Derecho y política de la educación superior chilena. José Julio León Reyes
del establecimiento puede servir para establecer criterios de selección o permanencia e, incluso, estaría permitido el cobro de cuotas (si hay ley de financiamiento compartido). Por consiguiente, es legítimo que el Estado establezca un sistema de educación “pública” (i.e., regimentado por el Estado, a través del Mineduc) no discriminatoria y gratuita. En ese marco, Atria (2012) niega que financiar una educación superior gratuita sea una medida regresiva y critica la idea de focalizar el gasto fiscal en los más pobres. Que los que pueden pagar por educarse deban hacerlo, en vez de favorecer la equidad, permite segregar por capacidad de pago de los padres, consagrando, de facto, un sistema altamente desigual. Atria argumenta que una política es regresiva cuando redistribuye el ingreso hacia los más ricos, aumentando la brecha entre ricos y pobres; en cambio, una política es “progresiva” si logra disminuir esa brecha. La clave es que el Estado cobre (por la vía de impuestos) a cada uno de acuerdo a sus capacidades y provea (educación) a cada uno de acuerdo a sus necesidades.100
El argumento –conceptualmente– parece impecable, pero la conclusión no se sigue de las premisas: que no se deba excluir en abstracto del ejercicio de un derecho, no implica que no se pueda cobrar el valor de producir el bien (por algo existen los aranceles y tasas), sin perjuicio del deber del Estado de establecer subsidios –o de ofrecerlo gratis– a quienes no puedan pagar. El caso de otros derechos fundamentales (y el ejercicio de reducción al absurdo) nos lo ilustra: la libertad de acceder a la información no se suprime (o segrega) por el mero hecho de que los diarios tengan un precio, ni de la vigencia del derecho a defensa se sigue que los abogados no puedan cobrar por su trabajo.101 Por otro lado, al devolverle al rico parte de lo que pagó en impuestos, vía educación gratis, si este aprovecha el servicio más que los pobres, la brecha no solo se mantiene, sino que aumenta.102
Es innegable que puede haber apropiación individual del beneficio de estudiar una carrera profesional, que permite acceder a mejores empleos y generar ingresos asociados al ejercicio profesional; beneficio que es diferenciado por carreras (Mizala y Romaguera, 2004; Informe OCDE-Banco Mundial, 2009: 131 ss.; Meller, 2010).103 El sorteo o la admisión universal no serían alternativas convenientes, considerando el perfil de ciertas carreras y el imperativo de aplicar eficientemente los recursos (obsérvense las bajas tasas de graduación en universidades públicas de ingreso masivo).104
El argumento de Atria también falla porque se basa en una falsa analogía: una razón válida para la educación básica y media (escolar), no necesariamente lo es para la educación superior, pues entre ambas hay diferencias muy relevantes. De partida, en la educación escolar el texto constitucional expresamente consagra la gratuidad, lo que no ocurre en la educación superior (lo que obliga al intérprete a distinguir). Además, en la educación escolar existe un mismo marco curricular común para todos los establecimientos, no así en el nivel superior y, aún más, las IES, por limitación de recursos y diversidad de carreras y programas, a menudo seleccionan a sus estudiantes, lo cual, empíricamente, favorece a las clases privilegiadas.105
Al centrar el concepto de derecho social en la gratuidad se pone el énfasis, inevitablemente, en la dimensión prestacional del derecho. Que se tenga un “derecho a algo” frente al Estado no significa que se pueda exigir la plena disponibilidad de recursos, dado que siempre hay otras necesidades importantes que atender (como el derecho a la salud, que también es un derecho social). No todos los derechos sociales reclaman la misma “urgencia” o tienen el mismo peso moral.106 A la educación superior aplica lo que señala Alexy (2007a, 443), en cuanto los “derechos prestacionales en sentido estricto” son derechos a algo que el individuo –de poseer los medios y encontrar en el mercado oferta suficiente– podría obtener también de los particulares (en tal sentido son subsidiarios). Por lo que toca a su contenido, se distingue un “programa minimalista” que asegura derechos mínimos y un “programa maximalista”, de realización plena.107
Por último, la gratuidad universal conlleva la necesidad de establecer un arancel regulado por el Estado (que atiende a la estructura de costos de las carreras); intervenir el sistema de admisión y regular la oferta de vacantes; limitar la forma de organizar la docencia en relación con otras funciones (ya que el arancel regulado no permitirá financiar investigación), así como diseñar incentivos adecuados para disminuir la duración de las carreras, reducir la deserción, aumentar la titulación y empleabilidad, etc. Todo ello obliga a introducir regulaciones que inevitablemente afectarán el “núcleo” de la libertad de enseñanza y disminuirán la autonomía de las IES.
Con todo, el trabajo de Fernando Atria tiene el mérito de haber resituado el debate acerca de la posibilidad de equiparar los derechos sociales con los derechos civiles y políticos, relevando –en palabras de Arriagada (2014)– la “tensión” entre el concepto y el fundamento de los derechos fundamentales. En el ámbito de la educación, especialmente, contribuyó a poner en el centro de la agenda pública la cuestión relativa a los deberes del Estado y la configuración del sistema educativo de forma coherente con su carácter de derecho social. Como dice Gargarella (2004), Atria apela a dos tradiciones de pensamiento, la socialista y la republicana, más propensas “a discutir sobre los problemas jurídico-políticos sin perder de vista la conexión de los mismos con el marco social y económico” en que se dan. Es decir, en esas tradiciones no se piensa el Derecho, la Historia, la Política y la Economía como áreas escindidas y autónomas unas de otras.
Concuerdo con Gargarella (2004), respecto de “la estrategia del desacople”: muchas reformas jurídicas fracasan –terminan siendo “letra muerta”– porque tendemos a olvidar que la realidad no reproduce “nuestras aproximaciones de laboratorio”; que las decisiones en un área suelen tener impacto sobre otras áreas y viceversa; que las acciones generan resistencia y que las decisiones políticas previas limitan o condicionan las actuales. Eso nos remite, de vuelta, a la conexión entre Derecho y Política, tal como a la necesidad de considerar, en la interpretación constitucional, las posibilidades fácticas y jurídicas de realizar un derecho social. Y a precavernos contra el uso exagerado “de la retórica de los derechos como del abuso de los medios judiciales para exigirlos” (Cruz Parcero, 2004).
1.4. DERECHO Y POLÍTICA: LA LECTURA DEMOCRÁTICA DE LA CONSTITUCIÓN
La relación entre Derecho y Política suele asociarse a la cuestión acerca de si los jueces toman decisiones políticas y si es conveniente que lo hagan. Desde el punto de vista empírico no hay dos opiniones: se trata, ciertamente, de una tendencia bastante generalizada (Guarnieri y Pederzoli: 1999; Epp: 2013; en Chile, Couso: 2004). En ese contexto, se habla (a menudo críticamente) de “activismo judicial” cuando la jurisprudencia de los tribunales por vía de interpretación de la Constitución crea nuevos derechos fundamentales o expande el sentido de los contenidos en ella, o va más allá de la mera aplicación del Derecho existente, invadiendo la esfera de la formulación de políticas públicas. Esto es especialmente problemático en materia de derechos sociales.108
Este fenómeno empalma con el auge del constitucionalismo y la consiguiente ampliación de las funciones jurisdiccionales (tribunales constitucionales incluidos), en el contexto del tránsito del Estado liberal de Derecho al Estado Social; cuyo efecto es la importancia decisiva del discurso relativo a los derechos fundamentales en la argumentación jurídica y la jurisprudencia. En especial, significa que el sistema de derechos ya no se fundamenta en una sociedad centrada en la economía, que se reproduce espontáneamente por medio de decisiones individuales autónomas, sino que se garantiza mediante operaciones del Estado que controla en términos reflexivos, que previene riesgos, que regula, posibilita y compensa (Habermas; 2005: 312, 320). En otras palabras, los derechos ya no son ni pueden ser definidos meramente en términos negativos, como defensa frente a intervenciones indebidas del poder. Son y deben ser entendidos como principios sobre los cuales se fundan pretensiones de contar con prestaciones y garantías positivas y que cumplen, también, una función redistributiva (de justicia social).109
Las críticas a esta visión de los derechos y del Estado Social provienen, obviamente, desde la derecha política, porque establecerían restricciones injustificadas a la autonomía individual, fomentarían una cultura de la dependencia y serían ineficientes económicamente; pero también desde la izquierda, en cuanto induce en los ciudadanos una actitud no participativa, sino clientelística hacia el Estado,