E-Pack Novias de millonarios octubre 2020. Lynne Graham

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al salir de la cama y volver a su habitación a refrescarse. Gritó horrorizada al mirarse en el espejo y ver su pelo completamente encrespado. Parecía una muñeca de trapo maltratada. Como no le daba tiempo a hacer nada con sus rizos, se los recogió. Se dio una ducha, se maquilló un poco para intentar ocultar las marcas rojizas que la barba de Mikhail había dejado en su rostro y sacó un vestido de tirantes del armario. Se vistió rápidamente porque sabía que Mikhail iría a buscarla si no aparecía a su hora.

      «Así que eso es el sexo», pensó aturdida. Era mucho más de lo que se había imaginado: más emocionante, más íntimo, más todo. Y le había encantado. Lo que no sabía era si ella había estado a la altura de las expectativas de Mikhail.

      Les sirvieron el desayuno en la cubierta privada que había encima de la habitación de Mikhail. Los rayos de sol brillaban en las aguas turquesas del mar Mediterráneo y Kat intentó dejar de sonreír mientras se tomaba un café. En realidad no debía sentirse feliz. No tenía una relación con Mikhail, solo habían tenido una aventura y, después de aquello, el acuerdo al que había llegado con él había pasado a la historia.

      –Ahora no puedes devolverme la casa –le dijo directamente a Mikhail.

      Él arqueó una ceja.

      –¿Por qué no?

      –Porque no sería apropiado, ahora que nos estamos acostando juntos –le explicó ella mientras se sentaba.

      –¿Quién ha dicho eso? –le preguntó él en tono seco.

      –Si aceptase la casa, sería como aceptar un pago a cambio de sexo...

      –No le busques los tres pies al gato. Yo no pago por tener sexo, no lo he hecho nunca ni lo voy a hacer ahora.

      –Yo no me sentiría cómoda si me devolvieses la casa ahora –insistió ella.

      –Qué pena –comentó él sin inmutarse–. Porque hicimos un trato y no creo que haya ningún motivo para no cumplirlo. Esa casa es tu casa.

      –Ahora te pertenece a ti –lo contradijo Kat.

      Mikhail la miró con exasperación.

      –Zatk’nis! ¡Calla! –le pidió–. No dices más que insensateces.

      Ella lo fulminó con sus ojos verdes.

      –Piénsalo... Sabes que es verdad.

      –No te estoy escuchando –le respondió él, zanjando así la conversación.

      Ella apretó los dientes con fuerza.

      –Yo te digo lo que tienes que hacer... y tú lo haces –añadió Mikhail–. Eso también estaba en el acuerdo y no me gustaría que cambiases de actitud ahora.

      Kat se sintió frustrada, volvió a levantarse de la silla y se apoyó en la barandilla para mirar hacia el mar.

      –Estas volviendo a hablar como un neanderthal.

      Él pasó las manos por su espalda y la agarró por las caderas.

      –Si eso te excita...

      –No me excita –le aseguró Kat.

      Mikhail metió la mano por debajo de su vestido y le acarició los muslos.

      –¿Qué demonios estás haciendo? –le preguntó ella consternada.

      Él jugó con el encaje de sus braguitas.

      –Quítatelas –le pidió.

      –¡De eso nada! –protestó Kat con incredulidad–. ¿Es que te has vuelto loco?

      –Me excito solo de imaginarte sin nada debajo de ese vestido –le confesó él, apoyando los labios debajo de su oreja y acariciándola con ellos–. ¿Qué tiene de malo?

      –Que no me sentiría bien sin ellas –murmuró Kat mientras inclinaba la cabeza para dejar que Mikhail siguiese besándola.

      Como respuesta, él la apretó contra su cuerpo y la besó apasionadamente. Con ella en brazos, volvió a su silla y siguió acariciándole los muslos. Kat se dio cuenta de que Mikhail no estaba acostumbrado a aceptar un «no» por respuesta, pero se sujetó el vestido.

      –No –le dijo–. ¡Quiero llevar ropa interior!

      –Eres muy testaruda –protestó él contra sus labios.

      –Tú más –le dijo ella, hundiendo los dedos en su pelo–, pero por suerte para ti, también eres muy sexy.

      Mikhail inclinó la cabeza y se echó a reír.

      –¿Lo soy?

      Kat no podía creer que pudiese estar tan relajada en su compañía e incluso bromear con él. Sonrió.

      –Eso pienso... Pero ¿no deberíamos estar desayunando con tus invitados, para despedirlos?

      –Deja de ser tan sensata –le pidió él, frunciendo el ceño.

      –Siempre soy sensata –le aseguró Kat.

      –Si lo fueses, me habrías evitado como a la peste –le aseguró Mikhail.

      Y Kat se estremeció al oír aquello. Era sexo, solo sexo, lo que los había unido, se recordó. Mikhail era fantástico en la cama, pero eso era todo: no sentía nada por él. No, no tenía ningún sentimiento, ni siquiera una pizca de curiosidad, se aseguró, apartando la mano de su pelo y poniéndose en pie. Al fin y al cabo, no quería que Mikhail pensase que se estaba acostando con un pulpo.

      –Mi madre murió cuando yo tenía seis años –le contó Mikhail muy a su pesar.

      –¿De qué murió? –le preguntó Kat a pesar de saber que él no quería hablar del tema.

      Nunca mencionaba a su familia ni decía nada acerca de su niñez, pero dado que lo sabía todo de ella, a Kat le estaba empezando a molestar su hermetismo.

      –Se puso de parto en casa y algo salió mal. El bebé también falleció –le explicó él muy serio.

      –Debió de ser muy traumático tanto para ti como para tu padre –comentó ella en voz baja, desconcertada al enterarse de semejante tragedia.

      –Es probable que hubiese sobrevivido con los cuidados médicos adecuados, pero mi padre no quiso que fuese a un hospital.

      Kat frunció el ceño.

      –¿Por qué no?

      A Mikhail le brillaron los ojos y apretó los labios.

      –No quiero hablar de ello. No es mi tema favorito de conversación... vy menya panimayete... ¿Me entiendes?

      Kat contuvo un suspiro. Después de tres semanas en compañía de Mikhail se había dado cuenta de que era más torpe que un elefante en una cacharrería. No se le daba bien andarse con rodeos ni conseguía hacer que Mikhail le hablase de las cosas de las que no quería hablar. ¿Qué tenía de malo sentir curiosidad?

      El problema era que en las últimas semanas había empezado a sentirse demasiado cerca de Mikhail. Habían pasado demasiado tiempo juntos. Otro grupo de invitados había llegado y se había marchado del yate. Habían hecho barbacoas en playas desiertas, salidas a discotecas de moda y a tiendas de diseño. Mikhail la había alabado mucho como anfitriona, pero lo cierto era que Kat no había tenido que esforzarse. Le gustaba conocer a personas nuevas y le encantaba asegurarse de que se divertían y se relajaban. Al fin y al cabo, ese era el motivo por el que había decidido abrir una posada, pero, desde un punto de vista más personal, no podía olvidar que el hombre con el que dormía por las noches era solo su amante, no su compañero. Su relación tenía unos límites y, evidentemente, ella los había alcanzado, ofendiéndolo. Por desgracia, no podía evitar desear romper una y otra vez las reservas de Mikhail.

      Mikhail abrió su ordenador portátil en el despacho. Esa noche, Kat dormiría en su propia cama. Nunca había dependido de una mujer y ella no era distinta a las demás. Bueno, sí lo era


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