Los besos del millonario. Kat Cantrell

Los besos del millonario - Kat Cantrell


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no? ¿Así que va a vetar aquello con lo que sí lo haya?

      Defender su postura no debería costarle tanto, pero aquella montaña inamovible a su lado la desconcertaba, y no solo porque le resultaba imposible pensar con la excitación que le causaba y que no conseguía dominar.

      En lugar de fulminarla con la mirada, la expresión de Logan se dulcificó. Respiró hondo.

      –Comencemos de nuevo –le tendió la mano.

      Llena de curiosidad, ella la tomó y su contacto la estremeció.

      –Me llamo Logan McLaughlin. Dirijo un equipo de béisbol que no vende entradas. Mi publicista ha insistido en que este programa sería un buen modo de que el público se fijara en el equipo. Y aquí estoy. Cualquier ayuda que pueda conseguir dirigida a ese objetivo será bienvenida.

      Sus ojos castaños se fijaron en los de ella. Su sinceridad le aceleró el pulso. Vaya, era sincero, pero ¿qué se proponía?

      –Hola –dijo ella, porque fue lo único que consiguió articular mientras se miraban con una intensidad que la hizo arder–. Me llamo Trinity Forrester. Vendo cosméticos con otras tres mujeres a las que quiero mucho. La empresa está recibiendo mucha publicidad negativa, por lo que a mi publicista se le ha ocurrido la brillante idea de hacerme participar en un programa de televisión. No creo que sea tan buena idea.

      Logan se echó a reír, y el sonido de su risa le produjo un calor tan agradable que le temblaron las rodillas. La debilidad era inaceptable en cualquier situación. Sin embargo, endurecerse contra él le suponía más esfuerzo del que debería.

      ¿Estaba mal dejar que un hombre como él no la dejara indiferente? Era, sin duda, insufrible, obstinado y demasiado virtuoso para su gusto, pero tenía un cuerpo magnífico, una hermosa sonrisa y un largo cabello, hecho para dedos femeninos. No podía ser malo del todo.

      –Aunque parezca mentira, yo pensaba lo mismo –reconoció él–. Pero he cambiado de opinión. Creo que podemos ayudarnos mutuamente si trabajamos juntos. ¿Quiere intentarlo?

      Trinity supuso que esa era la respuesta a su pregunta de qué se proponía él: iba a ser agradable, en vez de obstinado y estúpido, lo que probablemente la confundiría aún más.

      Pero tenía que colaborar con él en favor de los objetivos de cada uno. Se mordió la lengua y se soltó de su mano.

      –Puedo intentarlo.

      Unieron esfuerzos y, fiel a su palabra, Logan prestó atención a las ideas de ella. Un plus fue que le riera los chistes, lo cual la deleitó secretamente.

      ***

      Al final de la tarde habían conseguido cuatrocientos dólares y un poco de calderilla con el puesto de refrescos. No sabían cómo porque habían discutido por todo: por el precio de los refrescos, por dónde instalarlo y por cuánto líquido servir en los vasos.

      Aparentemente, Logan solo se mostraba amable cuando quería algo, actitud que desaparecía cuando lo lograba.

      Al final, el productor del programa les pidió que acabaran y se dirigieran al estudio para terminar el rodaje del día. Cada uno fue en su coche al plató y volvieron a encontrarse en la falsa sala de reuniones.

      Esa vez, Trinity se sentó. Todo el día de pie con aquellos tacones, la mayor parte de él sobre hierba, le había destrozado el cuerpo.

      –¡Bienvenidos de nuevo! –dijo Rob Moore. Los equipos se reunieron en torno a la mesa.

      Logan se quedó de pie al fondo y Trinity fingió no darse cuenta de la silla vacía que había a su lado. El resto de los equipos se había sentado por parejas. A ella le daba igual. Su compañero y ella se llevaban mal y habían logrado trabajar juntos porque tenían que hacerlo.

      –Hemos hecho el recuento de todas las ventas y debo decir que este grupo de equipos es impresionante –el presentador les sonrió–. ¡Los ganadores son Mitch Shaughnessy y John Roberts!

      Trinity, decepcionada, aplaudió cortésmente cuando los dos miembros del equipo chocaron los cinco y corrieron a la cabecera de la mesa para recoger el cheque, cuyo destinatario era el Hospital Infantil de St. Jude. Eso era lo importante, que el dinero estuviera destinado a una buena causa.

      –El dinero obtenido por el equipo ha sido… –Rob Moore hizo una pausa para conseguir un golpe de efecto– cuatrocientos veintiocho dólares. ¡Admirable!

      ¡Madre mía! ¿Habían perdido por veinticinco dólares? Le entraron ganas de darse de cabezazos contra la mesa, pero eso no haría que las cámaras le enfocaran el rostro y apareciera en la pantalla el nombre de la empresa. Pero ¿y si había un modo de conseguir más tiempo en antena?

      Las cámaras seguían rodando y tomaban una vista panorámica de los perdedores y el presentador, que se despedía de ellos con los comentarios marca de la casa.

      –Encended la silla eléctrica, chicos –gritó–. Hay que llevar a cabo algunas ejecuciones.

      Esa era la parte más cutre del programa, que ella esperaba haberse evitado. Tenía una idea sobre cómo hacerlo y, al mismo tiempo, que la enfocaran las cámaras.

      Echó la silla hacia atrás con un ruido agudo, se levantó, se dirigió al lugar en que estaba su compañero y le clavó el dedo en el pecho con más fuerza de la que pretendía. Pero ya tenía la atención del cámara, que era lo único importante.

      –Es culpa suya, McLaughlin. Habríamos ganado de no ser por usted.

      Él entrecerró los ojos y le quitó el dedo de su pecho

      –¿De qué habla? El barco empezó a hundirse en cuanto nos emparejaron. Chica mala conoce a chico americano por los cuatro costados. ¡Por favor! Deberían habernos llamado tren lanzado a descarrilar. A ella le pareció una forma tan perfecta de describir el día que estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo. Admiraría su ingenio más tarde, con una copa de vino para celebrar que no volvería a verlo.

      –¿Sabes lo que te pasa? Espero que no te importe que te tutee.

      –Seguro que vas a decírmelo –dijo él cruzándose de brazos, en una pose a la que ella había tratado de no prestar atención durante todo el día, sin conseguirlo. Cuando él lo hacía, los bíceps se le marcaban bajo la camiseta y pedían a gritos que los tocaran. Ella quería hacerlo, solo una vez. ¿Era mucho pedir?

      –Alguien debe hacerlo. Si no, seguirás yendo con el libro de reglas metido en el… trasero –se corrigió ella, no fuera a ser que los productores cortaran toda la conversación debido a su sucia boca–. Hay reglas que uno debe incumplir. Por eso hemos perdido. Si quieres comportarte como un santo, hazlo cuando estés solo.

      Él se enfureció.

      –¿Me estás llamando santurrón?

      –El que se pica, ajos come –afirmó ella con dulzura–. Y ese ni siquiera es el peor de tus problemas.

      Él la miró con ojos que despedían fuego. Ella estuvo a punto de callarse, porque estaba muy enfadado y, aunque quería que las cámaras los grabara, se sentía muy mal por estar metiéndose con él. Pero el enfado hizo que él perdiera todos los filtros y que centrara toda su atención exclusivamente en ella.

      –Vamos a oírlo. Por favor, ilumíname.

      –Te atraigo y no lo soportas.

      Eso era como el refrán: «Dijo la sartén al cazo, apártate, que me tiznas». Aunque ella no iba a reconocerlo y mucho menos en voz alta.

      –Perdona, ¿cómo dices?

      –Ya me has oído.

      Le volvió a presionar el pecho con el dedo. Era duro, delicioso, y resultaba muy excitante lo inamovible que era él. Logan era sólido, un hombre que no se arredraría ante problemas inesperados. A veces, una mujer necesitaba un hombro fuerte en que apoyarse. Él tenía dos.

      –Te


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