El cazador. Angélica Hernández

El cazador - Angélica Hernández


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que su inocencia.

      Pasarían muchos cumpleaños como este, donde los experimentos y pruebas se llevaban a cabo una vez cada semana. Donde Cheslay y él se reunían en los túneles a comer golosinas. Donde comprendía cosas de las que sucedían en el mundo del que estaba aislado.

      Dylan se llevó las manos a la cara y rompió a llorar.

      El tiempo pasaba. No sabía diferenciar entre días o años.

      El tiempo con Cheslay pasaba horriblemente rápido, y el tiempo de las torturas era infinitamente lento.

      Los científicos los llamaban pruebas, o prototipos. Dylan odiaba esos nombres. Había semanas en que las pruebas eran tan duras, que no podía disfrutar de su tiempo juntos, ya que ambos tenían que quedarse en cama durante mucho tiempo.

      Ninguno de sus padres sabía que Dylan iba a la habitación de Cheslay cuando todos dormían, o que ella le hacía visitas nocturnas. Hablaban de todas las cosas, de las personas que odiaban, de lo dolorosas que eran las pruebas y, sobre todo, siempre quedaban de verse en los túneles. Esa era su actividad favorita, hasta ese momento.

      Habían pasado cinco años desde su primera tortura, desde aquella vez en la que abrieron sus cabezas. Desearía decir que seguían sufriendo igual, pero las personas se acostumbran al dolor y al odio y, por el momento, ellos lo tenían en cantidades similares.

      Los días pasaban rápido, y a veces lento. Pero el tiempo era una cosa curiosa y en unos años dejaría de tener importancia, ya que el tiempo no le importaría más que la distancia.

      Dylan atravesó el jardín, para poder llegar a casa de Cheslay, había esperado a que todas las luces estuvieran apagadas para poder escapar de su habitación.

      Él no sabía qué pensar de todas esas cosas ¿Por qué no simplemente tomarla de la mano y sacarla de ese lugar? No era tan fácil. Tenía miedo de lo que podía encontrar ahí afuera.

      Observó desde su escondite en la oscuridad cómo las aves iban hacia el sur. A Dylan le gustaban las aves, el modo en el que podían ser libres y recorrer todo el mundo en las estaciones más cálidas, la manera en la que debían sentirse al poder volar; era maravilloso. Las amaba y deseaba saber todo de ellas, no sabía que, con el tiempo, toda esa admiración se convertiría en enfado, las aves no conocen de fronteras y eran la oportunidad perfecta para esparcir el virus, aunque claro, él eso aún no lo sabía.

      Lo que más quería era salir de ese lugar para poder conocer más que esa jaula en la que había nacido, pero sus padres y otros doctores habían hablado con ellos. Dylan estaba enfadado al principio, pero Cheslay lo hizo entender.

      Ellos vivían en una frontera entre México y Estados unidos, ahí es donde se encontraba el laboratorio. Los padres de Cheslay eran científicos rusos, que habían estado trabajando en un proyecto sobre vacunas en su país; pero el proyecto se les salió de las manos y el virus que trataban de curar se esparció por todo el mundo matando personas y dejando contaminadas a unas cuantas más. La forma en la que el virus se manifestaba era muy parecida a la lepra, las extremidades de las personas se caían y sus caras eran una masa de carne putrefacta.

      Los rusos tenían la vacuna, así que la utilizaron y fue así cómo decidieron invadir una de las grandes potencias mundiales. Pero la alianza de tres países opuso resistencia, habían estado esperando el ataque y conformando un ejército especial para ello. Y vaya que eran especiales.

      Dylan y Cheslay, a veces, se metían a los campos de entrenamiento sin que nadie los viera; incluso sabían cómo burlar las cámaras de seguridad. Podían observar cómo los soldados (tanto hombres como mujeres) se colocaban esos trajes. Tenían una tira muy larga con agujas que se insertaban en la columna vertebral del usuario, eran de metal y tenían unas piernas largas y fuertes para poder saltar muy alto. Los niños habían observado las prácticas con ellos y más de una persona salía lastimada. Los trajes se manejaban por medio de señales que se enviaban desde el cerebro de la persona.

      Cheslay le dijo en una ocasión que las mentes débiles no podrían ser un Ciborg. Dylan no estaba seguro de porqué, pero tampoco quería preguntar, no le gustaba parecer ignorante frente a Cheslay.

      Sus padres les explicaron que los Ciborg se habían revelado contra la alianza que los había entrenado, y que ya solo quedaban unos pocos de su parte, los que ellos veían entrenar a diario. Por eso decidieron comenzar con las pruebas en humanos; en aquellos niños que habían nacido inmunes al virus.

      Las alianzas se formaron, y los países se dividieron. Había personas que sus padres llamaban rebeldes, o refugiados.

      Cuando los chicos espiaban a través de los túneles, escucharon una reunión en la que estaba presente la Mayor Khoury. Ella decía que necesitaban que el nuevo ejército estuviera listo, pero el padre de Dylan le dijo que los sujetos de prueba apenas estaban reaccionando a los tratamientos, que los niños necesitaban más tiempo.

      Había aprendido muchas cosas en esos años. Y Cheslay había aprendido más cosas que él, muchas más de las que Dylan algún día podría aprender. Él quería irse, marcharse, solo que no tenía el valor para dejarla. Pero Cheslay quería quedarse, ella decía que la necesitaban para acabar con esos supersoldados. Que sus padres la necesitaban para recobrar lo poco que quedaba de la humanidad. Y que ellos solo debían hacer sacrificios por el bien común.

      Dylan aún tenía muchas dudas sobre todas las cosas, eran preguntas de las que quería la respuesta, y la obtendría a como diera lugar.

      Sacudió la cabeza para deshacerse de esos pensamientos. Ahora no había tiempo para recordar cosas complicadas o para mentalizar cosas tristes, ahora era el momento de ver a Cheslay.

      Dylan tocó tres veces la ventana, esperó y tocó dos veces más para luego arañar el cristal. Esa era su señal. Cheslay dio dos golpes aislados, el mensaje estaba claro: «Tengo compañía.»

      Dylan se sentó sobre el césped, la luna irradiaba su luz sobre él, dejándolo visible, si no fuera por el par de arbustos que lo ocultaba de la vista de cualquier cámara o persona. La única que sabía que él estaba ahí era Cheslay.

      Dylan suspiró inflando el pecho, para luego soltar la respiración. Se sentía atrapado en un juego, como si todo fuera un tablero de ajedrez y él solo fuera un peón, una pieza inanimada. A veces se sentía de otra manera, como un juego de serpientes y escaleras, con subidas y bajadas. Subidas porque en ocasiones se sentía feliz, al hablar y cocinar con su madre, al poder pasar tiempo con Cheslay, al disfrutar de sus entrenamientos con uno de los instructores del lugar, que lo dejaba correr, ejercitarse, lo enseñaba a luchar cuerpo a cuerpo, también lo dejaban disparar a tiros al blanco con armas que no conocía de nombre. Disfrutaba de sus clases teóricas, cosas sobre la guerra, el virus, las alianzas, la ciudadela… Aprendía mucho, pero lo que más le gustaba era que esas clases, esas prácticas y esos entrenamientos eran con Cheslay. Lo único que no le gustaba compartir con ella eran las pruebas a las que los sometían cada semana.

      Escuchó como alguien arañaba la ventana, así que se puso de pie, dispuesto a saltar dentro.

      —No —le susurró Cheslay.

      Ella estaba adquiriendo las facciones de una señorita, dejando atrás a la niña llorona y respondona que conoció fuera de su casa; aquella que había confundido con un ángel. Cheslay llevaba el cabello largo por debajo de los hombros. Dylan se preguntaba si lo hacía para ocultar las marcas y cicatrices. Sus ojos azules tenían una forma almendrada, que la hacían parecer elegante, y sobre su nariz y mejillas descansaban algunas pecas. Él no se lo diría nunca, pero Dylan había investigado y los lunares sobre su cara formaban la constelación de Capricornio.

      —¿Qué pasa? —murmuró él.

      —Mamá volverá —respondió en susurros—. Ella dice que quiere dormir conmigo hoy y despertarme a primera hora mañana.

      —¡Pero será tu cumpleaños! —se quejó él. Dylan quería ser el primero


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