Un final para Benjamin Walter. Álex Chico

Un final para Benjamin Walter - Álex Chico


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los restos de Benjamin, siguiendo los pasos de algunos políticos españoles que aún se empeñan en recuperar los restos de Machado, como si esa recuperación solo consistiera en trasladar unos huesos de un sitio a otro y olvidaran por el camino los motivos que les condujeron a morir en un lugar que no era el suyo.

      Encontrarme frente a la tumba de Benjamin era encontrarme también frente a otras tumbas. La de Machado en Collioure o la de Bertolt Brecht en el cementerio de Dorotheenstädlicher Friedhof de Berlín, en donde me entretuve hace unos años buscando las tumbas de Hegel y Heinrich Mann. Pienso en Lourmarin y en su pequeño cementerio situado a las afueras del pueblo, al que se accede siguiendo un camino de tierra que pasa casi inadvertido desde la carretera. Ahí sigue Albert Camus, aunque no sé por cuánto tiempo, porque en repetidas ocasiones han intentado trasladarlo al Panthéon, junto a otros escritores insignes de la república francesa. Posiblemente un pequeño pueblo de la comarca del Luberon, en la Provenza, hable más de él o lo explique mejor que una especie de circuito turístico que parece sepultar por segunda vez a un ser humano.

      Por eso importa poco que la tumba de Walter Benjamin siga guardando sus restos. Lo que realmente debe llamar nuestra atención es esto: que ahí no solo reposa lo que queda de un hombre, sino la suma de restos y de personas que alguna vez huyeron de la barbarie.

      XIV

      El memorial de Dani Karavan, situado a la entrada del cementerio, me hizo creer durante bastante tiempo que Walter Benjamin se había suicidado arrojándose al mar. Me parece que no fui el único en pensarlo. Lo comentó el mismo Karavan en una ocasión, durante una entrevista con David Mauas, el director argentino que rodó un documental sobre las últimas horas de Benjamin en Portbou. Creía que aquel pasillo de metal que desciende por el acantilado estaba dibujando la forma que había elegido Benjamin para acabar con su vida. Eso pensé durante unos años, cuando apenas conocía lo que había sucedido realmente, si es que alguna vez sabremos a ciencia cierta lo que ocurrió durante esas últimas horas.

      En ocasiones, no entraba al cementerio. Sólo subía a la colina para acercarme al memorial. De hecho, creo que no hubo un solo día en el que no visitara la obra de Karavan. A veces iba a primera hora de la mañana, cuando el pueblo comenzaba a salir de su letargo nocturno. Otras, me acercaba poco antes de que anocheciera. Lo que realmente me atraía era encontrarme allí durante esas horas intermedias que sirven de tránsito entre un estado y otro, a medio camino entre la luz y la oscuridad, como esos días en los que parece no haber amanecido completamente y todo está inmerso en una atmósfera difusa, real e irreal al mismo tiempo. Algo así como los breves instantes que separan la vigilia del sueño. El cielo plomizo, amenazando con descargar toda la lluvia del mundo, se interponía en mi forma de observar el pueblo desde arriba. La bahía era una ficción, igual que los bloques de pisos que se esparcían por la ladera, o la torre de la iglesia. La estación internacional de ferrocarril parecía formar parte de una fantasmagoría. Su tono grisáceo se mimetizaba con el paisaje, lo convertía en algo único, excepcional, como el interior del túnel de Dani Karavan.

      Había visualizado ese mismo túnel en varias ocasiones antes de ir a Portbou, pero nunca imaginé lo que supondría bajar por las escaleras hasta encontrarme con el panel de cristal, poco antes de pisar las rocas en las que, con una pesadez mecánica y rutinaria, rompen las olas. A veces sólo llegamos a conocer completamente algo si nos encontramos dentro de él, aunque tanta lectura previa nos haya hecho creer que ya lo habíamos interiorizado del todo. Por mucho que hubiera visto imágenes o por muchos comentarios y explicaciones que hubiera leído, la experiencia que supuso adentrarme en aquel túnel fue mucho más intensa, más vigorosa de lo que imaginaba en un comienzo.

      Antes de visitarlo, sólo contaba con unos pocos datos que había escrito en mi libreta. Cuándo se comenzó a construir, por ejemplo, o cuándo se inauguró. También una idea que leí en varios manuales, como si se hubieran copiado unos a otros: Karavan no sólo incorpora el paisaje, sino que es el paisaje el que activa la obra, porque visto desde el aire parece un pliegue que divide la montaña y la convierte en un paisaje granítico y oxidado. Esa era la descripción técnica que había leído, aunque no supiera exactamente a qué se refería. No digo que no sea una buena descripción, pero dudo mucho de que eso me bastara para entender lo que hizo Karavan. Para entenderlo, o para aproximarme al menos, era necesario estar allí, era necesario subir a visitarlo una vez al día, o varias veces, cuando la necesidad o la falta de otros planes me encaminaban nuevamente en dirección a la montaña.

      XV

      Aunque toda la atención se centre en el túnel y en las escaleras que bajan al remolino de agua, la construcción de Karavan está compuesta por otros dos elementos: un viejo olivo y una plataforma de meditación abierta al horizonte. Los tres se agrupan bajo el nombre de Pasajes, una denominación que guarda una doble referencia: por un lado, el aciago paso de Walter Benjamin por Portbou; por otro, el nombre nos recuerda a su Libro de los Pasajes, una obra que Benjamin no llegó a finalizar y en la que reunía, desde 1927, diversos textos e imágenes que ilustraban los pasajes y los tránsitos de la vida urbana. En algún lugar leí que ese era uno de los manuscritos que llevaba en la famosa maleta perdida. Puede que por ese motivo la guardara con tanto celo, como explican los que estuvieron a su lado durante sus últimas horas. O tal vez no, y en la maleta no conservara ninguna de las páginas de ese libro. Puede incluso que no existiera tal maleta, aunque prefiramos pensar que sí, que aún hay una parte de Benjamin, otra más, que permanece inconclusa, no resuelta del todo, como el libro que supuestamente llevaba consigo.

      Los pasajes son una cosa intermedia entre la calle y el interior, escribió Benjamin. Me parece que no existe una forma mejor de definir el trabajo de Karavan, porque cuando me encontraba en el interior del pasillo, con toda la pendiente que se desplegaba ante mí, con la vista puesta en el mar, en ese trozo de mar y de acantilados que podía observar mientras bajaba, lo que percibía era un estado intermedio entre lo que está fuera y lo que sucede dentro, como si se estableciera un intenso diálogo que convocara a partes iguales al territorio y a la mirada. No existe una comunicación tan viva como esa, una conversación tan llena de matices. No sólo observamos lo que tenemos delante, sino nuestra propia memoria. Durante un tiempo muy breve, el lugar es el único que consigue activar esas zonas ocultas que hemos desplazado a un rincón, esos pliegos velados que necesitan de ciertos paisajes para resurgir nuevamente.

      La mayor parte de las veces, cuando me encontraba dentro del túnel, no sabía con exactitud si estaba inmerso en un camino de ida o de vuelta, si las escaleras eran un sendero que conducía a la huida o al regreso. Me ocurría al detenerme en mitad del pasillo y miraba a uno y otro lado, en ese punto en donde queda a la misma distancia el remolino de agua y el cielo, encuadrado por la puerta metálica de uno de los accesos. La acústica también formaba parte del recorrido, los sonidos que parecían rebotar por todos lados, las voces que llegaban desde alguno de los extremos, aunque no hubiera nadie alrededor y estuviera completamente solo, en medio de un pasillo lleno de escaleras y paredes de metal. Me parece que eso es lo que siempre han generado en mí los pasajes de Karavan, una mezcla de confusión y desconcierto. Era capaz de percibir el sonido de otras voces, como una especie de aleph en el que se convocaran todos los ruidos del mundo, todas las conversaciones del presente y todas las que sucedieron tiempo atrás, ruidos que venían desde muy lejos y me recordaban otras vidas, otros exilios y otras persecuciones. En el fondo, era el mismo túnel por el que intentaba escapar Agustí Centelles, desde la estación internacional de trenes. Sin embargo, en la obra de Karavan es muy difícil escapar. Es casi imposible encontrarnos completamente a salvo, porque siempre hay algo que nos recuerda la amenaza, el asedio. Las verjas que tenemos frente al mirador nos empujan a subir un peldaño más. Igual que el búnker construido por los alemanes en la colina. Al bajar por el pasillo de metal su presencia a lo lejos nos sigue manteniendo en alerta.

      El memorial de Karavan es sólo un tránsito, una promesa. Es la huida hacia delante de quien trata de escapar a toda costa, porque en ciertos momentos la supervivencia nos libera de la condena que supone elegir entre dos posibilidades. Hay una única salida y no hay marcha atrás. Sólo un punto de luz que significa mantenernos con un poco más de vida. Una suma de voces que es una sola


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