Un final para Benjamin Walter. Álex Chico
y de edificios más impactantes incluso que la orografía del territorio en el que se encuentra.
A partir de cierto tamaño todos los edificios guardan el germen de su destrucción. De esta manera podemos resumir el inicio de esta historia. Portbou podía haber sido una pequeña ensenada con barracas de pescadores, pero algo sucedió para que se trasformara en un lugar distinto. Así se iniciaba también una extraña paradoja: el comienzo de su construcción estaba anticipando su propio final.
VII
Según el libro que me prestó Teresa, la estación fue construida originalmente en 1878, gracias a la Compañía de los Ferrocarriles de Tarragona a Barcelona y Francia, fusionada más tarde con la red Madrid-Zaragoza-Alicante. En alguna otra parte tenía anotada otra fecha para el inicio de la construcción: 1872. No recuerdo si es algo que leí o que me explicaron. Tampoco he podido confirmarlo. En todo caso, hablamos del último tercio de un siglo tan apasionante y tan convulso como debió de ser el XIX. La estación fue inaugurada en 1878, aunque posiblemente fuera distinta a la que conocemos en la actualidad, más parecida a otras construcciones del estilo, como la Estació de França en Barcelona o la de São Bento en Oporto.
Después de la fusión entre las dos compañías ferroviarias, la estación se amplió todavía más. Se añadió una gran marquesina de metal y vidrio, obra de los talleres de Joan Torras i Guardiola, el que fuera maestro de otros arquitectos: Font Carreras, Elies Rogent o el mismo Antoni Gaudí. Hay otros datos que apunté en mi libreta. Hacen referencia a la distribución del edificio: doce vías de ancho ibérico, una oficina de policía, otra para venta de billetes, un punto de información, una cafetería, un aseo. En un lateral, bajo la marquesina, se instalaron dos vías de ancho internacional y dos andenes que usan los ferrocarriles franceses. Ahí terminan su trayecto. Después regresan vacíos a Francia, como les ocurre a los trenes españoles que se detienen en Cerbère.
El libro conserva algunas frases subrayadas por un lector anterior. Muy pocas, pero unas cuantas en todo caso. También en el capítulo que leí mientras apuraba el café en la terraza del Zambile. Una de ellas es esta: «Dado su carácter internacional, la estación dispone de un edificio para viajeros. La estructura posee unas grandes dimensiones y se compone de una planta rectangular y tres pisos de altura». Lo que aparece subrayado es la primera parte de la frase, eso del carácter internacional, como si aquel lector desconocido quisiera dejar bien claro por qué se había construido un edificio así. Tal vez fuera la misma Teresa, aunque lo dudo. Las veces que hablé con ella me daba la impresión de que tampoco entendía cuál fue el motivo que hizo pasar las vías por un territorio tan abrupto. Una obra de ingeniera inexplicable, porque existen lugares, algunos relativamente cercanos, mucho más manejables por los que trazar un recorrido como ese.
Hay otro dato interesante. El edificio contaba con unas oficinas de aduanas que fueron cerradas por la apertura de fronteras en Europa. Es una información clave, porque en último término nos conduce a la situación actual del pueblo. Volvemos a la paradoja: cuando se abren las fronteras, las aduanas se cierran. Ese hecho, que sin duda nos pareció un espléndido avance, tiene lecturas particulares que a menudo olvidamos. Una de esas historias se localiza aquí, en Portbou. Mientras los europeos disfrutábamos de un camino sin fronteras, los edificios dedicados a controlar el paso de viajeros de un país a otro caían lentamente en el olvido. Lentamente también se abandonaban.
VIII
Figueres y Perpignan han sustituido a Portbou y a Cerbère. Ambas se van trasformando en un recuerdo cada vez más lejano. Dos puntos neurálgicos prácticamente abandonados, dos vestigios de un pasado remoto, dos manchas desfiguradas entre collados y senderos, dos sombras. Eso es lo que son. Sobreviven gracias a un ancho de vía, pero en cuanto ese ancho de vías desaparezca, en cuanto ya no exista la obligación de cambiar de trenes, todo lo que está a su alrededor desaparecerá para siempre. Por eso me vino a la mente aquella frase de W. G. Sebald. La construcción de esas edificaciones escondía en su interior un terrible peaje. Una trampa. Quién podía imaginar que el progreso, o lo que se creía como progreso, traería el germen de su propia destrucción. Muchos regalos se envenenan con el paso del tiempo, y sin embargo seguimos dejándonos llevar por el entusiasmo, por ese delirio de lo nuevo, aunque lleve inscrito en algún pliego oculto el acta de su propia defunción.
Aún es pronto para saber qué ocurrirá con Portbou o con Cerbère. O quizás sea demasiado tarde y apenas existan posibilidades de enmendar lo sucedido. Sólo el tiempo podrá explicarnos algo. No obstante, es el presente quien nos llama. El único al que podemos acceder a pesar de todo. No existe más certeza que esa. Y mi presente, justo en el lugar donde me encontraba, se reducía a una terraza por la que no pasaba nadie. Absolutamente nadie. Tenía razón Teresa y tenían razón algunos de los habitantes de Portbou con los que charlé durante aquellos días. Alguien se había inventado un pueblo para luego abandonarlo.
No creo que Sebald pensara en la estación internacional de tren de Portbou. Ni siquiera sé si alguna vez visitó el pueblo. Sin embargo, sé que su lectura hubiera encontrado allí un lugar idóneo, porque Portbou era uno de esos edificios que al llegar a cierto tamaño estaba condenado a su propia destrucción.
IX
Hay estaciones que se parecen a catedrales, aunque sean catedrales ya abandonadas. Su única función es la de albergar por unos cuantos minutos los vagones de un tren fantasma. El viaje, entonces, deja de ser un simple tránsito y se convierte en una lectura de símbolos, en una reconstrucción de vestigios y de huellas. En esas estaciones no sólo esperamos la llegada de un tren, sino la vuelta de un pasado remoto, lejano. Es en ese instante, durante el tiempo de espera, cuando sentimos un frío casi glaciar. Surge el miedo ante la perspectiva de perder una combinación de trenes, el miedo a vernos allí para siempre, hasta el final de los días, desplazados en una estación que se mantiene a duras penas, casi a punto de venirse abajo. Pienso en la estación de Portbou, en la de Cerbère, y en otras muchas estaciones perdidas en algún punto del mapa. En la de Monfragüe, por ejemplo. Una estación que está en el origen de mis primeros viajes, cuando volvía a Plasencia desde Barcelona, después de atravesar toda la península. Aún guarda esa imagen espectral, como sacada de otra época. Su origen no lo sitúo en las últimas décadas del siglo XIX, sino más lejos aún. En un tiempo ya clausurado, aunque todavía se detengan algunos trenes procedentes de Madrid. Los edificios que rodean la estación están deshabitados. Poco queda de los trabajadores que debieron ocuparlas, o del trajín que imagino en tiempos anteriores. Ahora no es más que un apeadero aislado entre montañas.
Hay estaciones que son bellas como puntos de partida y otras que lo son como metas. Existen algunas que son bellas de las dos formas, como origen o destino de un viaje. Me viene a la memoria la Estación Central de Praga. O la de París-Saint-Lazare. Lugares de tránsito que van de uno a otro lado, en los que no importa en qué tramo del trayecto hayamos caído en ellas. Siempre imprimen algo especial, algo único, extraordinario. Sin embargo, hay otras estaciones que no sabemos dónde situar exactamente, si como punto de partida o como un lugar de llegada. Estaciones que conservan una belleza distinta, fuera de toda codificación. No nos sirven como destino, tampoco como inicio de algún viaje. De esa forma construyen su propia epopeya: haciendo de su estatismo una extraña forma de huida. Como si, al detenerse, también avanzaran.
X
No subí a las antiguas aduanas durante los primeros días. No me sentía con demasiadas fuerzas como para encontrarme, por segunda vez en poco tiempo, frente a otra muestra de desidia y abandono. Por eso preferí dejarlo para más adelante. Intentaba encontrar una luz distinta, una perspectiva más luminosa de todo lo que tenía delante. Algo que aportara una claridad distinta, que no pareciera a punto de precipitarse por alguna pendiente y cayera después sin que nadie lo notara. Buscaba esa porción de presente invariable, uno de esos instantes que consiguen mantenerse en pie a pesar de todo. Aunque pasen muchos años y el tiempo parezca debilitarlos, hay ciertos momentos y ciertos lugares que han sido capaces de continuar