El Hispano. José Ángel Mañas

El Hispano - José Ángel Mañas


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      El resultado fue que la mano del padre se disparó y golpeó al joven, quien, aturdido, permaneció en el suelo.

      Hasta ese momento cada vez que su padre le golpeaba Idris bajaba la cabeza y aceptaba el castigo.

      Sin embargo, aquel día en su interior se revolvieron todos los demonios. Tras levantarse, miró a Leukón y cargó contra él con toda la rabia acumulada desde niño. Lo empujó con ambas manos. Leukón tropezó. Con los ojos inyectados en sangre, el hijo agarró su báculo. Le golpeó. Lucharon por el báculo. Y quién sabe en qué habría terminado todo aquello si no se hubieran interpuesto Stena y Retógenes.

      —¡Vete! —El jefe echaba espumarajos por la boca—. ¡Fuera de mi vista, muchacho infame! ¡Te casarás con quien yo te diga y harás lo que yo te ordene! ¡Y si no, te irás mañana mismo de esta ciudad! ¡Desaparece de mi vista! ¡No quiero tenerte más bajo mi techo!

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      El odio había acompañado a Idris desde que en las postrimerías de la noche cruzó las puertas de la ciudad en medio del silencio de los vigías, sin que nadie hiciera nada para detenerlo.

      Llegó al Duero sin mirar en ningún momento hacia atrás. Los años podrían pasar, pero Idris nunca olvidaría los golpes que su padre le había prodigado tantas veces, el desprecio con que siempre le había tratado y que resultaba más hiriente por contraste con el amor que mostraba sin embozo por Retógenes…

      Todo ese odio se había empozado en su alma.

      Cuando esa tarde había bajado a la laguna para encontrarse con Aunia, lo único que quería era vengarse y escapar de la tiranía de Leukón.

      Y cuando regresó a la ciudad ya había corrido la voz de la disputa entre ambos, y ningún numantino le dirigió la palabra. Eso propició que a la madrugada siguiente, después de dormir en el corral con los animales, recogiese sus pocas posesiones en un petate y saliese como un ladrón de una casa a la que no pensaba regresar jamás.

      La orilla relucía con el rocío. Amanecía cuando Idris echó sus cosas dentro de uno de los muchos esquifes ocultos entre las hierbas. Lo empujó dentro del agua, se subió a él y cogió el remo que había encima. Sonaba el canto de una codorniz. El remo penetró una y otra vez en la superficie del agua. Por el aire volaba una alondra que Idris ni miró. Mientras guiaba la embarcación río abajo y sin volver la cabeza, permitió que la corriente lo alejase cada vez más rápido.

      Al torcer el primer recodo del Duero sintió una exaltación liberadora y a la vez una gran congoja.

      Ambos sentimientos eran como la luz y las sombras que luchaban en el horizonte que ya se encendía y donde la aurora se abría como una gran rosa en el cielo.

      Así fue cómo Idris abandonó Numancia.

      Se marchó para no regresar sino diez años después, cuando muchos pensaban que estaba muerto y nadie esperaba volver a verlo jamás.

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      Escipión Emiliano y el regreso de Idris

       Más tuvo (Escipión) que luchar dentro del campamento con nuestros soldados, que en el campo de batalla con los numantinos. Vejados aquellos con asiduos y serviles trabajos, se les mandaba construir empalizadas, ya que olvidaron el manejo de las armas, y mancharse con el lodo, ya que rehusaron cubrirse de sangre.

      LUCIO ANNEO FLORO, Compendio de las hazañas romanas

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      El tiempo pasaba con rapidez y diez años después los numantinos que pastoreaban por los alrededores de su ciudad pudieron ver cómo por uno de los senderos del cerro más alto, hacia el noreste, ascendían las primeras hiladas de romanos con sus escudos y sus lanzas, seguidos por tropas auxiliares hispanas que los doblaban en número y una infinidad de mulas y carros.

      Aquellos legionarios formaban parte de cohortes derrotadas en muchas batallas que había reagrupado en la costa tarraconense el veterano cónsul Publio Escipión Emiliano, quien hoy marchaba en cabeza a caballo y que, en espera de volver a vestir la púrpura, llevaba encima de su túnica un sencillo sago negro. De luto, decía, por la molicie de sus hombres.

      Cinco meses habían bastado al afamado general para convertir aquel cúmulo de indisciplinados combatientes en algo parecido a un ejército.

      Medió hasta entonces un severo entrenamiento durante el cual el cónsul los había obligado a excavar y rellenar fosos a diario, construir y demoler muros de piedra, marchar siempre en formación de cuadro y, si bien permitía a los enfermos desplazarse a caballo, también repartía entre los demás las cargas excesivas para las mulas.

      Cinco meses durante los cuales se les habían unido sus aliados en la región, además de los contingentes asiáticos enviados por Antioco de Siria y Átalo de Pérgamo; y por último, una docena de elefantes africanos regalo de Micipa, rey de Numidia, cuyos barritos ya apenas asustaban a los indígenas, dado que la experiencia enseñaba que pese a su aspecto imponente eran bestias de instinto gregario y pacífico: a veces su mera presencia atemorizaba al adversario y otras bastaba con herir a uno en la trompa para que los demás se desbandasen.

      A aquellas bestias se debía, aun así, el que durante la penosa travesía por los abruptos territorios de la Hispania Citerior, tan duramente conquistada palmo a palmo, los hubiesen evitado las tribus rebeldes.

      Bajo el mando del cónsul Escipión, los romanos únicamente se habían detenido para arrasar los cultivos a su paso. Especialmente los de los vacceos, que suministraban trigo de Numancia.

      Su actividad principal había consistido en talar árboles y apilar las estacas en los grandes carros que los seguían tirados por acémilas, esclavos y soldados, y a veces, cuando los hombres se agotaban, por elefantes.

      Por fin, una vez fijado el emplazamiento del campamento en el cerro más elevado, y mientras se cavaba una zanja alrededor, Escipión Emiliano decidió salir acompañado únicamente por un puñado de hombres de su guardia personal, escogidos entre los veteranos que permanecían junto a él desde Roma, y su fiel Polibio.

       2

      —Ahí está Numancia —dijo Escipión.

      Él y Polibio al frente del pequeño contingente habían descabalgado para encaramarse a una peña desde lo alto de la cual se divisaba por fin la ciudad enemiga. El mismo sol que los venía azotando a lo largo de los meses de verano, enrojeciendo sus rostros y agostando los campos de trigo, se ponía ahora lánguidamente por el poniente.

      —Poca cosa parece para oponer tanta resistencia… —dijo Polibio.

      Y era cierto. Aquel recinto amurallado de seis hectáreas contenía varios centenares de casas, la mayoría chozas, alineadas a media ladera del cerro vecino que se elevaba unos doscientos pies sobre el llano. Las casas tenían muros de mampostería, tejados de paja y barro, y los moradores que se afanaban a lo lejos en calles pobremente empedradas no sobrepasaban las dos o tres mil almas. Contando los de fuera de la muralla, como mucho llegarían a ocho mil.

      La


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