Conciencia histórica y tiempo histórico. Rodolfo Mario Agoglia

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la conexión establecida por nosotros con otros testimonios-­ que fueron las expresiones más acabadas de dos altas culturas y constituyeron, respectivamente, monumentos funerarios y templos consagrados a determinadas divinidades?). Por otra parte, el futuro de ese tiempo es todavía más irreal que el pasado, porque aún no es y resulta poco menos que imposible predecirlo. No es mucho, en efecto, lo que podemos prever de ese momento aún en gestación, que todavía no ha llegado a ser. Y entonces, solo nos queda, como único momento real y efectivo, el presente que está siendo -bien que su extrema complejidad no sea tampoco la más adecuada para permitir un conocimiento necesario universal, válido para siempre y para todos-. ¿Qué otra cosa podemos concluir, entonces, sino que, precisamente por ser esta realidad histórica tiempo en su esencia, no hay nada en ella de estable y que lo único efectivamente real es el presente? Viene al caso, por esto, recordar las profundas palabras de San Agustín, quien declara en sus Confesiones que todos los momentos del tiempo confluyen y se condensan en el presente, de modo que, en él, todo es presente: el presente del pasado, que es memoria; el presente del presente, que es intuición, y el presente del futuro, que es espera o atención.

      Pero si el único ser real y efectivo del tiempo (y, por ello, el único que se experimenta e intuye) es el presente (o, como dijera Platón con mayor radicalidad todavía, el instante), ¿qué es lo que alberga ese ser presentivo y cuáles de sus contenidos corresponden a la realidad histórica? Si descartamos de nuestras consideraciones todo cuanto no sea estrictamente tiempo humano, es decir, si prescindimos del tiempo cósmico -que es el tiempo en el que tienen lugar los fenómenos naturales-, reconoceremos fácilmente que la realidad temporal presentiva del hombre está constituida por un conjunto de obras, hechos y acciones in fieri, en curso de desarrollo: en definitiva, que esa realidad es praxis. Y convendría aclarar aquí, aunque solo sea de paso (ya que el tema excede los límites del presente prólogo), que ni siquiera los griegos -como lo ha dicho agudamente Marcuse (1968)- a quienes por lo general se atribuye la concepción de haber otorgado por vez primera al pensamiento un valor teorético y un alcance eminentemente contemplativo, han dejado de asignarle una función práctica, servidora de la acción; al punto que, incluso cuando distinguieron y privilegiaron (como lo hizo Aristóteles) ese pensamiento puro sobre los otros, entendieron que él constituía en sí mismo una forma de vida y de conducta, o sea, también una praxis (Jaeger, 1963). De modo que el único problema que subsistiría al respecto sería el de establecer -por difícil que fuera- qué tipo de praxis conformaba el pensamiento teórico.

      Si, como vemos, la realidad (siempre presentiva) del tiempo humano es praxis, resta establecer ahora qué es en ella lo específicamente histórico. Y debemos entonces distinguir la praxis personal y privada de los hombres, de su praxis social, que responde a los intereses comunes, que importa a todos y a todos compromete. El pensar, el producir y el obrar del hombre, su praxis, en síntesis, es histórica cuando es social, y esa praxis social, que es un ínter-ser (un inter-esse), define adecuadamente el ser histórico de nuestro presente.

      La realidad histórica, así acotada como praxis social presentiva, nos conduce de inmediato a una idea más clara del pasado y del futuro, a una mejor elucidación del carácter propio de los otros momentos del tiempo histórico. Pues si el presente es la praxis real y efectiva, el pasado será una objetivación de praxis o, más bien, una praxis objetivada, dado que es una praxis ya transcurrida de la cual solo nos queda un testimonio objetivo; y el futuro será una proyección de praxis o, mejor, una praxis proyectada, una praxis que se atiende o espera.

      De este breve examen fenomenológico se desprenden algunas conclusiones importantes. Ante todo, vemos que la historia con-temporánea, en cualquiera de las acepciones que le atribuye la nueva historiografía, lejos de constituir una postulación arbitraria e insólita -como en un principio aparentaba ser- ostenta, por así decirlo, mejores derechos que la historia tradicional pasatista.

      En primer lugar, como historia del presente -o, como la llamara Hegel, inmediata (Lecciones de filosofía de la historia, op. cit., Introducción)- goza precisamente de un prestigio histórico mayor del que podríamos barruntar. Porque si hoy pretende, cuantitativamente, acaparar la parte del


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