El Hispano. José Ángel Mañas

El Hispano - José Ángel Mañas


Скачать книгу
y pequeñas granjas que bajaban por la ladera hasta la orilla del Duero, donde las hileras de puntiagudos chopos acompañaban el curso del agua.

      Hacia el norte de la ciudad un abundante arbolado escondía numerosos humedales y también la laguna que formaba el río allí donde recibía las aguas de otro curso menor, el Tera.

      A esas alturas los romanos estaban familiarizados con la manera de guerrear de los arévacos, a la que habían bautizado como «guerra de fuego».

      Si las confrontaciones con los pueblos germánicos y asiáticos se decidían habitualmente con una única batalla y casi todas al primer choque por el ataque de todas las tropas, en Hispania, en cambio, la noche podía interrumpir la contienda, pero los dos bandos resistían y, al amanecer, retomaban unos combates que solo terminaban con los fríos del invierno.

      —Poco parece para llevar tantos lustros resistiéndonos, es cierto —continuó Escipión—. Pero los dos sabemos que esos campesinos que se mueven entre cabras son los responsables de los mayores quebraderos de cabeza que han caído sobre Roma desde la guerra con Cartago. Ellos encabezaron la confederación que derrotó a Nobilior en esta misma llanura no hace tanto. Después osaron enfrentarse al ejército del cónsul Metelo, que sucedió a Nobilior y quien tras dos años guerreando no consiguió doblegarlos.

      »Se burlaron igualmente de Quinto Pompeyo, primer nombre famoso de esa gran familia patricia, el cual firmó un tratado de paz innoble a espaldas del Senado. Y por último han derrotado al cónsul Mancino, a quien acompañaba como cuestor mi cuñado Tiberio Graco. Con una hábil emboscada en un desfiladero consiguieron que les rindiese su ejército sin combatir…

      »Y cuando el Senado, como castigo por su comportamiento deshonroso, ordenó entregarles a Mancino, abandonándolo ante esas murallas desnudo y con las manos atadas, esos rústicos que vemos ahí nos lo devolvieron vivo, para mayor deshonra de Roma.

      »Y por eso los siguientes cónsules nunca se han atrevido a atacarlos hasta que me han encomendado a mí, a Publio Cornelio Escipión Emiliano, el nieto del vencedor de Aníbal, acabar de una vez por todas con su rebelión.

      »Hoy me llaman el Africano Menor porque soy el responsable de que Cartago sea una ruina. Pero te puedo decir que cuando termine con esto me llamarán el Numantino y llevaré ese título con orgullo.

      Mientras hablaba, Escipión Emiliano observaba las toscas murallas de Numancia y se arrebujó en su sago ibérico protegiéndose del incómodo viento.

      Al cabo, tras una nueva mirada hacia el poniente por donde el sol empezaba a descender, frunció el ceño y se encaminó de vuelta hacia donde esperaban el poeta Lucilio y los restantes jinetes de su guardia personal.

      —Ahora nos toca descansar, Polibio. Debemos reposar el cuerpo y la mente. Es importante empezar mañana la campaña bien dispuestos. Hasta aquí todo ha sido un largo prolegómeno. Regresemos —dijo, mientras sus sandalias pisaban las breñas de aquellas tierras salvajes con las que empezaba a estar cada vez más familiarizado.

       3

      Hacía ya demasiados años que Hispania se había convertido en un problema para Roma. Eso se reflejaba en la actitud de una juventud romana que no quería luchar en aquella salvaje y dura guerra, como la llamaba el poeta Lucilio. Durissimum bellum, decía Cicerón.

      Para cualquier destino siempre había habido en la ciudad de las siete colinas más aspirantes a tribunos de los necesarios.

      Pero vistas las decenas de miles de muertos cuya sangre bebían los páramos celtíberos, eran cada vez menos los que escogían la península ibérica para adornarse de las necesarias victorias que les permitiesen, a su regreso a Roma, triunfar en la política. Y eso que había inmensas cantidades de riqueza en juego.

      Desde hacía más de dos décadas, la Hispania Citerior se había convertido en sinónimo de problemas. Los casos de cónsules castigados durante el arranque de las guerras numantinas perduraban en la memoria de todos.

      Cuando se elegían tribunos para servir en Hispania con cualquier general, los jóvenes se resistían e incluso se negaban a alistarse sin que ningún castigo pudiese evitarlo, de lo numerosos que eran.

      En semejante circunstancia había sido muy admirada en su día —de eso hacía ya diecisiete años— la actitud de Escipión Emiliano cuando, preguntado sobre el destino que deseaba, declaró sin dudarlo que, pese a que le invitaban a ir a Macedonia y a su convencimiento de que conseguiría mayores riquezas en Asia, sin embargo, como buen ciudadano, consideraba su deber plegarse a las necesidades de la República:

      —En consecuencia, iré a prestar mis servicios como tribuno a Hispania.

      Al oír aquello la mitad del Senado acudió a abrazarle. Más de un patricio se vio obligado a alistarse, so pena de que la comparación los deshonrase.

      Ahí había empezado la brillante carrera militar de Escipión.

      Quizás por ello a nadie le extrañó cuando a los pocos años, ya de regreso en Roma, ese mismo joven de pulcros bucles y cuidadosa higiene fuese elegido el cónsul más joven de la historia de la República para enfrentarse con Cartago.

      Y ya con la cabeza cubierta de canas y menos cabello en las sienes, a sus cincuenta y un años, tras ser nombrado nuevamente cónsul, aquel era el hombre en quien el Senado había pensado para poner fin a las revueltas incesantes de la provincia.

      —¿Cómo puede ser que no haya un Catón que clame por la destrucción de Numancia como se hizo hace catorce años con Cartago? —dijo, al tiempo que cruzaba la puerta pretoriana del campamento.

      Por doquier se levantaban las primeras tiendas entre gritos marciales.

      —¿Tanto han decaído nuestros valores? ¿Tan difícil es que alguien dé un paso al frente? ¿A esto está llegando nuestra República? —lamentó.

       4

      Los numantinos que salieron al día siguiente bajo un cielo con las nubes colgadas de los picos de la sierra anunciando próximas lluvias se encontraron con que, hacia levante, se alzaba una larga empalizada que bajaba del cerro más alto de los que rodeaban Numancia y llegaba hasta las cercanías del río Merdancho.

      Durante las horas de la noche, los romanos habían cavado una fosa de medio metro, aprovechando la tierra extraída y cualquier piedra cercana para apuntalar unas estacas a las que solo dejaban las ramillas laterales que luego se entrelazaban.

      Pero la sorpresa de los numantinos fue todavía mayor cuando en torno al mediodía y con un sol esplendoroso en lo alto del cielo corrió la voz de que volvía Idris, el hijo de Leukón, el gran caudillo de Numancia, al que este había expulsado de la ciudad diez años atrás como consecuencia de un enfrentamiento en el que era fama que estuvieron a punto de entrematarse.

      A esas alturas nadie ignoraba que el profundo aborrecimiento de Leukón por su hijo databa del mismo día de su nacimiento.

      A cualquier interesado por el asunto se le contaba que la madre había muerto durante el parto y que Leukón, que amaba con pasión a su esposa, nunca pudo soportar la vista del niño, que fue criado por una nodriza proveniente del norte y por Stena, la esclava que el caudillo había tomado como segunda esposa y con quien tuvo su segundo hijo.

      Aquella era una de las historias que los viejos del lugar contaban al calor de la hoguera, cuando caía la noche, junto con otros relatos que explicaban el pasado de Numancia. Desde entonces muchos viajeros regresaban jurando que habían visto al hijo de Leukón enloquecido y cabalgando como un alma en pena por los montes que rodeaban su antigua patria.

      Por eso, nada más saberse la noticia, enseguida abarrotaron las calles decenas de numantinos que se asomaron para ver pasar a aquel jinete que, tras identificarse a voces, cruzaba los portalones abiertos desde primera hora que flanqueaban dos torreones por el costado norte de la ciudad.

      En


Скачать книгу