¿En qué punto estamos? La epidemia como política. Giorgio Agamben
un potencial terrorista. La analogía es tan clara que al contagiado en potencia que no cumple con las prescripciones se lo castiga con la prisión. La figura del portador sano o precoz, quien contagia a una multiplicidad de individuos sin que estos puedan defenderse de él, como uno podía defenderse del contagiado, es particularmente mal vista.
Aún más triste que las limitaciones de las libertades implícitas en las disposiciones es, en mi opinión, la degeneración de las relaciones entre los seres humanos que aquellas pueden producir. Quienquiera que sea el otro, incluso un ser querido, no debemos acercarnos a él o tocarlo, y de hecho hay que poner una distancia entre nosotros y él; algunos dicen que esa distancia debe ser de un metro, pero según las últimas recomendaciones de los así llamados expertos debería ser de cuatro metros y medio (¡qué interesantes esos cincuenta centímetros!). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que quienes dicten estas disposiciones se encuentren motivados por el mismo temor que pretenden provocar. Es difícil no pensar, sin embargo, que la situación que estas crean es exactamente aquella que nuestros gobernantes han tratado muchas veces de alcanzar: que de una buena vez se cierren las universidades y las escuelas, que las clases sólo se dicten online, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales, que únicamente intercambiemos mensajes digitales y que, donde sea posible, las máquinas sustituyan todo contacto –todo contagio– entre los seres humanos.
1 En italiano la palabra es untore, que tiene una connotación activa y no pasiva como en “contagiado”. Nos hemos apegado a la traducción de las versiones más establecidas de la novela de Alessandro Manzoni. En este libro la hemos traducido, según el caso, “contagiado” o “contagiador” [N. de los T.].
3. Aclaraciones
17 de marzo de 2020
De acuerdo a las buenas prácticas de su profesión, un periodista italiano se ha aplicado a distorsionar y falsear mis observaciones acerca de la confusión ética a la cual la epidemia está arrojando al país, donde ya no se tiene consideración ni siquiera por los muertos. Así como no es relevante mencionar su nombre, tampoco vale la pena rectificar las previsibles manipulaciones. Quien así lo desee, puede leer mi texto anterior, “Contagio”. Aquí prefiero publicar otras reflexiones, que, a pesar de su claridad, presumiblemente también serán falsificadas.
El miedo es un mal consejero, pero hace que aparezcan muchas cosas que se fingía no ver. Lo primero que a todas luces muestra la ola de pánico que ha paralizado al país es que nuestra sociedad no cree en otro cosa que en la vida desnuda. Es evidente que los italianos están dispuestos a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas ante el peligro de enfermarse que, al menos por ahora, ni siquiera es estadísticamente tan grave. La vida desnuda –y el miedo a perderla– no es algo que una a las personas, sino que las ciega y las separa. Los demás seres humanos, como en la peste descrita por Manzoni, ahora son vistos sólo como potenciales contagiadores que hay que evitar a toda costa y de quienes se debe mantener una distancia de al menos un metro. Los muertos –nuestros muertos– no tienen derecho a un funeral y no queda claro qué sucederá con los cadáveres de las personas a las que amamos. Nuestro prójimo ha sido borrado y es curioso que las iglesias callen al respecto. ¿En qué se convierten las relaciones humanas en un país que se acostumbra a vivir de este modo por un tiempo indefinido? ¿Y qué es una sociedad que no tiene otro valor sino la supervivencia?
Lo segundo, no menos preocupante que lo primero, que la epidemia muestra a ojos vista es que el estado de excepción, al cual los gobiernos nos han acostumbrado desde hace muchos años, se ha convertido de veras en la condición normal. Si bien en el pasado hubo epidemias más graves, a nadie se le había ocurrido declarar por ese motivo un estado de emergencia como el actual, que nos impide incluso desplazarnos. Tanto se han acostumbrado las personas a vivir en condiciones de crisis y emergencia perpetuas que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica y ha perdido no sólo toda dimensión social y política, sino hasta humana y afectiva. Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre. De hecho, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad en nombre de las así llamadas “razones de seguridad” y por esto se ha condenado a vivir en un perpetuo estado de miedo e inseguridad.
No sorprende que a causa del virus se evoque la guerra. Las medidas de emergencia nos obligan a vivir, de hecho, bajo condiciones de toque de queda. Sin embargo, una guerra con un enemigo invisible que puede anidar en cualquier otro es la más absurda de las guerras. Es, en verdad, una guerra civil. El enemigo no está fuera, está dentro de nosotros.
Lo que preocupa no es tanto o no sólo el presente, sino sus secuelas. Así como las guerras han legado a la paz una serie de tecnologías nefastas, desde los alambrados de púas hasta las centrales nucleares, de igual modo es muy probable que se busque continuar, incluso después de la emergencia sanitaria, con los experimentos que los gobiernos no habían conseguido realizar antes: así, en las escuelas, en las universidades y en todo sitio público los dispositivos digitales sustituirán la presencia física, que quedará confinada, con las debidas precauciones, a la esfera privada y dentro de los hogares. Se trata, pues, nada menos que de la lisa y llana abolición de todo espacio público.
4. ¿En qué punto estamos? (2)
20 de marzo de 2020
¿Qué significa vivir en la situación de emergencia en que nos encontramos? Significa, sin duda, quedarse en casa, pero asimismo no dejarse dominar por el pánico que las autoridades y los medios masivos difunden de todas las maneras posibles y recordar que el otro ser humano no es sólo un contagiado y un potencial agente de contagio, sino antes bien nuestro prójimo, a quien debemos amor y ayuda. Significa, sin duda, permanecer en casa, pero también permanecer lúcidos y preguntarnos si la emergencia militarizada que ha sido proclamada en el país no es, entre otras cosas, también un modo de descargar en los ciudadanos la gravísima responsabilidad que los gobiernos incumplieron al desmantelar el sistema sanitario. Significa, sin duda, permanecer en casa, pero también hacer escuchar la propia voz y pedir que se devuelvan a los hospitales públicos los medios de los que han sido privados y recordar a los jueces que haber destruido el sistema sanitario nacional es un crimen infinitamente más grave que salir de las casas sin la declaración jurada de circulación.
Significa, por último, preguntarse qué haremos, có-mo volveremos a vivir cuando la emergencia haya pasado, porque el país necesita volver a vivir, independientemente de los pareceres sobre los cuales no se ponen de acuerdo ni los virólogos ni los expertos improvisados. No obstante, una cosa es cierta: no podremos simplemente volver a hacer todo como antes, no podremos, como hemos hecho hasta ahora, fingir que no vemos la situación extrema a la cual nos han conducido la religión del dinero y la ceguera de los administradores. Si la experiencia que hemos atravesado ha servido de algo, deberemos volver a aprender muchas cosas que habíamos olvidado. Ante todo deberemos observar de un modo diferente la tierra donde vivimos y las ciudades donde habitamos. Deberemos preguntarnos si tiene sentido volver a adquirir, como de seguro nos dirán que hagamos, las inútiles mercancías que la publicidad buscará imponernos como antes, y si no sería quizá más útil estar en condiciones de proveernos por nosotros mismos al menos algunas necesidades elementales, en vez de depender del supermercado para cualquier cosa. Deberemos preguntarnos si es justo subirnos nuevamente a los aviones para pasar las vacaciones en lugares remotos y si tal vez no es más urgente aprender a habitar de nuevo los sitios en que vivimos, a mirarlos con ojos más atentos. Porque no hemos perdido la capacidad de habitar. Hemos aceptado que nuestras ciudades y nuestras aldeas hayan sido transformadas en parques de diversiones para los turistas, y ahora que la epidemia los ha hecho desaparecer y las ciudades que habían renunciado a toda otra forma de vida se han reducido a no-lugares espectrales, debemos comprender que era una elección errada, como casi todas las elecciones que la religión del dinero y la ceguera de los administradores nos han sugerido que hagamos.
Deberemos, en una palabra, plantearnos seriamente la única pregunta que cuenta, que no es, como hace siglos repiten los falsos filósofos,