplir su función social de guiar las conductas, resolver conflictos y facilitar la cooperación, necesita apoyarse en el mecanismo de la autoridad, que reposa sobre el hecho de que la mayoría reconozca legitimidad a las prescripciones emanadas de los poderes públicos (Nino, 2014: 160-161). Es clave para ello reconocer que la acción de los constitucionalistas, legisladores, gobernantes y jueces “consiste, en general, en aportes a una obra colectiva cuyas contribuciones pasadas, contemporáneas y futuras no controlan y solo influyen parcialmente” (ibíd., 140-141). Sería irracional –sostiene Nino– pretender modelar la sociedad sobre la base de una Constitución ideal desconectada de la realidad y el contexto histórico en el que surge, que un legislador impulsara una ley que vulnere abiertamente derechos garantizados por la Constitución vigente, o que un juez quisiera resolver un caso como si estuviera refundando, con su decisión, todo el orden jurídico o toda una rama del mismo.133
Lo objetable entonces no es recurrir a consideraciones valorativas para interpretar el Derecho, sino, como dice Nino (2014: 107-108), hacerlo de forma encubierta, pues ello implicaría que tales valoraciones –con su apariencia de necesidad científica– no estarían sometidas al control de la discusión democrática. La interpretación constitucional es tarea de la “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales”; por eso dice Häberle (2001: 149 ss., 286): todos los ciudadanosˮ son “guardianes de la Constitución”, ya que la defensa de los valores fundamentales no puede ser monopolio de un solo poder sino que es “asunto de todos”. El Estado de Derecho actual ofrece, de esta forma, una respuesta al reto de Hobbes: la democracia es, después de todo, “gobierno de personas” (Bellamy: 2010, 72 ss.). En ese contexto el Derecho es “gobierno de reglas y principios” emanados de decisiones populares o respaldadas por éstas, que permiten su mejora continua. De lo que se trata, en suma, es que el sistema constitucional logre un equilibrio adecuado entre ser “democráticamente sensible” y mantener autonomía profesional respecto del discurso meramente político para que pueda tener autoridad como Derecho (Post y Siegel: 2013, 113).
La práctica y las decisiones jurídicas carecen de sentido en tanto acciones aisladas; solo pueden contar como “contribuciones a una acción o práctica colectiva”. Cuando esa práctica resulta justificada por principios autónomos de moralidad social, pasamos –como señala Nino (2014: 161)– a una segunda etapa del razonamiento justificatorio “que presenta una estructura escalonada”, en que la acción y decisión debe justificarse “tanto a la luz de la preservación de la práctica como tomando en cuenta la posibilidad de mejorarla aproximándola a los principios de justicia”. Son las circunstancias de la política (el hecho del desacuerdo) las que conllevan la exigencia de una dogmática jurídica “líquida” o “fluida”, como dice Zagrebelsky (2011: 17-18), que “pueda contener los elementos del derecho constitucional” agrupándolos en una “construcción necesariamente no rígida”, que dé cabida a combinaciones que deriven (también) “de la política constitucional”.
La argumentación jurídica cumple, esencialmente, una función de justificación.134 Justificar una decisión jurídica quiere decir, siguiendo a MacCormick (1995: 17), dar razones que muestren que la decisión en cuestión asegura “la justicia de acuerdo con el Derecho” (la imparcialidad del juez) con miras a mantener el propósito de “certeza derrotable” que el Derecho debe perseguir.135 ¿Cómo se concilia nuestra noción de Estado de Derecho, cuyo propósito central es la certeza jurídica y la separación de poderes, con el carácter argumentativo (y retórico) del Derecho? MacCormick (1999, 2016) entiende el Estado de Derecho como un medio de protección contra la intervención arbitraria de agentes estatales en la vida y libertad de las personas. Por eso se basa sobre un sistema de reglas generales enunciadas con claridad, que operen de manera prospectiva, que exijan conductas posibles y que formen un conjunto coherente y no arbitrario (sigue en esto a Fuller, 1967). Al mismo tiempo, el rule of law asegura el derecho de defensa (en un procedimiento contradictorio) para cuestionar la relevancia de una demanda o acusación, así como las pruebas e interpretaciones en que ella se base. Los principios y tópicos aceptados en el Derecho sirven como punto de partida de la argumentación, pero son “desafiables” (en virtud del test de universalización y coherencia). Concluye MacCormick (1999: 21): “La certeza del Derecho es, por tanto, certeza derrotable” y “el carácter argumentable del Derecho no es la antítesis del Estado de Derecho, sino uno de sus componentes”.
La argumentación jurídica (el discurso legal) es la continuación de la política, no por cualquier medio, sino por un medio especial (una “razón técnica”) capaz de movilizar la fuerza socialmente organizada para un propósito dado. Cuando los derechos sociales se consagran en la Constitución se promueve una mayor igualdad y, en circunstancias favorables, sucede una “revolución de los derechos” (Epp, 2013: 33 ss.). Desde la perspectiva argumentativa, esto no implica un activismo ideológico de parte de los jueces. Los jueces deben resolver casos difíciles; hay derechos implícitos y los principios pueden colisionar entre sí. Los principios constitucionales son utilizados por los jueces tanto para justificar un derecho –y los deberes correlativos– como para especificar (el alcance de) las normas establecidas. Los jueces pueden declarar inconstitucional una ley por infringir un derecho en su esencia o imponer limitaciones que no resultan proporcionales. Las reglas, cuando su aplicación resulta justificada, revelan por su parte un adecuado balance de los principios en juego. Todo ello es controlado mediante la doctrina del método jurídico.
La identificación y el peso de los principios al interior de una comunidad legal y política dependen de sus prácticas argumentativas y de su adecuación al esquema coherente de principios reconocidos. Argumentar a favor de un principio es tejer una trama con un conjunto de estándares interrelacionados, en constante evolución a la luz de prácticas institucionales, de criterios interpretativos y de una diversidad de fuentes que se articulan entre sí. La respuesta a la pregunta acerca de si tenemos o no un derecho será, entonces, siempre una cuestión de principios y no una cuestión de políticas públicas. Los derechos son inherentes a la comunidad política; son parte de su nomos (o acuerdo político fundamental). Son también creaturas de la historia y de la moral.
Para ilustrar esta perspectiva del método recordemos un análisis de Dworkin referido a la cláusula de igual protección: en 1945, un estudiante negro de apellido Sweatt no fue admitido en la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas; la Corte Suprema declaró que la ley que reservaba la admisión a los blancos violaba la igual protección de las leyes. En 1971 un alumno judío, DeFunis, fue rechazado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Washington, con calificaciones que estaban por sobre las de un filipino, chicano, negro o indígena norteamericano. Solicitó a la Corte Suprema que declarase que la práctica de cuotas, con estándares menos exigentes para grupos minoritarios, violaba su derecho a la igual protección de la ley. Dice Dworkin que existe un acuerdo general de que la segregación, una clasificación que perjudica a un grupo frente a otro que ya es favorecido o privilegiado, es un mal en sí; que toda persona tiene derecho a iguales oportunidades educativas (las diferencias admitidas se basan sobre la capacidad y esfuerzo) y que un fin legítimo que puede perseguir la política estatal es remediar las graves desigualdades de la sociedad. También hay acuerdo en que no es función de los jueces “anular las decisiones de otros funcionarios porque están en desacuerdo respecto de la eficiencia de las prácticas sociales”; solo