Derecho y política de la educación superior chilena. José Julio León Reyes

Derecho y política de la educación superior chilena - José Julio León Reyes


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no ha sido, pues, corregir el alto grado de privatismo del SES chileno. Tampoco ha fortalecido de modo significativo la matrícula de IP y CFT.

      Es que la “coordinación de mercado” no se reduce solo a las decisiones de quienes controlan las IES, impulsadas por intereses egoístas (el afán de lucro) y apremiadas por la competencia, como suponen los críticos del “modelo”. También incluye dos elementos importantes, que el proyecto de “reforma global” no considera: la libre elección de los estudiantes y la vinculación con los mercados ocupacionales, públicos y privados (la “empleabilidad”). A eso hay que agregar un conjunto de decisiones que son impulsadas por demandas de los académicos, del medio local o regional, así como la respuesta de los administradores de las IES a las señales o incentivos de la política pública.51

      Cuando argumenta a favor de la intervención estatal para proteger la libertad de expresión, Owen Fiss (2007a: 113) señala que “el propósito del Estado no es suplantar al mercado (como lo haría en el contexto de una teoría socialista), ni perfeccionar el mercado (como lo haría en el contexto de una teoría de los fallos de mercado) sino más bien complementarlo”. Como el Estado no garantiza la virtud, los críticos de izquierda del Estado activista advierten sobre el “peligro de circularidad”, esto es, el riesgo de que –por un mal diseño institucional– el Estado refuerce, en vez de corregir, las distorsiones del mercado. Para prevenir este riesgo, Fiss (2007a: 116-117) sugiere reconocer que hay organismos del Estado más independientes que otros ante las fuerzas del mercado (y las fluctuaciones de la política), como los jueces, e insta a diseñar las instituciones de modo que se haga más probable la generación de “fuerzas de contrapeso” y el aumento del poder de los elementos más débiles en la sociedad. El argumento de Fiss a favor de la libertad de expresión (y del rol de los jueces) presenta importantes analogías con la autonomía de las universidades (y su función social). A primera vista, ambos principios operan como límites a la intervención estatal. Serían, en términos de Hohfeld (1913, 1917), una esfera de libertad e inmunidad. Sin perjuicio de lo anterior, la fuerza de la comparación –para justificar, digamos, la libertad de cátedra del profesor– se funda en que ambos principios sirven a un mismo fin: fortalecer el debate público y vigorizar el Estado democrático de Derecho.52

      La globalización ha provocado que el conocimiento sea un factor cada vez más relevante en la (desigual) distribución de la riqueza y el poder entre y al interior de los Estados. Como resultado, se incrementan las presiones contrarias a la autonomía de las organizaciones que producen el saber (Bernasconi 2014a). Los gobiernos –que ejercen el poder estatal– como las iglesias, los empresarios, así como grupos y organizaciones de la sociedad civil, sus propios académicos y estudiantes, tejen mecanismos para influir en la gestión de las IES, especialmente de las universidades. A su turno, al aumentar el valor estratégico y simbólico de los bienes que produce la universidad, se multiplican también sus áreas de influencia, con respecto a su relación con el Estado y en términos de mercado.53 La competencia por el control de las universidades no responde solo a intereses económicos sino también políticos. Por ello, tiene sentido plantear la necesidad de un diseño institucional que preserve la autonomía de las IES en términos de asegurar el cumplimiento de su función social. Pero, ¿la autonomía de quién(es) ha de resguardarse? Y ¿cómo se compatibiliza dicha autonomía con la garantía de los derechos fundamentales y del interés público comprometido en la ES?

      1.2.2. Lo público en educación y la autonomía de las instituciones de educación superior

      Es normal que cada generación quiera cambiar lo que le legaron sus antecesores (Arendt, 2004). En Chile, en particular, es fácil hacer una crítica global y proponer leyes refundacionales para todo un sector de la vida nacional, por el “pecado de origen” de la Constitución y por la influencia que tuvo el modelo económico de la dictadura en la estructuración del área social; un sello privatista que los gobiernos democráticos posteriores no pudieron transformar.54 La Nueva Mayoría quiso transitar hacia otro modelo y, por eso, empleó un discurso revolucionario en el sentido del inicio de un nuevo “ciclo histórico”.55

      El revolucionario suele oponer el interés individual al colectivo, asocia este con la “voluntad general” y se erige, además, en intérprete de esa voluntad (Arendt, 2004: 104-105). No obstante, ese gobierno quedó atrapado en el (falso) dilema entre concebir la educación como un derecho (regulado desde una lógica igualitaria) o como un bien de consumo sujeto a las leyes de oferta y demanda.56 Al plantear el debate educativo en términos binarios, como si se tratara de elegir entre el modelo estatal y el de mercado, incurrió en una falacia de falsa oposición. Tampoco se cuidó de establecer los objetivos y el diagnóstico de problemas que deberían haber orientado el diseño de la política pública.57 Dada la popularidad inicial de Bachelet, no hubo discusión del programa con los partidos;58 menos hubo después un diálogo reflexivo con las IES ni con los estudiantes.59 El gobierno no consideró los límites jurídicos de la reforma legal o quiso dar un salto para salir de ese marco jurídico. Olvidó que el cambio legal es condición necesaria pero no suficiente en el tránsito desde un sistema educacional eminentemente privado a uno con predominio público.60 Todavía más, no aclaró: ¿qué cabe entender por “público” en educación?

      Una opción para definir lo “público” sería adoptar un criterio formal: definir lo público como sinónimo de estatal. Pero en Chile transitar hacia un modelo estatal puro no sería ni jurídica ni fácticamente posible. El Derecho no tiene solo una dimensión constitutiva, de forma o diseño institucional. Tiene también, especialmente la Constitución, una dimensión regulativa de principios y valores61 que fundamentan el entramado institucional. Los derechos fundamentales son parte de la tradición republicana de Chile, del derecho internacional de los derechos humanos y tienen una raíz profundamente democrática. No pueden concebirse como un lastre de la dictadura. El conjunto de derechos de libertad que consagra la Constitución imponen al Estado neutralidad frente a los contenidos que se pueden enseñar en las IES, y garantizan el pluralismo y la diversidad institucional. En tal sentido, los roles que el Estado debe cumplir para asegurar derechos sociales como la educación han de modelarse a la luz de la idea de “coherencia” (Dworkin 2005; MacCormick 1995) y teniendo siempre presente, a la hora de restringir otros derechos, la necesidad de “ponderación” (Alexy 2007a). Dada la índole de los Estados constitucionales de Derecho, los sistemas educativos deben ser mixtos, integrando elementos públicos y privados, en función del nomos que caracteriza a cada comunidad.62

      La educación –ese complejo derecho-libertad-deber de participar en procesos de enseñanza y aprendizaje– está estrechamente unida a la idea misma de comunidad política, en especial, la de una que se gobierna democráticamente, pues incide en la formación para la ciudadanía así como en la posibilidad de hacer efectivo el derecho de todos a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional. Permite a la vez el desarrollo de la autonomía individual y la pública, pues entrega las competencias necesarias para el diseño y ejecución de un plan de vida propio, y sirve a la conformación y difusión de las normas, instituciones, valores y cultura comunes. Así lo intuyeron nuestros “padres fundadores” al calificar la educación, en un reglamento constitucional de 1813, como uno de los “derechos sociales”, que constituye “una de las primeras condiciones del pacto social”.63

      Todas las IES con reconocimiento oficial contribuyen a cumplir esa función pública general; e interactúan con órganos estatales, la sociedad civil y el mercado. Al mismo tiempo, participan en el “espacio público” habermasiano que se constituye mediante la acción comunicativa, “esa trama de discursos formadores de opinión y preparadores de la decisión, en que está inserto el poder democrático ejercido en forma de derecho” (Habermas 2005: 67). Las instituciones de Derecho no sirven simplemente para regular el ejercicio del poder (la dominación política), sino que deben cumplir su específica función social: asegurar la integridad social (solidaridad), mediante valores, normas y procesos de entendimiento, incluyendo progresivamente a todos los miembros de la sociedad.64 Citando a Parsons, Habermas (2005: 141) advierte la conexión que existe entre la formación de una sociedad civil, “como base para los procesos inclusivos y públicos de formación de la opinión pública y de la voluntad común de una comunidad jurídica”, y “la igualitarización de las oportunidades educativas y de formación y


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